Estaba nublado, hacía frío y todo quedaba en una
semioscuridad, cuando el expreso Berlín-Roma penetró en una de las estaciones
intermedias de su ruta. En un compartimiento de primera clase, con cubiertas de
pasamanería sobre la tapicería de felpa, Albrecht van der Qualen, viajero
solitario, se despertó, incorporándose. Sentía la boca seca y en el cuerpo la
no demasiado agradable sensación producida cuando el tren se detiene después de
un largo viaje y nos damos cuenta del cese de un movimiento rítmico, tomando
conciencia de las llamadas y señales del exterior. Es como volver en sí después
de una borrachera o del letargo. Nuestros nervios, de pronto privados del ritmo
protector, se sienten perdidos y desamparados. Pero aun es peor si acabamos de despertar
del pesado sueño en el que se cae durante los viajes en ferrocarril.
Albrecht van der Qualen se desperezó un poco, se acercó a la
ventanilla y bajó el cristal. Miró a lo largo de los vagones. Algunos hombres
estaban ocupados en el furgón de correos, descargando y cargando paquetes. La
máquina emitía una serie de sonidos, resoplaba y rugía un poco, esperando
quieta, pero solo como lo hace un caballo, que alza los cascos, mueve las
orejas y aguarda impaciente la señal de partida. Una mujer alta y robusta, con
un largo impermeable, de cara inexpresiva pero preocupada, recorría el tren
llevando una maleta de unos cuarenta kilos, la empujaba frente a ella con una
rodilla. No decía nada, pero se le notaba acalorada y angustiada. Su labio
superior estaba tenso y bañado en pequeñas gotas de sudor. Era, en conjunto,
una figura patética.
«Pobrecilla -pensó Van der Qualen-, si pudiese ayudarte,
aliviarte, hacerte subir..., solo para la tranquilidad de ese labio superior.
Pero a cada quien lo suyo. Así están dispuestas las cosas de la vida; yo me
quedo aquí, perfectamente despreocupado, mirándote como miraría a un escarabajo
panza arriba.»
El cobertizo de la estación estaba casi sumido en la
oscuridad. Madrugada o anochecer... no lo sabía. Había dormido. ¿Quién podía
decir si habían sido dos, cinco o doce horas? En alguna ocasión había dormido
durante veinticuatro o quizá más, de un tirón, con un sueño extraordinariamente
profundo.
Llevaba un grueso abrigo corto con cuello de terciopelo. Por
su complexión era difícil decir su edad: se podía dudar entre los veinticinco y
el final de los treinta. Su piel era amarillenta, pero los ojos eran negros
como ascuas y estaban rodeados de profundas sombras oscuras. Aquellos ojos no
presagiaban nada bueno. Varios doctores, hablando francamente, de hombre a
hombre, le habían dado pocos meses de vida. Su cabello negro estaba lisamente
partido a un lado.
En Berlín -aunque Berlín no había sido el principio de su
viaje-, había subido al tren cuando este empezaba a moverse, llevando como por
casualidad un maletín de piel rojiza. Se había dormido y ahora, al despertar,
se encontraba tan completamente desligado del tiempo que le invadió una
sensación de alivio. Se regocijó con la idea de que al final de la fina cadena
que llevaba alrededor del cuello, había únicamente una pequeña medalla metida
en el bolsillo superior de su chaqueta. No le gustaba enterarse de la hora o
del día de la semana, y lo que es más, no tenía tratos con el calendario. Hacía
algún tiempo que había perdido la costumbre de saber el día del mes y hasta el
mes del año. «Todo tenía que estar en el aire...», pensó y la frase, aunque
bastante vaga, era comprensible. Este programa nunca o muy raramente, había
sido alterado, pues se tomaba el trabajo de mantener todo conocimiento molesto
a distancia. Después de todo, ¿no era suficiente con saber más o menos la
estación del año?
«Debemos estar más o menos en otoño -pensó, mirando el
húmedo y sombrío tren-. Es lo único que sé. Ni tan solo sé dónde estoy.»
