Mijaíl Bulgákov
Así pues, me quedé solo. Me rodeaban las tinieblas del mes
de noviembre mezcladas con torbellinos de nieve que había cubierto la casa; la
chimenea aullaba. Yo había pasado los veinticuatro años de mi vida en una gran
ciudad y pensaba que las tormentas aúllan solamente en las novelas. Pero
resultó que también en la realidad aúllan las tormentas. Aquí las veladas son
extraordinariamente largas; la lámpara, bajo su pantalla verde, se reflejaba en
la ventana negra y yo soñaba despierto, mientras miraba la mancha que brillaba a
mi izquierda. Soñaba con la ciudad del distrito, que se encontraba a cuarenta
verstas de distancia. Tenía grandes deseos de escaparme de mi hospital para ir
allá. Allí había electricidad, cuatro médicos a quienes podía consultar, y en
todo caso no era tan terrible. Pero no había posibilidad alguna de escapar y,
por momentos, yo mismo comprendía que aquello no era más que cobardía. Después
de todo, justamente para eso había estudiado en la facultad de medicina…
“…¿Y si trajeran a una mujer con complicaciones de parto?
¿O, supongamos, a un enfermo con hernia estrangulada? ¿Qué haría yo en ese
caso? Aconséjenme, por favor. Hace cuarenta y ocho días que terminé la facultad
con sobresaliente, pero el sobresaliente es una cosa y la hernia otra. En una
ocasión vi cómo un profesor realizaba una operación de hernia estrangulada. Él
operaba y yo estaba sentado en el anfiteatro. Eso fue todo…”
Cada vez que pensaba en la hernia, un escalofrío me recorría
la columna vertebral. Cada noche, después de tomar el té, me sentaba en una
misma postura: bajo mi brazo izquierdo, estaban todos los manuales de cirugía
obstétrica, y encima de ellos, el pequeño Doderlein. A la derecha, unos diez
tomos diversos de cirugía práctica, ilustrados. Yo me lamentaba, fumaba, tomaba
un té negro y frío…
Me quedé dormido; recuerdo perfectamente esa noche, la del
29 de noviembre. Me despertó un estruendo en la puerta. Cinco minutos más
tarde, mientras me ponía los pantalones, no lograba apartar mis ojos
implorantes de los divinos libros de cirugía práctica. Oí el crujir de los
patines de un trineo en el patio: mis oídos se habían vuelto extremadamente
sensibles. Resultó, quizá, algo peor aún que una hernia o que la posición
transversal de un bebé: al hospital de Nikólskoie, a las once de la noche,
trajeron a una niña. La enfermera dijo con voz sorda:
-Es una niña débil, se está muriendo… Doctor, venga al
hospital…
Recuerdo que atravesé el patio y me dirigí hacia la lámpara
de petróleo que estaba junto a la entrada del hospital y, como hechizado, no
conseguía apartar la vista de la luz parpadeante. La recepción ya estaba
iluminada y toda la plantilla de ayudantes me esperaba con las batas puestas.
Eran: el enfermero Demián Lukich, un hombre todavía joven pero muy eficiente, y
dos experimentadas comadronas, Ana Nikoláievna y Pelagueia Ivánovna. Yo no era
más que un médico de veinticuatro años que se había graduado dos meses atrás y
que había sido designado para dirigir el hospital de Nikólskoie.
El enfermero abrió solemnemente la puerta y apareció la
madre. Entró apresuradamente, patinando sobre sus botas de fieltro; la nieve
aún no se había derretido en su pañuelo. Llevaba en sus brazos un envoltorio
que acompasadamente emitía silbidos y respiraba produciendo un sonido sordo. El
rostro de la madre, que lloraba en silencio, estaba demudado. Cuando la mujer
se quitó la pelliza y el pañuelo y abrió el envoltorio, vi a una niña de unos
tres años. La observé y por un momento me olvidé de la cirugía, la soledad, el
inútil bagaje universitario; me olvidé definitivamente de todo a causa de la
belleza de la niña. ¿Con qué se podía comparar? Solo en las cajas de bombones
dibujan niños así, con rizos naturales en el cabello, formando grandes bucles
del color del trigo maduro. Los ojos azules, enormes; las mejillas como las de
una muñeca. Así dibujaban a los ángeles. Pero una extraña turbación anidaba en
el fondo de sus ojos y comprendí que era miedo: la niña se asfixiaba. “Morirá
dentro de una hora”, pensé con absoluta convicción, y mi corazón se contrajo
dolorosamente…
Cada vez que la niña respiraba, en su garganta se formaban
pequeños hoyuelos, las venas se hinchaban y el rostro pasaba de un tono rosado
a uno ligeramente liláceo. De inmediato comprendí y valoré ese cambio de color.
