¡Ah!, dijo el capitán, conde de Garens. ¡Claro que me
acuerdo de aquella cena de Reyes durante la guerra! Yo era entonces sargento de
húsares, y hacía quince días que rondaba de explorador ante una vanguardia
alemana. La víspera habíamos acuchillado a unos ulanos y perdido tres hombres,
uno de ellos el pobrecito Raudeville. Ya saben ustedes, Joseph de Raudeville.
Ahora bien, ese día mi capitán me ordenó que cogiera diez
jinetes y fuera a ocupar y custodiar durante toda la noche el pueblo de
Porterin, donde nos habíamos batido cinco veces en tres semanas. En aquel
avispero no quedaban en pie veinte casas ni doce habitantes.
Cogí, pues, diez jinetes y partí hacia las cuatro. A las
cinco, en plena noche, llegamos a las primeras tapias de Porterin. Hice alto y
ordené a Marchas, ya saben, Pierre de Marchas, que se ha casado luego con la
pequeña Martel-Auvelin, la hija del marqués de Martel-Auvelin, que entrara solo
en el pueblo y me trajera noticias.
Yo había escogido solo voluntarios, todos de buenas
familias. Da gusto, en el servicio, no tener que tratar con patanes. Este
Marchas era espabilado como nadie, fino como un zorro y ágil como una
serpiente. Sabía husmear prusianos igual que un perro husmea la liebre,
encontrar víveres allá donde sin él hubiéramos muerto de hambre, y conseguía
informaciones de todo el mundo, informaciones siempre seguras, con una
habilidad inimaginable. Regresó al cabo de diez minutos:
-Todo va bien -dijo- ningún prusiano ha pasado por aquí
desde hace tres días. ¡Qué pueblo más siniestro! He charlado con una monja que
cuida cuatro o cinco enfermos en un convento abandonado.
Ordené avanzar y penetramos en la calle principal. Se
distinguían vagamente, a derecha e izquierda, paredes sin tejados, apenas
visibles en la profunda noche. De trecho en trecho, una luz brillaba tras un
cristal: una familia se había quedado para guardar su casa, más o menos en pie,
una familia de valientes o de pobres. La lluvia empezaba a caer, una lluvia
menuda, helada, que nos congelaba antes de habernos mojado, con solo tocar los
capotes. Los caballos tropezaban con piedras, con vigas, con muebles. Marchas
nos guiaba, a pie, ante nosotros, arrastrando a su animal por la brida.
-¿A dónde nos llevas? -le pregunté.
Respondió:
-He encontrado un refugio, y bueno.
Y se detuvo pronto ante una casita burguesa que seguía
intacta, bien cerrada, dando a la calle y con un jardín atrás.
Por medio de un grueso guijarro recogido cerca de la verja,
Marchas hizo saltar la cerradura, después subió la escalinata, forzó la puerta
de entrada a patadas y empujones, encendió un cabo de vela que siempre llevaba
en el bolsillo, y nos precedió por una buena y cómoda morada de particular
rico, guiándonos con seguridad, con admirable seguridad, como si hubiera vivido
en aquella casa que veía por primera vez.
Dos hombres se habían quedado fuera guardando nuestros
caballos.
Marchas le dijo al gordo Ponderel, que le seguía:
-La cuadra debe estar a la izquierda; lo he visto al entrar;
vete a acomodar los animales, no los necesitamos.
Después, volviéndose hacia mí:
-¡Da órdenes, rediez!
Siempre me asombraba aquel buen mozo. Respondí riendo:
-Voy a poner centinelas en las inmediaciones del pueblo.
Volveré aquí.
Preguntó:
-¿Cuántos hombres te llevas?
-Cinco. Los otros los relevarán a las diez de la noche.
-Está bien. Me dejas cuatro para buscar provisiones, cocinar
y poner la mesa. Ya encontraré yo el escondite del vino.
Y me fui a reconocer las calles desiertas hasta la salida a
la llanura, para colocar a mis guardias.
Media hora más tarde estaba de regreso. Encontré a Marchas
tumbado en un gran sillón Voltaire, al que le había quitado la funda, por amor
al lujo, decía. Se calentaba los pies al fuego, fumando un excelente cigarro
cuyo aroma llenaba la estancia. Estaba solo, con los codos en los brazos del
asiento, la cabeza hundida entre los hombros, las mejillas rosadas, los ojos
brillantes y aspecto satisfecho.
