El coronel Toledano, por mal nombre Polifemo, era un hombre
feroz, que gastaba levita larga, pantalón de cuadros y sombrero de copa de alas
anchurosas, reviradas; de estatura gigantesca, paso rígido, imponente; enormes
bigotes blancos, voz de trueno y corazón de bronce. Pero aun más que esto,
infundía pavor y grima la mirada torva, sedienta de sangre, de su ojo único. El
coronel era tuerto. En la guerra de África había dado muerte a muchísimos
moros, y se había gozado en arrancarles las entrañas aún palpitantes. Esto
creíamos al menos ciegamente todos los chicos que al salir de la escuela íbamos
a jugar al parque de San Francisco, en la muy noble y heroica ciudad de Oviedo.
Por allí paseaba también metódicamente los días claros, de
doce a dos de la tarde, el implacable guerrero. Desde muy lejos columbrábamos
entre los árboles su arrogante figura que infundía espanto en nuestros
infantiles corazones; y cuando no, escuchábamos su voz fragorosa, resonando entre
el follaje como un torrente que se despeña.
El coronel era sordo también, y no podía hablar sino a
gritos.
-Voy a comunicarle a usted un secreto -decía a cualquiera
que le acompañase en el paseo-. Mi sobrina Jacinta no quiere casarse con el
chico de Navarrete.
Y de este secreto se enteraban cuantos se hallasen a
doscientos pasos en redondo.
Paseaba generalmente solo; pero cuando algún amigo se
acercaba, hallábalo propicio. Quizás aceptase de buen grado la compañía por
tener ocasión de abrir el odre donde guardaba aprisionada su voz potente. Lo
cierto es que cuando tenía interlocutor, el parque de San Francisco se
estremecía. No era ya un paseo público; entraba en los dominios exclusivos del
coronel. El gorjeo de los pájaros, el susurro del viento y el dulce murmurar de
las fuentes, todo callaba. No se oía más que el grito imperativo, autoritario,
severo, del guerrero de África. De tal modo, que el clérigo que lo acompañaba a
tal hora, sólo algunos clérigos acostumbraban a pasear por el parque, parecía
estar allí únicamente para abrir, ahora uno, después otro, todos los registros
que la voz del coronel poseía. ¡Cuántas veces, oyendo aquellos gritos
terribles, fragorosos; viendo su ademán airado y su ojo encendido, pensamos que
iba a arrojarse sobre el desgraciado sacerdote que había tenido la imprevisión
de acercarse a él!
Este hombre pavoroso tenía un sobrino de ocho o diez años,
como nosotros. ¡Desdichado! No podíamos verle en el paseo sin sentir hacia él
compasión infinita. Andando el tiempo he visto a un domador de fieras
introducir un cordero en la jaula del león. Tal impresión me produjo, como la
de Gasparito Toledano paseando con su tío. No entendíamos cómo aquel infeliz
muchacho podía conservar el apetito y desempeñar regularmente sus funciones
vitales, cómo no enfermaba del corazón o moría consumido por una fiebre lenta.
Si transcurrían algunos días sin que apareciese por el parque, la misma duda
agitaba nuestros corazones. “¿Se lo habrá merendado ya?” Y cuando al cabo lo
hallábamos sano y salvo en cualquier sitio, experimentábamos a la par sorpresa
y consuelo. Pero estábamos seguros de que un día u otro concluiría por ser
víctima de algún capricho sanguinario de Polifemo.
Lo raro del caso era que Gasparito no ofrecía en su rostro
vivaracho aquellos signos de terror y abatimiento, que debían ser los únicos en
él impresos. Al contrario, brillaba constantemente en sus ojos una alegría
cordial que nos dejaba estupefactos. Cuando iba con su tío, marchaba con la
mayor soltura, sonriente, feliz, brincando unas veces, otras compasadamente,
llegando su audacia o su inocencia hasta hacernos muecas a espaldas de él. Nos
causaba el mismo efecto angustioso que si le viésemos bailar sobre la flecha de
la torre de la catedral. “¡Gaspaar!” El aire vibraba y transmitía aquel bramido
a los confines del paseo. A nadie de los que allí estábamos nos quedaba el color
entero. Sólo Gasparito atendía como si le llamase una sirena. “¿Qué quiere
usted, tío?” Y venía hacia él ejecutando algún paso de baile.