Enseguida me di cuenta de lo que se trataba; mi primer diagnóstico fue exacto
y, lo más importante, coincidió con el de las comadronas, que tenían mucha
experiencia: “La niña tiene garrotillo diftérico, la garganta ya está cubierta
de falsas membranas y pronto se cerrará completamente…”
-¿Cuántos días lleva enferma la niña? -pregunté en medio del
atento silencio de mi personal.
-Es el quinto día, el quinto -dijo la madre, y me miró
profundamente con sus ojos secos.
-Garrotillo diftérico -dije entre dientes al enfermero, y a
la madre le dije-: ¿En qué estabas pensando? ¿Eh? ¿En qué estabas pensando?
En ese momento se oyó detrás de mí una voz llorona:
-¡El quinto, padrecito, el quinto!
Me volví y vi a la abuela de cara redonda, con la cabeza
cubierta por un pañuelo. “Sería magnífico que estas abuelas no existieran en el
mundo”, pensé con un lóbrego presentimiento del peligro, y dije:
-Tú, abuela, cállate; estorbas.
A la madre le repetí:
-¿En qué pensabas? ¡El quinto día! ¿Eh?
De pronto la madre, con un movimiento de autómata, entregó
la niña a la abuela y se arrodilló delante de mí.
-Dale unas gotas a la niña -dijo, y golpeó el suelo con la
frente-, me ahorcaré si se muere.
-Levántate inmediatamente -le contesté-, de lo contrario no
hablaré contigo.
La madre se levantó rápidamente, recibió a la niña que le
entregaba la abuela y comenzó a mecerla en sus brazos. La abuela se puso a
rezar en dirección a la puerta, mientras la niña continuaba respirando con un
silbido de serpiente. El enfermero dijo:
-Siempre hacen lo mismo. El pueblo -y al decir esto sus
bigotes se torcieron hacia un costado.
-¿Quiere decir que la niña morirá? -preguntó la madre
mirándome con negra furia, o al menos así lo percibí yo entonces…
-Morirá -dije en voz baja y con firmeza.
La abuela inmediatamente cogió el borde de su falda y
comenzó a secarse con él los ojos. La madre me suplicó con voz abatida:
-¡Dale algo, ayúdala! ¡Dale unas gotas!
Ya veía con claridad lo que me esperaba. Me mantuve firme.
-¿Qué gotas le voy a dar? Aconséjame tú. La niña se está
asfixiando, la garganta se ha cerrado. Durante cinco días seguidos has
descuidado a tu hija a quince verstas de donde yo estoy. Ahora, ¿qué quieres
que haga?
-Tú lo sabrás mejor, padrecito -comenzó a lloriquear la
abuela en mi hombro izquierdo, con voz afectada. ¡Cómo la odié en ese momento!
-¡Cállate! -le dije. Me dirigí al enfermero y le ordené que
cogiera a la niña. La madre entregó la niña a la comadrona. La niña comenzó a
agitarse y quería, por lo visto, gritar, pero la voz ya no salía de su
garganta. La madre quiso defenderla, pero la apartamos; entonces pude examinar,
a la luz de la lámpara de petróleo, la garganta de la niña. Nunca hasta
entonces me había enfrentado con la difteria, salvo en algunos casos leves que
había aliviado rápidamente. En la garganta había algo que bullía, algo blanco,
desgarrado. La niña de pronto espiró y me escupió en la cara, pero yo, ocupado
como estaba por mis pensamientos, no me preocupé por mis ojos.
-Mira -dije, sorprendiéndome por mi tranquilidad-, el asunto
es el siguiente. Ya es demasiado tarde. La niña se está muriendo. Solo hay una
cosa que podría ayudarla: una operación.
Yo mismo me horroricé. ¿Para qué lo habría dicho? Pero no
podía dejar de decirlo. “¿Y si aceptan?”, pasó fugazmente por mi cabeza.
-¿Cómo una operación? -preguntó la madre.