En la pieza contigua oí un ruido de vajilla. Marchas me
dijo, sonriendo beatífico:
-La cosa marcha, he encontrado el burdeos en el gallinero,
el champán bajo los peldaños de la escalinata, el aguardiente -cincuenta
botellas del fino- en el huerto, debajo de un peral que, al examinarlo con la
linterna, no me pareció muy derecho. Y, de sólido, tenemos dos gallinas, una
oca, un pato, tres pichones y un mirlo cogido en una jaula; nada más que carne
de pluma, como ves. Todo se está guisando en este momento. Este pueblo es una
maravilla.
Yo me había sentado frente a él. La llama de la chimenea me
abrasaba la nariz y las mejillas:
-¿De dónde has sacado esa madera? -pregunté.
Murmuró:
-Magnífica madera, el coche del dueño, cortado. Es la
pintura la que hace esa llama, un ponche de bencina y de barniz. ¡Buena casa!
Yo me reía, pues encontraba muy gracioso a aquel animal.
Prosiguió:
-¡Y pensar que hoy es la noche de Reyes! Mandé meter una
sorpresa en la oca; pero no tenemos reina, ¡es un fastidio!
Repetí, como un eco:
-Es un fastidio; pero ¿qué quieres que le haga?
-Pues que la encuentres, ¡diantre!
-Que encuentre ¿qué?
-Mujeres.
-¿Mujeres?… ¡Estás loco!
-Pues yo encontré el aguardiente bajo un peral, y el champán
bajo los peldaños de la escalinata; y eso que nada podía guiarme. Mientras que,
en tu caso, unas faldas son un indicio seguro. Busca, joven.
Tenía un aire tan serio, tan convencido, que no sabía si
estaba bromeando.
Respondí:
-Veamos, Marchas, ¿estás de broma?
-Jamás bromeo durante el servicio.
-Pero ¿dónde diablos quieres que encuentre mujeres?
-Donde quieras. Deben quedar tres o cuatro en el pueblo. Da
con ellas y tráelas.
Me levanté. Hacía demasiado calor ante aquel fuego. Marchas
prosiguió:
-¿Quieres una idea?
-Sí.
-Vete a ver al cura.
-¿Al cura? ¿Para qué?
-Invítalo a cenar y ruégale que traiga una mujer.
-¿El cura? ¿Una mujer? ¡Ja, ja, ja!
Marchas prosiguió con extraordinaria gravedad:
-A mí no me hace gracia. Vete a ver al cura, cuéntale
nuestra situación. Debe de aburrirse espantosamente, vendrá. Pero dile que
necesitamos una mujer como mínimo, una mujer como Dios manda, claro, puesto que
todos somos hombres de mundo. Debe conocer a sus feligreses al dedillo. Si hay
alguna posible para nosotros, y si te das maña, te la indicará.
-¡Vamos, Marchas! ¡Qué cosas se te ocurren!
-Querido Garens, puedes hacerlo muy bien. E incluso sería
muy divertido. Somos educados, ¡pardiez!, y nos mostraremos de una distinción
perfecta, de una elegancia suma. Dile nuestros nombres al padre, hazlo reír,
enternécelo, sedúcelo ¡y decídelo!
-No, es imposible.
Acercó su sillón y, como conocía mi punto flaco, el pícaro
prosiguió:
-Imagínate lo estupendo que será hacerlo ¡y qué divertido
contarlo! Se hablará de eso en todo el ejército. Y te dará una reputación
envidiable.
Yo vacilaba, tentado por la aventura. Insistió:
-Vamos, Garens. Eres el jefe del destacamento, solo tú
puedes ir a ver al jefe de la Iglesia en este pueblo. Por favor, ve. Contaré la
cosa en versos en la Revue des Deux Mondes, después de la guerra, te lo
prometo. Se lo debes a tus hombres. Los obligas a marchar desde hace un mes.
Me levanté preguntando:
-¿Dónde está la rectoral?
-Coge la segunda calle a la derecha. Al final encontrarás
una avenida; y, al final de la avenida, la iglesia. La rectoral está al lado.
