El tibetano calló.
Su desmedrada figura permaneció todavía algún tiempo de pie,
erguida e inmóvil, y luego desapareció en la jungla.
Sir Roger Thornton miraba fijamente la hoguera. Si no fuera
un penitente, un sannyasin, aquel tibetano que, además, iba en peregrinación a
Benarés, no hubiera creído ni una sola de sus palabras. Pero un sannyasin no
miente ni puede ser engañado. ¡Y luego aquellas contradicciones pérfidas y
crueles en el rostro del asiático! ¿O sería que se dejó engañar por el
resplandor de la hoguera que tan extrañamente se reflejaba en los ojos
mongoles?
Los tibetanos odian a los europeos y guardan celosamente sus
mágicos secretos, con los que esperan aniquilar un día a los orgullosos
extranjeros cuando llegue la hora. Sea como fuere, Sir Roger Thornton desea
comprobar con sus propios ojos si, efectivamente, existen fuerzas ocultas en
ese pueblo extraño. Pero necesita compañeros, hombres valerosos cuya voluntad
no se quiebre ante los horrores de un mundo diferente. El inglés pasa revista a
sus compañeros… Aquel afgano sería el único entre los asiáticos para ser tomado
en cuenta. Es intrépido como una fiera, pero supersticioso. Así pues, solo
queda su criado europeo.
Sir Roger lo toca con la punta de su bastón. Jaburek quedó
completamente sordo a los diez años, pero sabe leer cada palabra en los labios
de su amo, por muy rara que sea. Sir Roger le cuenta con expresivos gestos lo
que oyó decir al tibetano… A unas veinte jornadas del lugar donde se
encuentran, en un valle de las laderas del Himavat, exactamente señalado, hay
un trozo de tierra sumamente extraño. Por tres de sus lados se elevan muros
rocosos, cortados a pico; el único acceso está cerrado por gases ponzoñosos que
emanan continuamente del suelo y matan al instante a todo ser viviente que
pretenda pasar. En el desfiladero, que cubre unos ciento treinta kilómetros
cuadrados, en medio de la vegetación más exuberante, vive, al parecer, una
pequeña tribu de raza tibetana que, según el rumor, va tocada de rojos gorros
puntiagudos y adora a un ser malvado y satánico en forma de pavo real. Ese ser
diabólico enseñó a los habitantes la magia negra, y en el transcurso de los siglos
les ha ido revelando misterios que un día habrán de transformar el globo
terrestre. Se dice que les enseñó una especie de melodía capaz de aniquilar en
un instante al hombre más fuerte.
Jaburek sonrió desdeñosamente.
Sir Roger le explicó que se proponía cruzar los lugares
envenenados con ayuda de escafandras y balones de aire comprimido y luego
penetrar en el interior del misterioso desfiladero.
Jaburek asintió con la cabeza y se frotó con satisfacción
las sucias manos. El tibetano no había mentido. Allá abajo se extendía,
cubierta de verdor, la extraña garganta: un cinturón de tierra amarillenta,
desértica y corroída por las erosiones, separaba el desfiladero del mundo
exterior en una anchura que se tardaba media hora en recorrer. El gas que surgía
del suelo era ácido carbónico puro. Sir Roger Thornton, que desde la cumbre de
una colina pudo apreciar la anchura de aquel cinturón, decidió emprender la
marcha la mañana siguiente. Las escafandras que había encargado en Bombay
funcionaban perfectamente.
Jaburek llevaba los dos rifles de repetición y diversos
instrumentos que su amo consideraba indispensables. El afgano se negó
tenazmente a acompañarlos y declaró estar dispuesto a meterse en una cueva de
tigres, pero que se cuidaría mucho de hacer nada que pudiera comprometer su
alma inmortal.
Así, los únicos osados fueron los dos europeos.
Los cascos de cobre de las escafandras refulgían al sol y
lanzaban extrañas sombras al suelo esponjoso del que ascendían, en innumerables
y diminutas burbujas, las letales emanaciones. Sir Roger imprimió a su marcha
un ritmo rápido para evitar el consumo del aire comprimido antes de haber
cruzado la zona de los gases. Todo lo veía turbio, como a través de una tenue
capa de agua. La luz del sol, de un verde fantasmal, teñía los lejanos
glaciares del “techo del mundo”, que levantaba sus gigantescos perfiles como un
singular paisaje de muerte. Finalmente, hallaron verde césped y Sir Roger
encendió un fósforo para cerciorarse de la presencia del aire atmosférico en
todos los niveles. Después se quitaron los cascos y descargaron los balones de
aire.