-Es necesario hacerle un corte en la parte inferior de la
garganta e introducir un tubito de plata, para dar a la niña la posibilidad de
respirar; así quizá podamos salvarla -le expliqué.
La madre me miró como a un loco y protegió a la niña con sus
brazos mientras la abuela se ponía a refunfuñar de nuevo:
-¡No! ¡No dejes que la operen! ¡No! ¡¿Cortarle la garganta?!
-¡Lárgate, abuela! -le dije con odio-. ¡Inyéctele alcanfor!
-ordené al enfermero.
La madre no quiso entregar a la niña cuando vio la
jeringuilla, pero le explicamos que la inyección no era nada terrible.
-¿Quizá eso la ayudará? -preguntó la madre.
-No, no la ayudará en absoluto.
Entonces la madre se echó a llorar.
-Basta -le dije. Saqué mi reloj y añadí-: Les doy cinco
minutos para pensarlo. Si no están de acuerdo dentro de cinco minutos, yo ya no
haré nada.
-¡No estoy de acuerdo! -dijo tajantemente la madre.
-¡No damos nuestro consentimiento! -añadió la abuela.
-Bueno, como quieran -añadí con voz sorda, y pensé: “¡Bien,
esto es todo! Mejor para mí. Yo lo he dicho, lo he propuesto; los ojos
asombrados de las comadronas son testigos. Ellas no han aceptado y yo estoy
salvado.” No acababa de pensarlo cuando una voz ajena salió de mi interior:
-¿Se han vuelto locas? ¿Cómo que no están de acuerdo?
Matarán a la niña. Acepten. ¿No les da lástima?
-¡No! -gritó nuevamente la madre.
En mi interior pensaba: “¿Qué estoy haciendo? Voy a degollar
a la niña.” Pero decía otra cosa.
-¡Pronto, pronto, acepten! ¡Acepten! Ya se le están poniendo
azules las uñas.
-¡No! ¡No!
-Está bien, acompáñenlas a la sala; que se queden allí.
Las llevaron por el corredor casi a oscuras. Yo oía el
llanto de las mujeres y el silbido de la niña. El enfermero regresó enseguida y
dijo:
-¡Aceptan!
En mi interior todo se petrificó, pero dije con claridad:
-¡Esterilicen de inmediato el bisturí, las tijeras, las
grapas, la sonda!
Un minuto más tarde, atravesaba a toda velocidad el patio
donde la tormenta de nieve, como un demonio, volaba y chocaba contra las casas.
Entré corriendo en mi gabinete y, contando los minutos, cogí un libro, lo hojeé
y encontré una ilustración que representaba una traqueotomía. En ella todo era
sencillo y claro: la garganta estaba abierta y el bisturí clavado en la
tráquea. Me puse a leer el texto, pero no comprendía nada, las palabras
parecían brincar ante mis ojos. Jamás había visto cómo se hace una
traqueotomía. “¡Eh!, ahora ya es tarde”, pensé, y miré con melancolía la luz
azulada y la ilustración del libro; sentí que había caído sobre mí un asunto
terrible y difícil y regresé al hospital sin percatarme de la tormenta.
En la recepción, una sombra con falda redonda se pegó a mí y
una voz comenzó a lloriquear:
-Padrecito, ¿qué es eso de que vas a cortarle la garganta a
la niña? ¿Acaso se puede pensar siquiera en algo así? Ella es una tonta, por
eso ha aceptado. Pero yo no te doy mi consentimiento, no. Estoy de acuerdo en
que le recetes unas gotas, pero no permitiré que le cortes la garganta.
-¡Saquen de aquí a esta mujer! -grité, y en mi acaloramiento
añadí-: ¡La tonta eres tú! ¡Tú! ¡Ella no, ella es inteligente! ¡Además, a ti
nadie te ha preguntado nada! ¡Sáquenla de aquí!
La comadrona abrazó firmemente a la abuela y la empujó fuera
de la sala.
-¡Listo! -dijo de pronto el enfermero.
Entramos en la pequeña sala de operaciones y yo, como a
través de una cortina, observé los brillantes instrumentos, la cegadora luz de
la lámpara, el hule… Salí por última vez a donde estaba la madre, de cuyos
brazos apenas lograron arrancar a la niña. Oí una voz ronca que decía: “Mi
marido no está. Está en la ciudad. ¡Cuando regrese y se entere de lo que he
hecho, me matará!”