Salí; me gritó:
-¡Cuéntale el menú para que le entre hambre!
Descubrí sin dificultad la casita del eclesiástico, al lado
de una fea y gran iglesia de ladrillo. Di unos puñetazos en la puerta, que no
tenía ni timbre ni aldaba, y una voz potente preguntó desde dentro:
-¿Quién es?
Respondí:
-Un sargento de húsares.
Oí un ruido de cerrojos y de una llave que giraba, y me
encontré ante un sacerdote alto de vientre prominente, con un pecho de
luchador, formidables manos que salían de las mangas remangadas, tez roja y
aspecto de buena persona.
Hice el saludo militar.
-Buenas noches, señor cura.
Había temido una sorpresa, una asechanza de merodeadores, y
sonrió al responder:
-Buenas noches, amigo mío; pase.
Lo seguí a una pequeña habitación de suelo rojo, donde ardía
un fuego pobre, muy diferente de la hoguera de Marchas.
Me indicó una silla, y después me dijo:
-¿En qué puedo servirle?
-Señor cura, permítame ante todo presentarme.
Y le tendí mi tarjeta. La leyó a media voz:
-El conde de Garens.
Proseguí.
-Somos once aquí, señor cura, cinco de guardia y seis
instalados en casa de un vecino desconocido. Esos seis se llaman Garens, aquí
presente, Pierre de Marchas, Ludovic de Ponderel, el barón de Etreillis, Karl
Massouligny, hijo del pintor, y Joseph Herbon, un joven músico. Vengo, en su
nombre y el mío, a rogarle que nos haga el honor de cenar con nosotros. Es una
cena de Reyes, señor cura, y quisiéramos que resultara un poco alegre.
El sacerdote sonrió. Murmuró:
-No me parece que sea el momento de divertirse.
Respondí:
-Nos batimos todos los días, padre. Catorce de nuestros
camaradas han muerto desde hace un mes, y tres han caído ayer mismo. Es la
guerra. Nos jugamos la vida a cada instante, ¿no tenemos derecho a jugárnosla
alegremente? Somos franceses, nos gusta reír, sabemos reír en cualquier parte.
¡Nuestros padres se reían en el cadalso! Esta noche, quisiéramos
desentumecernos un poco, como personas bien educadas y no como soldadotes, ya
me entiende. ¿Es un error?
Respondió vivamente:
-Tiene usted razón, amigo mío, y acepto su invitación con
gran placer.
Gritó:
-¡Hermance!
Una vieja campesina, encorvada, arrugada, horrible, apareció
y preguntó:
-¿Qué pasa?
-No ceno aquí, hija mía.
-¿Dónde cena, entonces?
-Con los señores húsares.
Me dieron ganas de decir «Tráigase a su criada», para ver la
cara de Marchas, pero no me atreví.
Proseguí:
-Entre sus feligreses que se han quedado en el pueblo, ¿se
le ocurre alguno o alguna a quien pudiera invitar también?
Vaciló, reflexionó y declaró:
-¡No, nadie!
Insistí:
-¿Nadie?… Vamos, señor cura, piense un poco. Sería muy grato
contar con señoras. Quiero decir con matrimonios. ¡Yo qué sé! El panadero y su
mujer, el tendero de ultramarinos, el… el… el relojero… el… el zapatero, el
farmacéutico con la farmacéutica… Tenemos una buena comida, vino, estaríamos
encantados de dejar un buen recuerdo entre la gente de aquí.
El cura meditó un buen rato, después pronunció con
resolución:
-No, nadie.
Me eché a reír:
-¡Caramba!, señor cura, es fastidioso no tener una reina, ya
que tenemos una sorpresa. Vamos, piénselo. ¿No hay un alcalde casado, un
teniente de alcalde casado, un concejal casado, un maestro casado?…
-No, todas las señoras se han marchado.
-¿Cómo? ¿No hay en todo el pueblo una valiente burguesa con
su correspondiente marido, a quienes podríamos darles ese gusto, pues será un
gusto para ellos, y grande, en las presentes circunstancias?
De repente el cura se echó a reír, con una risa violenta que
lo agitaba por entero, y gritaba:
-¡Ja, ja, ja! Ya di con lo que necesitan. ¡Jesús, María y
José! ¡Ya di con ello! ¡Ja, ja, ja!, vamos a divertirnos, hijos míos, vamos a
divertirnos. Y ellas estarán encantadas, sí, encantadísimas. ¡Ja, ja!… ¿Dónde
se albergan ustedes?