Además de este sobrino, el monstruo era poseedor de un perro
que debía de vivir en la misma infelicidad, aunque tampoco lo parecía. Era un
hermoso danés, de color azulado, grande, suelto, vigoroso, que respondía por el
nombre de “Muley”, en recuerdo sin duda de algún moro infeliz sacrificado por
su amo. El “Muley”, como Gasparito, vivía en poder de Polifemo lo mismo que en
el regazo de una odalisca. Gracioso, juguetón, campechano, incapaz de falsía,
era, sin ofender a nadie, el perro menos espantadizo y más tratable de cuantos
he conocido en mi vida.
Con estas partes no es milagro que todos los chicos
estuviésemos prendados de él. Siempre que era posible hacerlo, sin peligro de
que el coronel lo advirtiese, nos disputábamos el honor de regalarle con pan,
bizcocho, queso y otras golosinas que nuestras mamás nos daban para merendar.
El “Muley” lo aceptaba todo con fingido regocijo, y nos daba muestras
inequívocas de simpatía y reconocimiento. Mas a fin de que se vea hasta qué
punto eran nobles y desinteresados los sentimientos de este memorable can, y
para que sirva de ejemplo perdurable a perros y hombres, diré que no mostraba
más afecto a quien más le regalaba. Solía jugar con nosotros algunas veces (en
provincias, y en aquel tiempo, entre los niños no existían clases sociales) un
pobrecito hospiciano llamado Andrés, que nada podía darle, porque nada tenía.
Pues bien, las preferencias de “.Muley” estaban por él. Los rabotazos más
vivos, las carocas más subidas y vehementes a él se consagraban, en menoscabo
de los demás. ¡Qué ejemplo para cualquier diputado de la mayoría!
¿Adivinaba el “Muley” que aquel niño desvalido, siempre
silencioso y triste, necesitaba más de su cariño que nosotros? Lo ignoro; pero
así parecería serlo.
Por su parte, Andresito había llegado a concebir una
verdadera pasión por este animal. Cuando nos hallábamos jugando en lo más alto
del parque al marro o a las chapas, y se presentaba por allí de improviso el
“Muley”, ya se sabía, llamaba aparte a Andresito, y se entretenía con él largo
rato, como si tuviera que comunicarle algún secreto. La silueta colosal de
Polifemo se columbraba allá entre los árboles.
Pero estas entrevistas rápidas y llenas de zozobra fueron
sabiéndole a poco al hospiciano. Como un verdadero enamorado, ansiaba disfrutar
de la presencia de su ídolo largo rato y a solas.
Por eso una tarde, con osadía increíble, se llevó en presencia
nuestra el perro hasta el Hospicio, como en Oviedo se denomina la Inclusa, y no
volvió hasta el cabo de una hora. Venía radiante de dicha. El “Muley” parecía
también satisfechísimo. Por fortuna, el coronel aún no se había ido del paseo
ni advirtió la deserción de su perro.
Repitiéronse una tarde y otra tales escapatorias. La amistad
de Andresito y “Muley” se iba consolidando. Andresito no hubiera vacilado en
dar su vida por el “Muley”. Si la ocasión se presentase, seguro estoy de que
éste no sería menos.
Pero aún no estaba contento el hospiciano. En su mente
germinó la idea de llevarse el “Muley” a dormir con él a la Inclusa. Como
ayudante que era del cocinero, dormía en uno de los corredores, al lado del
cuarto de éste, en un jergón fementido de hoja de maíz. Una tarde condujo el
perro al Hospicio y no volvió. ¡Qué noche deliciosa para el desgraciado! No
había sentido en su vida otras caricias que las del “Muley”. Los maestros
primero, el cocinero después, le habían hablado siempre con el látigo en la mano.
Durmieron abrazados como dos novios. Allá al amanecer, el niño sintió el
escozor de un palo que el cocinero le había dado en la espalda la tarde
anterior. Se despojó de la camisa:
-Mira, “Muley” -dijo en voz baja mostrándole el cardenal.
El perro, más compasivo que el hombre, lamió su carne
amoratada.