Su satisfacción ante este pensamiento, le hizo estremecerse
de placer. No, ¡no sabía dónde estaba! ¿En Alemania? Con seguridad. ¿En el
norte de Alemania? Habría que verlo. Mientras sus ojos continuaban pesados por
el sueño, la ventanilla de su compartimiento se había deslizado ante un letrero
luminoso; quizá llevaba escrito el nombre de la estación, pero ni la imagen de
una sola letra había sido transmitida a su cerebro. Aun aturdido, había oído
cómo el revisor gritaba el nombre dos o tres veces, pero no había captado ni
una sola sílaba. Afuera, en la semipenumbra de la que no se sabía si del día o
de la noche, se extendía un lugar extraño, un pueblo desconocido.
Albrecht van der Qualen cogió su sombrero de fieltro de la
red, su maletín de piel rojiza, la correa que aseguraba la manta escocesa de
seda y lana, roja y blanca, enrollada alrededor de un paraguas con empuñadura
de plata -y aunque su billete marcaba Florencia-, dejó el compartimiento y el
tren, caminó a lo largo del cobertizo, depositó su equipaje en la consigna,
encendió un cigarrillo, metió las manos -no llevaba ni bastón ni paraguas-, en
los bolsillos de su abrigo y salió de la estación.
Afuera, en la húmeda, tenebrosa y casi vacía plaza, cinco o
seis cocheros de punto hacían chasquear sus látigos. Un hombre, con gorra
galoneada y larga capa en la que se arrebujaba tembloroso, preguntó educadamente:
-Hotel zum braven Mann?
Van der Qualen le dio las gracias cortésmente y siguió su
camino. La gente con quien se cruzó llevaba el cuello del abrigo subido; él
subió el suyo, escondió la barbilla en el terciopelo, fumó y continuó
caminando, ni lentamente ni demasiado aprisa.
Pasó a lo largo de una pared baja y una vieja puerta
flanqueada por dos pesadas torres; cruzó un puente con estatuas en los
barandales y vio el agua deslizarse lenta y turbia bajo él. Un largo bote de
madera, viejo y carcomido, se acercó, conducido por un hombre con una larga
pértiga en la popa. Van der Qualen se quedó un momento reclinado sobre el
barandal del puente.
«Aquí -se dijo-, hay un río; este es el río. Es agradable
pensar que lo llamo así porque no sé su nombre», y siguió caminando.
Continuó hacia adelante un rato, por el adoquinado de una
calle que no era ni muy estrecha ni muy ancha, después dio la vuelta a la
izquierda. Anochecía. Empezaban a encenderse los fanales, vacilaban, brillaban
chisporroteando y después iluminaban la penumbra. Las tiendas estaban cerrando.
«Entonces hay que concluir que estamos, no cabe duda, en
otoño», pensó Van der Qualen, siguiendo por el camino negro y húmedo. No
llevaba chanclos, pero la suela de sus botas era muy gruesa, duradera y firme,
aunque no eran por ello menos elegantes.
Se mantuvo a la izquierda. Los hombres pasaban por su lado,
se apresuraban hacia sus negocios o volvían de los mismos.
«Y yo camino con ellos -pensó-, y estoy tan solo y soy tan
extraño a ellos como jamás lo ha sido hombre alguno. No tengo negocios ni
metas. No tengo ni un bastón en que apoyarme. Nadie puede ser más retraído,
libre y desligado. No le debo nada a nadie y nadie me debe nada a mí. Dios
nunca ha tendido Su mano sobre mí. Él no me conoce. La desdicha honesta sin
caridad es una buena cosa; un hombre puede decirse a sí mismo: no le debo nada
a Dios.»