Le describí la casa para explicárselo. Comprendió:
-Muy bien. Es la finca del señor Bertin-Lavaille. Estaré
allí dentro de media hora con cuatro señoras… ¡Ja, ja, ja! ¡¡Cuatro señoras!!…
Salió conmigo, sin dejar de reír, y me dejó, repitiendo:
-Ya está; dentro de media hora, en casa de Bertin-Lavaille.
Regresé en seguida, muy extrañado, muy intrigado.
-¿Cuántos cubiertos? -preguntó Marchas al verme.
-Once. Somos seis húsares, más el señor cura y cuatro
señoras.
Se quedó estupefacto. Yo exultaba.
-¿Cuatro señoras? ¿Has dicho cuatro señoras?
-Eso dije: cuatro señoras.
-¿Mujeres de verdad?
-Mujeres de verdad.
-¡Caray! ¡Enhorabuena!
-La acepto. Me la merezco.
Abandonó su sillón, abrió la puerta y vi un hermoso mantel
blanco puesto sobre una larga mesa en torno a la cual tres húsares con
delantales azules disponían platos y copas.
-¡Habrá mujeres! -gritó Marchas.
Y los tres hombres se pusieron a bailar, aplaudiendo con
todas sus fuerzas.
Todo estaba preparado. Esperábamos. Esperamos casi una hora.
Un delicioso olor de aves asadas flotaba en toda la casa.
Un golpe dado en el postigo nos levantó a todos al mismo
tiempo. El gordo Ponderel corrió a abrir y, al cabo de apenas un minuto, una
monja bajita apareció en el marco de la puerta. Era flaca, arrugada, tímida, y
saludó sucesivamente a los cuatro pasmados húsares que la miraban entrar.
Detrás de ella, un ruido de bastones martilleaba el pavimento del vestíbulo, y
en cuanto ella hubo entrado en el salón vi, una detrás de otra, tres viejas
cabezas con gorros blancos, que avanzaban balanceándose con diferentes
movimientos, una tambaleándose hacia la derecha cuando otra se tambaleaba hacia
la izquierda. Y se presentaron tres buenas mujeres, cojeando, arrastrando una
pierna, lisiadas por las enfermedades y deformadas por la vejez, tres inválidas
inservibles, las tres únicas pensionistas capaces de andar aún del centro
hospitalario que dirigía la hermana san Benito.
Esta se había vuelto hacia sus impedidas, llena de solicitud
con ellas; después, viendo mis galones de sargento, me dijo:
-Le agradezco mucho, señor oficial, que haya pensado en
estas pobres mujeres. Tienen pocos placeres en la vida, y para ellas es al mismo
tiempo una gran felicidad y un gran honor lo que ustedes hacen.
Distinguí al cura, que se había quedado en la penumbra del
pasillo y se reía con toda su alma. A mi vez me eché a reír, mirando sobre todo
la cara de Marchas. Después, indicando a la religiosa las sillas:
-Siéntese, hermana; estamos muy orgullosos y muy felices de
que hayan aceptado ustedes nuestra modesta invitación.
Ella cogió tres sillas de junto a la pared, las alineó ante
el fuego, condujo a ellas a sus tres buenas mujeres, las sentó, les quitó los
bastones y las toquillas, que fue a dejar en un rincón; después, señalando a la
primera, una flaca de vientre enorme, seguramente hidrópica:
-Esta es la señora Paumelle, cuyo marido se mató al caer de
un tejado y cuyo hijo murió en África. Tiene sesenta y dos años.
Después señaló a la segunda, una muy alta cuya cabeza
temblaba sin cesar:
-Esa es la señora Jean-Jean, de sesenta y siete años. Casi
no ve, porque en un incendio se abrasó la cara y la pierna izquierda se le
quemó hasta la mitad.
Nos mostró, por fin, a la tercera, una especie de enana con
ojos saltones que giraban hacia todos los lados, redondos y estúpidos.
-Es la Putois, una simple. Tiene solo cuarenta y cuatro
años.