-La matará -repitió la abuela, mirándome horrorizada.
-¡No las dejen entrar en la sala de operaciones! -ordené.
Nos quedamos solos en el quirófano. El personal, Lidka (la
niña) y yo. La niña estaba desnuda. La habían sentado sobre la mesa. Lloraba en
silencio.
Luego la acostaron, la sujetaron, le limpiaron la garganta y
la untaron con yodo. Yo tomé con decisión el bisturí, pero pensaba: “¿Qué estoy
haciendo?” Había un profundo silencio en la sala de operaciones. Tomé el
bisturí e hice una línea vertical por la regordeta garganta blanca. No salió ni
una gota de sangre. Por segunda vez pasé el bisturí por la franja blanca que
había aparecido en la piel, que se había separado. Ni una gota nuevamente.
Despacio, intentando recordar ciertos dibujos de los atlas, comencé con ayuda
de una sonda roma a separar los delgados tejidos. Entonces, de la parte
inferior del corte brotó una sangre oscura que inundó de inmediato la herida y
comenzó a correr por el cuello. El enfermero la secaba con tampones, pero la
sangre no dejaba de correr. Recordando todo lo que había visto en la
universidad, comencé a apretar con pinzas los bordes de la herida, pero no
obtuve ningún resultado. Sentí frío y mi frente se humedeció. Me arrepentí
profundamente de haber ingresado en la facultad de medicina, de haber aceptado
venir a este remoto lugar. Con furiosa desesperación metí una pinza al azar en
alguna parte próxima a la herida, la cerré y la sangre inmediatamente dejó de
correr. Absorbimos la sangre de la herida con bolas de gasa y solo entonces la
herida se me presentó limpia, pero completamente incomprensible. La tráquea no
estaba en ninguna parte. Mi herida no tenía nada que ver con ninguna de las
ilustraciones de los libros. Pasaron todavía dos o tres minutos durante los
cuales, de un modo mecánico y totalmente incoherente, estuve hurgando en la
herida, unas veces con el bisturí y otras con la sonda, en busca de la tráquea.
Al final del segundo minuto comencé a desesperarme. “Es el fin -pensé-, ¿para
qué habré hecho esto? Podía no haber propuesto la operación y Lidka habría
muerto tranquilamente en su habitación, mientras que ahora morirá con la
garganta desgarrada y nunca, jamás, podré demostrar que de todas formas habría
muerto, que yo no podía perjudicarla…” La comadrona secó en silencio mi frente.
“Dejar el bisturí y decir: no sé qué hacer ahora”, pensé, e inmediatamente me
imaginé los ojos de la madre. De nuevo levanté el bisturí y, sin sentido
alguno, corté profunda y bruscamente a Lidka. Los tejidos se separaron e
inesperadamente apareció ante mis ojos la tráquea.
-¡Los ganchos! -dije con voz ronca.
El enfermero me los dio. Introduje un gancho en un lado de
la herida y el segundo en el otro y le di uno de ellos al enfermero. En ese
momento solo veía una cosa: los anillos grisáceos de la tráquea. Hundí el
afilado bisturí en la tráquea y me quedé inmóvil. La tráquea comenzó a salirse
de la herida: el enfermero, pensé, se ha vuelto loco, ha comenzado a extraer la
tráquea. Las dos comadronas gritaron detrás de mí. Levanté los ojos y comprendí
lo que ocurría: el enfermero se estaba desmayando por el calor y, sin soltar el
gancho, rompía la tráquea. “Todo está en mi contra, es el destino -pensé-,
ahora sí que hemos degollado a Lidka. -Y me dije-: En cuanto llegue a casa me
pegaré un tiro…” En ese instante, la comadrona principal, que por lo visto
tenía mucha experiencia, se lanzó de un modo rapaz hacia el enfermero y cogió
el gancho que este sostenía; luego me dijo con los dientes apretados:
-Continúe, doctor…
El enfermero cayó ruidosamente, dándose un golpe, pero
nosotros no lo miramos siquiera. Introduje el bisturí en la tráquea y luego
metí en ella un tubito de plata. El tubo entró con facilidad, pero Lidka
permaneció inmóvil. El aire no había entrado en su garganta, como debiera haber
ocurrido. Respiré profundamente y me detuve: no tenía nada más que hacer. Solo
quería pedirle perdón a alguien, arrepentirme de mi ligereza, de haber
ingresado en la facultad de medicina. Reinaba el silencio. Yo veía cómo Lidka
se ponía cada vez más azulada. Quería abandonarlo todo y echarme a llorar. De
pronto Lidka se estremeció de un modo extraño, arrojó como una fuente los
sucios coágulos a través del tubo y el aire, con un silbido, entró en su
garganta. La niña respiró y comenzó a llorar fuertemente. En ese instante el
enfermero se levantó, pálido y sudoroso, miró alelado y horrorizado la garganta
abierta y se puso a ayudarme a coserla.