Pronto llegó al final de la población. Probablemente la
había cruzado en diagonal. Se encontró en una ancha calle de los suburbios
flanqueada de árboles y villas, dio vuelta a la derecha, pasó tres o cuatro
travesías casi como callejuelas de pueblo, iluminadas tan solo por faroles, y
se detuvo en una que era ligeramente más amplia, ante una puerta de madera,
vecina de una casa común y corriente y pintada de amarillo deslucido, que
tenía, sin embargo, el sorprendente detalle de unas ventanas de vidrio
cilindrado, convexas y bastante opacas. En la puerta había un letrero:
En el tercer piso de esta casa se alquilan habitaciones.
-Ah... -murmuró.
Tiró la punta de su cigarrillo, siguió a lo largo de un
entarimado que formaba la línea divisoria entre dos propiedades, giró a la
izquierda y entró en la casa. Una grasienta alfombra gris corría a lo largo de
la entrada. La cruzó en dos pasos y empezó a subir por la escalera de madera.
Las puertas de los apartamentos eran muy modestas; tenían
paneles de vidrio blanco con refuerzo de alambre y en algunas de ellas había
placas con los nombres. Los rellanos se iluminaban con lámparas de aceite. En
el tercer piso, el último, pues ya le seguía el ático, había puertas a la
derecha y a la izquierda, simples puertas de madera marrón, sin placas de
ninguna clase. Van der Qualen hizo sonar la campanilla del centro. Llamó, pero
no le llegó ningún ruido del interior. Llamó a la de la izquierda, no obtuvo
respuesta. Llamó a la derecha y oyó pasos ligeros, largos como zancadas, y la
puerta se abrió.
Salió una mujer, una dama; alta, delgada y vieja. Llevaba un
sombrero con un gran lazo lila pálido y un anticuado y deslucido vestido. Tenía
la cara hundida y semejante a la de un pájaro, y en su frente le había salido
una erupción, una especie de tumor fungoso. Era más bien repulsivo.
-Buenas noches -dijo Van der Qualen-. ¿Las habitaciones?
La anciana asintió; asintió y sonrió lentamente, sin una
palabra, de modo comprensivo. Con su bella y larga mano blanca, hizo un gesto
pausado, lánguido y elegante en dirección a la puerta próxima, la de la izquierda.
Después se retiró y apareció de nuevo con la llave.
«Vaya -pensó él cuando, detrás de la mujer, esperaba que
abriera la puerta-. Eres como una especie de ave de mal agüero, una figura
salida de la mente de Hoffmann, señora.»
Ella descolgó la lámpara de aceite de su gancho y le enseñó
el camino.
Era una habitación pequeña, de techo bajo y suelo oscuro.
Sus paredes estaban cubiertas con esteras de color pajizo. Había una ventana en
el fondo de la pared de la derecha, oculta tras largos y delgados pliegues de
muselina blanca. Una puerta blanca, también a la derecha, conducía al otro
cuarto. Este se hallaba patéticamente desmantelado, con llamativas paredes
blancas, contra las que se apoyaban tres sillas pintadas de rojo, que parecían
fresas en nata batida. Un armario, un lavabo con espejo... La cama, una
impresionante pieza de caoba, reposaba libremente en el centro de la
habitación.
-¿Tiene alguna objeción? -preguntó la anciana, pasándose
ligeramente la bella y larga mano blanca sobre el tumor fungoso de la frente.
Era como si lo hubiese dicho por casualidad, porque en aquel momento no podía
decir una frase más ordinaria.
Añadió en seguida:
-Por decirlo así...
-No, no la tengo -respondió Van der Qualen-. Las
habitaciones están bastante bien amuebladas. Me las quedo. Quisiera que alguien
fuese a recoger mi equipaje a la estación, aquí está la contraseña. ¿Sería
usted tan amable de hacer la cama y traerme un poco de agua? Me dará la llave
de la calle y la del piso. Quisiera un par de toallas. Me lavaré e iré al
centro a cenar. Volveré más tarde.