Yo había saludado a las tres mujeres como si me hubieran
presentado a altezas reales y, volviéndome hacia el cura:
-Es usted, señor cura, un hombre admirable, a quien todos
debemos gratitud.
Todos reían, en efecto, salvo Marchas, que parecía furioso.
-¡La hermana san Benito está servida! -gritó de pronto Karl
Massouligny.
La hice pasar delante con el cura, después levanté a la
Paumelle, a la que cogí del brazo y arrastré hasta la estancia contigua, no sin
trabajo, pues su vientre inflado parecía más pesado que el hierro.
El gordo Ponderel se llevó a la Jean-Jean, que gemía para
que le dieran su muleta; y el joven Joseph Herbon condujo a la idiota, a la
Putois, hacia el comedor, lleno de aromas de viandas.
En cuanto estuvimos ante nuestros platos, la hermana dio
tres palmadas y las mujeres hicieron, con la precisión de soldados que
presentan armas, una gran señal de la cruz, rápidamente. Después el sacerdote pronunció,
lentamente, las palabras latinas del Benedicite.
Nos sentamos, y aparecieron las dos gallinas, traídas por
Marchas, que quería servir para no tener que asistir como comensal a aquella
ridícula comida.
Pero yo grité:
-¡El champán, pronto!
Saltó un tapón con un ruido de pistola que se descarga y,
pese a la resistencia del cura y de la hermana, los tres húsares sentados al
lado de las tres inválidas les metieron a la fuerza en la boca tres copas
llenas.
Massouligny, que tenía la virtud de estar como en su casa en
cualquier parte y a sus anchas con todo el mundo, le hacía la corte a la
Paumelle de la forma más graciosa. La hidrópica, que seguía siendo de humor
alegre, a pesar de sus desdichas, le respondía bromeando con una voz de falsete
que parecía fingida, y se reía tanto con las gracias de su vecino que su grueso
vientre parecía a punto de encaramarse a la mesa y rodar sobre ella. El joven
Herbon había emprendido seriamente la tarea de emborrachar a la idiota y el
barón de Etreillis, que no era muy despierto, interrogaba a la Jean-Jean sobre
la vida, costumbres y reglamentos del asilo.
La religiosa, espantada, le gritaba a Massouligny:
-¡Oh! ¡Oh! La va usted a poner enferma; no la haga reír así,
por favor, caballero. ¡Oh!, caballero…
Después se levantaba y se arrojaba sobre Herbon para
arrancarle de las manos una copa llena que él vaciaba prestamente entre los
labios de la Putois.
Y el cura se desternillaba de risa y repetía a la hermana:
-Déjelas por una vez, no les hace daño. Déjelas.
Después de las dos gallinas, habíamos comido el pato,
acompañado de los tres pichones y del mirlo; y apareció la oca, humeante,
dorada, difundiendo un cálido olor de carne dorada y grasa.
La Paumelle, que se animaba, aplaudió; la Jean-Jean dejó de
responder a las numerosas preguntas del barón, y la Putois lanzó gruñidos de
gozo, mitad gritos, y mitad suspiros, como hacen los niños cuando les enseñan
caramelos.
-¿Me permiten -dijo el cura- encargarme de ese animal? Soy
un experto en ese tipo de operaciones.
-Desde luego, señor cura.
Y la hermana dijo:
-¿Por qué no abrimos un poco la ventana? Tienen demasiado
calor. Estoy segura de que se pondrán enfermas.
Me volví hacia Marchas:
-Abre la ventana un minuto.
Abrió, y el aire frío de fuera entró, hizo vacilar las
llamas de las velas y revolotear el humo de la oca, cuyas alas el sacerdote,
con una servilleta al cuello, levantaba con mucha ciencia.
Lo mirábamos trinchar, sin hablar ya, interesados por el
tentador trabajo de sus manos, asaltados por un renovado apetito a la vista de
aquel grueso animal dorado, cuyos miembros caían uno tras otro en la salsa
oscura, en el fondo de la bandeja.
Y de repente, en medio de aquel silencio glotón que nos
mantenía atentos, entró, por la ventana abierta, el ruido remoto de un disparo.
Me puse en pie tan rápidamente que la silla rodó a mis
espaldas; y grité:
-¡Todos a caballo! Tú, Marchas, ve a buscar dos hombres y
tráeme noticias. Te espero aquí dentro de cinco minutos.