A pesar del cansancio y del velo del sudor que me cubría los
ojos, vi los rostros felices de las comadronas. Una de ellas me dijo:
-Ha realizado brillantemente la operación, doctor.
Pensé que se estaba burlando de mí y la miré con aire
sombrío de reojo. Luego se abrieron las puertas y penetró el aire fresco.
Sacaron a Lidka envuelta en una sábana. De inmediato, en la puerta, se presentó
la madre. Sus ojos parecían los de una fiera salvaje. Me preguntó:
-¿Y bien?
Cuando oí el tono de su voz el sudor me recorrió la espalda,
y solo entonces me di cuenta de lo que habría ocurrido si Lidka hubiera muerto
en la mesa de operaciones. Pero le contesté con una voz muy serena:
-Tranquila. Vive y seguirá viva. Eso espero. Solo que
mientras no le saquemos el tubito no podrá pronunciar ni una palabra, así que
no se asusten.
Entonces la abuela salió de debajo de la tierra y se
santiguó en dirección al pomo de la puerta, hacia mí, hacia el techo. Pero yo
ya no me enfadaba con ella. Me volví y ordené que le inyectaran alcanfor a
Lidka y que por turnos hicieran guardia junto a ella. Luego me fui a mi
apartamento. Recuerdo que la luz azulada ardía en mi gabinete. Allí estaba el
Doderlein, había libros esparcidos. Me acerqué al diván, me acosté vestido e
inmediatamente dejé de ver cualquier cosa. Me quedé dormido y ni siquiera soñé.
Pasó un mes, otro. Yo había visto ya muchas cosas y algunas
más terribles que la garganta de Lidka. Incluso la había olvidado. Estábamos
rodeados de nieve y la consulta crecía de día en día. En una ocasión, ya al año
siguiente, entró en mi consultorio una mujer llevando de la mano a una niña
exageradamente abrigada. Los ojos de la mujer brillaban. La miré con atención y
la reconocí.
-¡Ah, Lidka! ¿Cómo está la niña?
-Bien.
Dejamos al descubierto la garganta de Lidka. La niña se
resistía, tenía miedo. Por fin logré levantarle el mentón y examinarla. En su
cuello rosado había una cicatriz vertical de color marrón y dos cicatrices
transversales delgadas, las de las costuras.
-Todo está en orden -dije-, pueden dejar de venir.
-Se lo agradezco doctor, muchas gracias -dijo la madre, y
ordenó a Lidka-: ¡Dale las gracias al señor!
Pero Lidka no tenía deseos de decirme nada.
No volví a verla nunca más. Comencé a olvidarla. Mi consulta
seguía creciendo. Y llegó el día en que recibí a ciento diez personas. Habíamos
comenzado a las nueve de la mañana y terminamos a las ocho de la noche. Yo,
tambaleándome, me quité la bata. La comadrona principal me dijo:
-Tal cantidad de pacientes debe agradecérsela a la
traqueotomía. ¿Sabe lo que dicen en las aldeas? Que a Lidka, en lugar de su
garganta, usted le puso una de acero y se la cosió. Viajan especialmente a la
aldea donde vive la niña para verla. Ya tiene usted fama, doctor, lo felicito.
-¿De modo que creen que vive con la garganta de acero?
-pregunté.
-Sí, eso creen. Usted, doctor, es excelente. ¡Es un encanto
ver la sangre fría con que opera!
-Sí… Yo, sabe usted, jamás me pongo nervioso -dije sin saber
por qué, pero era tanto mi cansancio que ni siquiera pude avergonzarme,
simplemente volví la vista hacia otro lado. Me despedí y me dirigí a mi
apartamento. Caía una nieve gruesa que lo cubría todo; el farol ardía y mi casa
estaba solitaria, tranquila y grave. Y yo, en el camino, solo deseaba una cosa:
dormir.
FIN
1925
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