Luego que abrieron las puertas lo soltó. El “Muley” corrió a
casa de su dueño; pero a la tarde ya estaba en el parque dispuesto a seguir a
Andresito. Volvieron a dormir juntos aquella noche, y la siguiente, y la otra
también. Pero la dicha es breve en este mundo. Andresito era feliz al borde de
una sima.
Una tarde, hallándonos todos en apretado grupo jugando a los
botones, oímos detrás algo como dos formidables estampidos:
-¡Alto! ¡Alto!
Todas las cabezas se volvieron como movidas por un resorte.
Frente a nosotros se alzaba la talla ciclópea del coronel Toledano.
-¿Quién de vosotros es el pilluelo que secuestra mi perro
todas las noches, vamos a ver?
Silencio sepulcral en la asamblea. El terror nos tiene
clavados, rígidos, como si fuéramos de palo.
Otra vez sonó la trompeta del juicio final.
-¿Quién es el secuestrador? ¿Quién es el bandido? ¿Quién es el miserable ladrón…?
El ojo ardiente de Polifemo nos devoraba a uno en pos de
otro. El “Muley”, que le acompañaba, nos miraba también con los suyos, leales,
inocentes, y movía el rabo vertiginosamente en señal de gran inquietud.
Entonces Andresito, más pálido que la cera, adelantó un
paso, y dijo:
-No culpe a nadie, señor. Yo he sido.
-¿Cómo?
-Que he sido yo -repitió el chico en voz más alta.
-¡Hola! ¡Has sido tú! -dijo el coronel sonriendo
ferozmente-. ¿Y tú no sabes a quién pertenece este perro?
Andresito permaneció mudo.
-¿No sabes de quién es? -volvió a preguntar a grandes
gritos. -Sí, señor.
-¿Cómo… ? Habla más alto.
Y se ponía la mano en la oreja para reforzar su pabellón.
-Que sí, señor.
-¿De quién es, vamos a ver?
-Del señor Polifemo.
Cerré los ojos. Creo que mis compañeros debieron hacer otro
tanto.
Cuando los abrí, pensé que Andresito estaría ya borrado del
libro de los vivos. No fue así, por fortuna. El coronel lo miraba fijamente,
con más curiosidad que cólera.
-¿Y por qué te lo llevas?
-Porque es mi amigo y me quiere -dijo el niño con voz firme.
El coronel volvió a mirarlo fijamente.
-Está bien -dijo al cabo-. ¡Pues cuidado conque otra vez te
lo lleves! Si lo haces, ten por seguro que te arranco las orejas.
Y giró majestuosamente sobre los talones. Pero antes de dar
un paso se llevó la mano al chaleco, sacó una moneda de medio duro, y dijo
volviéndose hacia él:
-Toma, guárdatelo para dulces. ¡Pero cuidado con que vuelvas
a secuestrar al perro! ¡Cuidado!
Y se alejó. A los cuatro o cinco pasos ocurriósele volver la
cabeza.
Andresito había dejado caer la moneda al suelo, y sollozaba,
tapándose la cara con las manos. El coronel se volvió rápidamente.
-¿Estás llorando? ¿Por qué? No llores, hijo mío.
-Porque lo quiero mucho… Porque es el único que me quiere en
el mundo -gimió Andrés.
-¿Pues de quién eres hijo? -preguntó el coronel sorprendido.
-Soy de la Inclusa.
-¿Cómo? -gritó Polifemo.
-Soy hospiciano.
Entonces vimos al coronel demudarse. Abalanzose al niño, le
separó las manos de la cara, le enjugó las lágrimas con su pañuelo, lo abrazó y
lo besó, repitiendo con agitación:
-¡Perdona, hijo mío, perdona! No hagas caso de lo que te he
dicho… Yo no lo sabía… Llévate el perro cuando se te antoje… Tenlo contigo el
tiempo que quieras, ¿sabes…? Todo el tiempo que quieras…
Y después que lo hubo serenado con estas y otras razones,
proferidas con un registro de voz que nosotros no sospechábamos en él, se fue
de nuevo al paseo, volviéndose repetidas veces para gritarle:
-Puedes llevártelo cuando quieras, sabes, ¿hijo mío…? Cuando
quieras… ¿lo oyes?
Dios me perdone, pero juraría haber visto una lágrima en el
ojo sangriento de Polifemo.
FIN
PALACIO VALDÉS
Biblioteca Digital Ciudad Seva
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