Jack London
-Carmen no durará más de un par de días.
Mason escupió un trozo de hielo y observó compasivamente al
pobre animal. Luego se llevó una de sus patas a la boca y comenzó a arrancar a
bocados el hielo que cruelmente se apiñaba entre los dedos del animal.
-Nunca vi un perro de nombre presuntuoso que valiera algo
-dijo, concluyendo su tarea y apartando a un lado al animal-. Se extinguen y
mueren bajo el peso de la responsabilidad. ¿Viste alguna vez a uno que acabase
mal llamándose Cassiar, Siwash o Husky? ¡No, señor! Échale una ojeada a
Shookum, es...
¡Zas! El flaco animal se lanzó contra él y los blancos
dientes casi alcanzaron la garganta de Mason.
-Conque sí, ¿eh?
Un hábil golpe detrás de la oreja con la empuñadura del
látigo tendió al animal sobre la nieve, temblando débilmente, mientras una baba
amarilla le goteaba por los colmillos.
-Como iba diciendo, mira a Shookum, tiene brío. Apuesto a
que se come a Carmen antes de que acabe la semana.
-Yo añadiré otra apuesta contra ésa -contestó Malemute Kid,
dándole la vuelta al pan helado puesto junto al fuego para descongelarse .
Nosotros nos comeremos a Shookum antes de que termine el viaje. ¿Qué te parece,
Ruth?
La india aseguró la cafetera con un trozo de hielo, paseó la
mirada de Malemute Kid a su esposo, luego a los perros, pero no se dignó
responder. Era una verdad tan palpable, que no requería respuesta. La
perspectiva de doscientas millas de camino sin abrir, con apenas comida para
seis días para ellos y sin nada para los perros, no admitía otra alternativa.
Los dos hombres y la mujer se agruparon en torno al fuego y empezaron su parca
comida. Los perros yacían tumbados en sus arneses, pues era el descanso de mediodía,
y observaban con envidia cada bocado.
-A partir de hoy no habrá más almuerzos -dijo Malemute Kid-.
Y tenemos que mantener bien vigilados a los perros... Se están poniendo
peligrosos. Si se les presenta oportunidad, se comerán a uno de los suyos en cuanto
puedan.
-Y pensar que yo fui una vez presidente de una congregación
metodista y enseñaba en la catequesis... -habiéndose desembarazado
distraídamente de esto, Mason se dedicó a contemplar sus humeantes mocasines,
pero Ruth lo sacó de su ensimismamiento al llevarle el vaso-. ¡Gracias a Dios
tenemos té en abundancia! Lo he visto crecer en Tenesí. ¡Lo que daría yo por un
pan de maíz caliente en estos momentos! No hagas caso, Ruth; no pasarás hambre
por mucho tiempo más, ni tampoco llevarás mocasines.
Al oír esto, la mujer abandonó su tristeza y sus ojos se
llenaron del gran amor que sentía por su señor blanco, el primer hombre blanco
que había visto..., el primer hombre que había conocido que trataba a una mujer
como algo más que un animal o una bestia de carga.
-Sí, Ruth -continuó su esposo, recurriendo a la jerga
macarrónica en la que sólo se podían entender-. Espera a que recojamos y
partamos hacia El Exterior. Tomaremos la canoa del Hombre Blanco e iremos al
Agua Salada. Sí, malas aguas, tempestuosas..., grandes montañas que danzan
subiendo y bajando todo el tiempo. Y tan grande, tan lejos, tan lejos... viajas
diez jornadas, veinte jornadas, cuarenta jornadas -enumeró gráficamente los
días con sus dedos-; siempre agua, malas aguas. Entonces llegas a un gran
poblado, mucha gente, tanta como los mosquitos del próximo verano. Tiendas tan
altas... como diez, veinte pinos. ¡Hi yu skookum!1
Se detuvo impotente, echándole una mirada suplicante a
Malemute Kid, y laboriosamente colocó por señas los veinte pinos, punta sobre
punta. Malemute Kid sonrió con alegre cinismo; pero los ojos de Ruth se
abrieron con asombro y placer; creía a medias que la estaba engañando, y tal
condescendencia halagaba su pobre corazón de mujer.