Y mientras los tres jinetes se alejaban al galope en la
noche, monté a caballo con mis otros dos húsares, ante la escalinata de la
casa, mientras el cura, la hermana y las tres buenas mujeres asomaban por las
ventanas sus cabezas asustadas.
No se oía nada, solo un ladrido de perro en la campiña. La
lluvia había cesado; hacía frío, mucho frío. Y pronto distinguí de nuevo el
galope de un caballo, de un solo caballo que regresaba.
Era Marchas. Le grité:
-¿Qué ocurre?
Respondió:
-Nada, François ha herido a un viejo campesino, que se
negaba a responder al “¿Quién vive?” y seguía avanzando, a pesar de la orden de
alejarse. Ahora lo traen. Ya veremos de qué se trata.
Ordené que devolviesen los caballos a la cuadra y envié a
mis dos soldados al encuentro de los otros; después entré en la casa.
Entonces el cura, Marchas y yo bajamos un colchón a la sala
para poner al herido; la hermana, rasgando una servilleta, preparó hilas,
mientras las tres mujeres, asustadas, permanecían sentadas en un rincón.
Pronto distinguí un ruido de sables arrastrados por el
camino; cogí una vela para alumbrar a los hombres que regresaban; y
aparecieron, llevando esa cosa inerte, blanca, larga y siniestra en lo que se
convierte un cuerpo humano cuando la vida ya no lo sostiene.
Depositaron al herido en el colchón preparado para él, y vi
a la primera ojeada que estaba moribundo. Respiraba con estertores y escupía
sangre que corría de las comisuras de los labios, expulsada de la boca por cada
uno de los hipos. ¡El hombre estaba cubierto de sangre! Sus mejillas, su barba,
sus cabellos, su cuello, sus ropas, parecían haber sido frotados, bañados en
una cuba roja. Y la sangre se había pegado a él, se había vuelto apagada,
mezclada con barro, con un aspecto espantoso.
El viejo, envuelto en una gran capa de pastor, entreabría a
veces los ojos tristes, apagados, sin ideas, que parecían estupefactos, como
los de esos animales a los que el cazador mata y que lo miran, caídos a sus
pies, casi muertos, ya embrutecidos por la sorpresa y el espanto. El cura
exclamó:
-¡Ah! Es el Plácido, el viejo pastor de los Molinos. Es
sordo. El pobre no habrá oído nada. ¡Ay, Dios mío! ¡Han matado ustedes a ese
infeliz!
La hermana había apartado la blusa y la camisa, y miraba en
el centro del pecho un agujerito violeta que ya no sangraba.
-No hay nada que hacer -dijo.
El pastor, jadeando espantosamente, seguía escupiendo sangre
con cada uno de sus últimos alientos, y en su garganta se oía, hasta el fondo
de los pulmones, un gorgoteo siniestro y continuo.
El cura, en pie sobre él, alzó la mano derecha, trazó la
señal de la cruz y pronunció, con voz lenta y solemne, las palabras latinas que
lavan las almas.
Cuando las hubo terminado, el viejo fue agitado por una
breve sacudida, como si algo acabara de romperse en su interior. Ya no
respiraba. Estaba muerto.
Al volverme, vi un espectáculo más espantoso que la agonía
de aquel miserable: las tres viejas, de pie, apretadas una contra otra,
horrorosas, haciendo muecas de angustia y de terror.
Me acerqué a ellas y empezaron a lanzar gritos agudos,
tratando de escapar como si fuera a matarlas también a ellas.
La Jean-Jean, a la que su pierna quemada ya no sostenía,
cayó al suelo cuan larga era.
La hermana san Benito, abandonando al muerto, corrió hacia
sus invalidas y, sin decirme una palabra, sin mirarme, las cubrió con sus
toquillas, les dio sus muletas, las empujó hacia la puerta, las hizo salir y
desapareció con ellas en la noche profunda, tan negra.
Comprendí que ni siquiera podía mandar que las acompañase un
húsar, pues el mero ruido del sable las habría asustado.
El cura seguía mirando al muerto. Por fin, volviéndose hacía
mí:
-¡Ah! ¡Qué escándalo! -dijo.
FIN
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