A sus espaldas se elevaba la muralla de gas, como una
temblorosa masa de agua. En el aire flotaba un aroma embriagador de flores de
amberia. Tornasoladas mariposas, del tamaño de una mano, cubiertas de raros
dibujos, descansaban con las alas abiertas, como si fueran libros de magia,
sobre inmóviles flores. Caminando bastante separados uno de otro, ambos se
dirigieron hacia un bosquecillo que les cerraba el horizonte. Sir Roger hizo
una señal a su sordo criado, porque le pareció haber oído un ruido. Jaburek
preparó el rifle.
Al llegar a un extremo del bosque, una pradera se ofreció a
su vista. Apenas a cuatrocientos metros, unos cien hombres, evidentemente
tibetanos, tocados con gorros rojos, habían formado un semicírculo y esperaban
a los intrusos. Sir Roger avanzó, seguido de su criado. Los tibetanos llevaban
las habituales zamarras de piel de carnero; mas, a pesar de ello, casi no
parecían seres humanos, tan espantosamente feos y deformes eran sus rostros.
Dejaron que los dos hombres se acercasen más y, de pronto, a una orden de su
jefe, levantaron todos a la vez las manos, se oprimieron con fuerza los oídos y
gritaron algo. Jaburek miró interrogativamente a su amo y levantó el rifle,
porque el extraño movimiento de los tibetanos le pareció una señal de ataque.
Pero lo que sus ojos vieron le heló la sangre en las venas: en torno a su amo
se había formado una masa gaseosa, agitada y remolineante, parecida a la que
habían atravesado poco antes. La figura de Sir Roger perdió los contornos, como
si hubiese sido devastada por el remolino; la cabeza se tornó puntiaguda; toda
la masa se hundió en sí misma, como en fusión, y en el lugar donde hacía un
instante se encontraba el audaz inglés había ahora un cono de color violeta
claro del tamaño de un pilón de azúcar.
El sordo Jaburek fue presa de la ira. Los tibetanos seguían
gritando y él observaba con gran atención sus labios para descifrar lo que
decían. Era siempre una y la misma palabra. De pronto, el jefe de los tibetanos
dio un salto adelante y todos se callaron, al tiempo que bajaban las manos.
Como panteras se arrojaron sobre Jaburek. Este empezó a disparar contra la
multitud, que se detuvo por un instante. Instintivamente, les gritó la palabra
que poco antes había leído en sus labios.
-¡Emelen!, ¡E… me… len…! -rugía, una y otra vez, hasta que
el desfiladero se estremeció como agitado por las fuerzas de la naturaleza.
Todo lo veía como a través de unos lentes de gran intensidad
y el suelo parecía hundirse bajo sus pies… Pero solo duró un momento; ahora
veía de nuevo con claridad. Los tibetanos habían desaparecido, como antes su
amo, y solo incontables pilones de azúcar color lila se levantaban ante él. El
jefe de los tibetanos aún vivía. Las piernas se le habían convertido en una
papilla azulenca y el tronco comenzaba a encogerse: era como si el hombre
estuviese siendo digerido por un ser del todo transparente. No llevaba gorro
rojo, sino una especie de tocado en forma de mitra donde se movían unos ojos
amarillentos.
Jaburek le descargó un culatazo en el cráneo, pero no pudo
evitar que el moribundo le hiriera en el pie con una hoz arrojada en el último
momento. Miró a su alrededor. La soledad era absoluta. El aroma de las flores
de amberia se intensificó y se hizo casi punzante. Parecía emanar de los conos
color lila, que Jaburek se puso a observar ahora. Todos eran iguales y estaban
formados de la misma materia gelatinosa de color morado claro. Era imposible
encontrar los restos de Sir Roger entre todas aquellas moradas pirámides.
Jaburek arreó un puntapié en la cara del jefe tibetano muerto y, rechinando los
dientes, volvió sobre sus pasos. Desde lejos vio sobre la hierba, brillando al
sol, los dos cascos. Llenó el balón de aire con una bomba portátil y penetró en
la zona gaseosa. El camino parecía no acabar nunca. El infeliz sentía que las
lágrimas mojaban sus mejillas.
¡Oh, Dios, su amo estaba muerto! ¡Muerto aquí, en la lejana
India! Los gigantes helados del Himalaya bostezaban cara al cielo. ¡Qué les
importaba el dolor de un pequeño corazón humano! Jaburek trasladó fielmente al
papel, palabra por palabra, todo lo que había sucedido y no comprendía, y
dirigió su escrito al secretario de su amo, que residía en Bombay, en la calle
Adheritollah, número 17. El afgano se encargó de llevarlo. Poco tiempo después
Jaburek murió porque la hoz del jefe tibetano estaba envenenada.
“Alá es Uno y Mahoma su profeta”, rezó el afgano, tocando el
suelo con la frente. Los cazadores hindúes cubrieron el cadáver con flores y lo
incineraron, entre cantos piadosos, sobre una hoguera de leña.
Alí Murad Bey, el secretario, palideció al recibir el
horrible mensaje y transmitió el escrito a la redacción de la Indian Gazette.
