Enrique Anderson Imbert
Al pie de la Biblia abierta -donde estaba señalado en rojo
el versículo que lo explicaría todo- alineó las cartas: a su mujer, al juez, a
los amigos. Después bebió el veneno y se acostó.
Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el
veneno.
¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y bebió otro vaso. Se
acostó de nuevo. Otra hora. No moría. Entonces disparó su revolver contra la
sien. ¿Qué broma era ésa? Alguien -¿pero quién, cuándo?- alguien le había
cambiado el veneno por agua, las balas por cartuchos de fogueo. Disparó contra
la sien las otras cuatro balas. Inútil. Cerró la Biblia, recogió las cartas y
salió del cuarto en momentos en que el dueño del hotel, mucamos y curiosos
acudían alarmados por el estruendo de los cinco estampidos.
Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y
con sus cinco hijos en el suelo, cada uno con un balazo en la sien.
Tomó el cuchillo de la cocina, se desnudó el vientre y se
fue dando cuchilladas. La hoja se hundía en las carnes blandas y luego salía
limpia como del agua. Las carnes recobraban su lisitud como el agua después que
le pescan el pez.
Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban
chirriando.
Corrió hacia el balcón y antes de tirarse pudo ver en la
calle el tendal de hombres y mujeres desangrándose por los vientres
acuchillados, entre las llamas de la ciudad incendiada.
FIN
17 Mar 2006
Biblioteca Digital Ciudad Seva
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