-Y luego entras en una... caja, y ¡zas!, subes hacia arriba
-lanzó su taza vacía al aire para ilustrarlo, y mientras la cogía hábilmente
gritó-: Y ¡paf!, bajas de nuevo. ¡Ah, grandes hechiceros! Tú vas a Fuerte
Yukón, yo voy a Ciudad Ártica... veinticinco jornadas... Entre los dos cable
muy largo, todo seguido... cojo el cable... Yo digo: «¡Hola, Ruth! ¿Cómo
estás?»... y tú dices: «¿Eres mi buen esposo?»... y yo digo: «Sí»... y tú
dices: «No puedo hacer buen pan, no queda levadura.» Entonces digo: «Mira en el
escondrijo, bajo la harina; adiós.» Tú miras y encuentras mucha levadura. Todo
el tiempo tú en Fuerte Yukón y yo en Ciudad Ártica. ¡Gran hechicero!
Ruth sonrió tan ingenuamente con el cuento de hadas, que los
hombres estallaron en carcajadas. Una pelea entre los perros vino a cortar por
lo sano las maravillas de El Exterior, y para cuando separaron a los
combatientes, Ruth había amarrado los trineos y estaba lista para el camino.
-¡Arre! ¡Baldy! ¡Arre!
Mason restalló diestramente el látigo y, mientras los perros
aullaban débilmente en sus correas, abrió la marcha tirando de la vara del
trineo. Ruth lo seguía con el segundo grupo de perros, dejando a Malemute Kid,
que la había ayudado a partir, cerrar la marcha. Un hombre fuerte, una bestia,
capaz de derrumbar a un buey de un golpe, no podía soportar pegar a los pobres
animales, y los mimaba como raramente hace un conductor de perros..., es más,
casi lloraba con ellos en su miseria.
-¡Venga, adelante, pobres bestias doloridas! -murmuró,
después de varios intentos infructuosos por arrancar. Pero su paciencia se vio
recompensada al fin, y, aunque gimiendo de dolor, se apresuraron a reunirse con
sus compañeros.
Ya no hubo más conversación; la dificultad del camino no
permite tales lujos. Y entre todas las faenas, la de la ruta del Norte es la
peor. Dichoso el hombre que puede soportar una jornada de viaje a base de
silencio, y eso en una ruta ya abierta. Pues de todas las descorazonadoras
tareas, la de abrir camino es la peor. A cada paso las grandes raquetas se
hunden hasta que la nieve llega a la altura de las rodillas. Luego, hacia
arriba, derecho hacia arriba, pues la desviación de una fracción de pulgada es
anuncio cierto del desastre; la raqueta se eleva hasta que la superficie queda
limpia; luego adelante, abajo, el otro pie se eleva perpendicular a media
yarda. El que lo intenta por primera vez puede sentirse feliz, si evita colocar
las botas en esa peligrosa cercanía y caer sobre la traicionera superficie, se
rendirá exhausto después de cien yardas; el que puede mantenerse alejado de los
perros por un día entero puede muy bien meterse en su saco de dormir con la
conciencia tranquila y un orgullo fuera de toda comprensión. Y el que viaja
veinte jornadas sobre la larga ruta es un hombre que merece la envidia de los
dioses.
La tarde pasó, y con el respeto nacido del silencio blanco,
los silenciosos viajeros se aplicaron a su trabajo. La naturaleza tiene muchas
artimañas para convencer al hombre de su finitud -el incesante fluir de las
mareas, la furia de la tormenta, la sacudida del terremoto, el largo retumbar
de la artillería del cielo-, pero la más tremenda, la más sorprendente de todas
es la fase pasiva del silencio blanco. Cesa todo movimiento, el aire se
despeja, los cielos se vuelven de latón; el más pequeño susurro parece un
sacrilegio, y el hombre se torna tímido, asustado del sonido de su propia voz.
Única señal de vida que viaja a través de las espectrales inmensidades de un mundo
muerto, tiembla ante su propia audacia, se da cuenta de que su vida no vale más
que la de un gusano. Surgen extraños pensamientos no llamados, y el misterio de
todas las cosas pugna por darse a conocer. Y el temor a la muerte, a Dios, al
universo, se apodera de él, la esperanza en la resurrección y la vida, su deseo
de inmortalidad, la lucha vana de la esencia aprisionada. Entonces, si alguna
vez ocurre, el hombre camina solo con Dios.