Sacó un poco de jabón de una caja niquelada que traía en el
bolsillo y empezó a lavarse la cara y las manos. Mientras lo hacía, miraba por
las ventanas convexas a lo lejos, más allá de las calles suburbanas, cenagosas
e iluminadas con gas, más allá aun de las luces de arco y las villas. Mientras
se secaba las manos, fue hacia el armario. Era cuadrado, barnizado de color marrón,
y con algunas grietas, que culminaba en una sencilla moldura curva. Estaba en
el centro de la pared de la derecha, exactamente en el nicho formado por una
segunda puerta blanca que, como es natural, comunicaba con las habitaciones a
las cuales la puerta principal y la del medio del rellano daban acceso.
«Algo hay en el mundo que está bien dispuesto -pensó Van der
Qualen-, este armario se adapta al nicho de la puerta como si lo hubiesen hecho
a medida.»
Lo abrió. Estaba completamente vacío, con varias hileras de
ganchos en el techo; pero no tenía fondo, y en su lugar había un trozo de
arpillera, gris y arrugada, sostenida en las cuatro esquinas por clavos a
tachuelas.
Van der Qualen cerró la puerta del armario, cogió su
sombrero, se levantó de nuevo el cuello del abrigo, apagó la vela y salió. Al
llegar a la puerta de entrada, le pareció oír mezclado con el ruido de sus
propios pasos una especie de tintineo en la otra habitación: un sonido metálico
claro y suave. Pero quizá se equivocaba. Era como si un anillo de oro hubiese
caído en una jofaina de plata, pensó mientras cerraba la puerta exterior. Bajó
la escalera, salió a la calle y se dirigió hacia el centro del pueblo.
Entró en un restaurante de una calle animada y se sentó en
una de las mesas delanteras, dándole la espalda a todo el mundo. Comió soupe
aux fines herbes, un filete con un huevo escalfado, compota y vino, un pequeño
pedazo de Gorgonzola verde y media pera. Mientras pagaba y se ponía el abrigo,
le dio algunas chupadas a un cigarrillo ruso, después encendió un puro y salió.
Vagó un poco, encontró el camino de su pensión en los suburbios y fue hacia
allí sin prisas.
La casa con las ventanas de vidrio cilindrado aparecía
apagada y silenciosa cuando Van der Qualen abrió la puerta de la calle y subió
por la oscura escalera. Fue iluminándose con cerillas y abrió la puerta marrón
a mano izquierda, en el tercer piso. Dejó su sombrero y abrigo sobre un diván,
encendió la luz de su inmenso escritorio y encontró allí su maleta y su manta
de viaje con el paraguas. Desenrolló la manta y sacó una botella de coñac y un
vasito. Fue bebiendo a pequeños sorbos, sentado en un profundo sillón, mientras
terminaba de fumarse el puro.
«Es una suerte después de todo -pensó-, que haya coñac en el
mundo.»
Fue al dormitorio, encendió la vela de la mesita de noche,
apagó la luz de la otra habitación y empezó a desnudarse. Pieza a pieza fue
dejando su traje gris, discreto y de buena calidad, sobre la silla roja al lado
de la cama; pero al soltarse los tirantes recordó que su sombrero y abrigo aun
estaban sobre el diván. Los trajo al dormitorio, abrió el armario... Pegó un
salto hacia atrás y buscó apoyo a su espalda hasta asir una de las grandes
bolas rojas de caoba que adornaban los postes de la cama. La habitación, con
sus cuatro paredes blancas, en las que las tres sillas rojas resaltaban como
fresas en un plato de nata, se recortaba en la inestable luz de la vela. Pero
el armario estaba abierto y no estaba vacío. Había alguien dentro, una criatura
tan encantadora que el corazón de Albrecht van der Qualen se detuvo un momento
y después volvió a funcionar en largos, profundos y plácidos latidos. Ella
estaba totalmente desnuda y uno de sus brazos esbeltos se levantaba para
engarzar un dedo en uno de los ganchos del techo del armario. Largas oleadas de
cabello castaño caían sobre sus hombros infantiles, respirando ese encanto al
que no cabe otra respuesta que un sollozo. La luz de la vela se reflejaba en
sus ojos rasgados. Su boca era un poco grande, pero tenía una expresión tan
dulce como la de los labios del sueño cuando, tras varios días de dolor, nos
besan la frente. Sus caderas formaban nido y sus esbeltas piernas se pegaban la
una a la otra.