El nuevo diluvio llegó.
La Indian Gazette, que publicó el “caso de Sir Roger
Thornton”, apareció al día siguiente con tres horas de retraso. Un accidente
extraño y horripilante tuvo la culpa del retraso: Birendranath Naorodjee,
redactor del periódico, y dos empleados subalternos que solían revisar las
páginas con él a medianoche, antes de salir la edición, desaparecieron del
despacho sin dejar rastro. En lugar de ellos había en el suelo tres cilindros
azulencos y gelatinosos, y junto a ellos el periódico recién impreso. Apenas
acababa la policía, con la petulancia de siempre, de tomar las primeras
declaraciones, cuando llegaron las noticias de innumerables casos similares.
Personas que leían periódicos desaparecían por docenas ante
la vista de la asustada multitud que cruzaba las calles, presa de agitación.
Innumerables pirámides moradas quedaban esparcidas alrededor, en las escaleras,
mercados y callejuelas, hasta donde abarcaba la vista. Al anochecer, Bombay
quedó medio despoblada. Una orden de las autoridades sanitarias dispuso la
inmediata clausura del puerto, así como de todo tráfico con el exterior, a fin
de impedir la propagación de la nueva epidemia, pues no podía tratarse de otra
cosa. El telégrafo y el cable zumbaron día y noche mandando al mundo entero la
terrible noticia y detalles del “caso de Sir Roger Thornton”.
Al día siguiente la cuarentena fue levantada, como
extemporánea. Mensajes de terror de todos los países anunciaban que la “muerte
morada” se propagaba por todas partes, casi simultáneamente, y amenazaba con
despoblar la tierra. Todo el mundo perdió la cabeza y la sociedad civilizada
parecía un gigantesco hormiguero en que un mozo de aldea había metido su pipa
encendida. En Alemania, la epidemia estalló primero en Hamburgo. Austria, donde
no se leen más que las noticias locales, se libró durante algunas semanas. El
primer caso ocurrido en Hamburgo fue particularmente estremecedor. El pastor
Stüiken, hombre al que la edad venerable había vuelto casi sordo, estaba
sentado por la mañana a la mesa del desayuno, rodeado de sus familiares.
Teobaldo, el hijo mayor, con su larga pipa de estudiante; Yette, la fiel
esposa, y Mina y Tina. En una palabra, todos, todos. El anciano padre acababa
de desplegar un periódico inglés recién llegado y leía a los suyos el relato
del “caso de Sir Roger Thornton”. Apenas había pronunciado la palabra “Emelen”
e iba a fortalecerse con un sorbo de café, cuando advirtió, presa de horror,
que solo lo rodeaban conos de gelatina morada. De uno de ellos sobresalía aún
la larga pipa estudiantil. Todas las catorce almas se las llevó el Señor a su
seno. El piadoso anciano cayó desmayado.
Una semana más tarde, la mayor parte de la humanidad estaba
muerta. Le fue reservado a un sabio alemán poder arrojar un poco de luz sobre
los acontecimientos. La circunstancia de que la epidemia respetase a los sordos
y sordomudos le sugirió la idea de que se trataba de un fenómeno puramente
acústico. En su solitaria buhardilla de estudioso llevó al papel una larga
conferencia científica y anunció con algunas frases su lectura pública. El
sabio, con su exposición, se refirió a ciertos escritos religiosos hindúes,
casi desconocidos, que trataban acerca de la provocación de tormentas de
fluidos astrales remolineantes mediante la pronunciación de ciertas palabras y
fórmulas secretas, y fundamentó su relato en las más modernas experiencias en
el campo de la teoría de las vibraciones y radiaciones.
Pronunció su disertación en Berlín y fue tal la afluencia de
público que tuvo que valerse de un tubo acústico mientras leía las largas
frases. Cerró su memorable discurso con las siguientes lapidarias palabras:
-Vayan a ver a un especialista del oído para que los vuelva
sordos y cuídense de pronunciar la palabra… “Emelen”.
Un segundo después el sabio y sus oyentes no eran más que
conos inanimados de gelatina, pero el manuscrito no fue destruido; fue conocido
y estudiado, y así la humanidad pudo evitar su total exterminio. Algunos
decenios más tarde, estamos en 19…, una nueva generación de sordomudos puebla
el globo terrestre. Usos y costumbres son diferentes, las clases y la propiedad
han sido desplazadas. Un especialista del oído gobierna al mundo. Las
partituras han sido arrojadas a la basura, junto con las viejas recetas de los
alquimistas de la Edad Media.
Mozart, Beethoven y Wagner se han vuelto ridículos, como antaño
Alberto Magno y Bombasto Paracelso. En las cámaras de tormento de los museos,
algún piano polvoriento muestra sus viejos dientes.
FIN
“Der violette tod”,
1916
GUSTAV MEYRINK
Biblioteca Digital Ciudad Seva
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