Albrecht van der Qualen se restregó los ojos con una mano y
volvió a mirar... y advirtió que en el rincón de la derecha, la arpillera se
había soltado del fondo del armario.
-Qué... -murmuró-. ¿Quiere usted entrar? ¿Quiere que cierre?
¿No desea un vasito de coñac? ¿Medio vasito?
Pero no esperaba respuesta y no obtuvo ninguna. Los ojos
brillantes y rasgados, tan negros que parecían sin fondo e inexpresivos, lo
miraban fijamente, pero sin intención y en cierta manera empañados, como si no
lo viesen.
-¿Quieres que te cuente un cuento? -dijo ella de pronto con
una voz baja y profunda.
-Cuéntamelo -contestó él. Se había dejado caer sobre el
borde de la cama, con el abrigo sobre las rodillas y con las manos apretadas
encima de él. Su boca estaba ligeramente abierta y tenía los ojos medio
cerrados. Pero la sangre latía tibia y suavemente por todo su cuerpo y sentía
un suave zumbido en los oídos.
Ella se había dejado caer sentada en el armario y con sus
delgados brazos se rodeaba una rodilla doblada; tenía la otra pierna extendida
ante sí. Sus pequeños senos se unían bajo la presión de sus brazos, y la luz
resplandecía en la piel de su rodilla doblada. Hablaba... hablaba con voz
suave, mientras la llama de la vela continuaba su danza silenciosa.
Dos caminaban entre los brezales, la cabeza de ella
reposando en el hombro de él. Cundía el aroma de todas las cosas nacidas, pero
la niebla nocturna empezaba a levantarse de la tierra. Entonces empezó. Y a
menudo era en verso, rimando en el modo incomparablemente dulce y fluido que
viene hacia nosotros, una y otra vez, en el semiletargo de la fiebre. Pero
terminaba mal, era un final triste: los dos quedan en un abrazo indisoluble,
con los labios unidos. Entonces uno apuñala al otro en el pecho, con un
cuchillo inmenso... y no sin razón. Así termina. Entonces se levantó con un
gesto infinitamente dulce y modesto, levantó la arpillera gris por el rincón de
la derecha... y desapareció.
Desde entonces la encontró cada noche en el armario y
escuchó sus cuentos... ¿Durante cuántas veladas? ¿Cuántos días, semanas o meses
permaneció en aquella casa y en aquella ciudad? ¿Qué ganaríamos con saberlo? ¿A
quién preocupa una miserable estadística? Sabemos, además, que varios médicos
le habían dicho a Albrecht van der Qualen que le quedaban pocos meses de vida.
Ella le contaba historias. Eran tristes y sin interés, pero flotaban como un
suave estribillo sobre su corazón y lo hacían latir más tiempo y con mayor
dicha. A veces perdía el control... su sangre se inflamaba. Tendía las manos
hacia ella y ella no se le resistía. Pero entonces, durante varias veladas, no
la encontraba en el armario y, al regresar, permanecía callada durante vanas
noches. Después, poco a poco, empezaba a hablar hasta que él perdía nuevamente
el control.
¿Cuánto duró? ¿Quién lo sabe? ¿Cómo saber si Albrecht van
der Qualen se despertó en aquella tarde gris y bajó del tren en aquella
desconocida ciudad? Quizá permaneció despierto en su vagón de primera clase y
dejó que el expreso Berlín-Roma le llevase velozmente más allá de las montañas.
¿Cargaría cualquiera de nosotros con la responsabilidad de contestarlo de modo
definitivo? Todo es incierto.
«Todo puede estar en el aire...»
FIN
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