Así pasó lentamente el día. El río trazaba un gran meandro y
Mason dirigió su partida hacia él a través del estrecho cuello de tierra. Pero
los perros retrocedieron ante la empinada ribera. Una y otra vez, a pesar de
que Ruth y Malemute Kid empujaban el trineo, resbalaban de nuevo hasta el
fondo. Entonces vino el esfuerzo supremo. Las miserables criaturas, debilitadas
por el hambre, reunieron sus últimas fuerzas. Arriba, arriba... El trineo se
detuvo en la cima de la ladera, pero el perro que iba a la cabeza giró toda la
reata hacia la derecha, enredando las raquetas de Mason. El resultado fue
desastroso. Mason cayó de repente al suelo; uno de los perros se derrumbó sobre
sus arneses; y el trineo se volcó hacia atrás, arrastrando de nuevo todo hasta
el fondo.
¡Zas! El látigo cayó sobre los perros salvajemente, sobre
todo en el que había tropezado.
-¡No,
Mason! -suplicó Malemute Kid-. El pobre diablo no puede más. Espera y
engancharemos mis perros.
Mason retuvo el látigo intencionadamente hasta que se apagó
la última palabra, entonces restalló el largo látigo, rodeando completamente el
cuerpo de la criatura culpable. Carmen -porque de Carmen se trataba- se agazapó
en la nieve, lloró lastimosa y se volvió sobre el costado.
Era un momento trágico, un patético incidente del camino: un
perro agonizante y dos compañeros enfurecidos. Ruth miró ansiosamente de un
hombre al otro. Pero Malemute Kid se contuvo, aunque había un mundo de reproche
en sus ojos, e inclinándose sobre el perro cortó las correas. No pronunciaron
ni una palabra. Ataron a los perros en doble hilera y superaron la dificultad;
los trineos estaban de nuevo en camino, con el perro moribundo arrastrándose
detrás. Mientras el animal pueda viajar no se le sacrifica, se le ofrece esta
última oportunidad, arrastrarse hasta el campamento si puede, con la esperanza
de que allí se mate un alce.
Arrepentido ya de su ataque de ira, pero demasiado terco
para enmendarse, Mason faenaba a la cabeza de la cabalgata, sin imaginarse que
el peligro flotaba en el aire. La leña caída se apilaba densamente en el
protegido suelo, y a través de ella se abrieron paso. A cincuenta pies o más
del camino se alzaba un alto pino. Durante generaciones había permanecido allí,
y durante generaciones el destino había tenido este único fin previsto. Quizás
se había decretado lo mismo para Mason.
Se agachó para atarse el cordón del mocasín. Los trineos se
detuvieron y los perros se tumbaron en la nieve sin un gemido. La quietud era
extraña; ni un soplo hacía crujir el bosque cubierto de escarcha. El frío y el
silencio del espacio habían helado el corazón y apagado los temblorosos labios
de la naturaleza. Un suspiro latió en el aire. No lo oyeron, más bien lo
sintieron, como la premonición de un movimiento en el vacío inmóvil. Entonces
el gran árbol, cargado con su peso de años y nieve, representó su papel en la
tragedia de la vida. Oyó el estrépito de advertencia e intentó saltar, pero,
casi en pie, recibió el golpe de lleno en el hombro.
El súbito peligro, la muerte repentina... ¡Cuán a menudo se
había enfrentado a ella Malemute Kid! Las ramas del pino aún temblaban mientras
daba órdenes y entraba en acción. Tampoco se desmayó ni elevó la voz en
lamentos inútiles la muchacha india, como podían haber hecho sus hermanas
blancas. Cumpliendo las órdenes del hombre, echó su peso sobre el extremo de
una palanca improvisada, aliviando el peso y escuchando los gemidos de su
esposo, mientras Malemute Kid atacaba el árbol con el hacha. El acero repicaba
alegremente al morder el tronco helado, cada golpe acompañado por una
respiración audible y forzada, el «¡huh!» «¡huh!» del leñador.
Al fin Kid tendió sobre la nieve a la lastimosa criatura que
una vez fuera hombre. Pero peor que el dolor de su compañero era la muda
angustia reflejada en la cara de la mujer, la mirada mezcla de esperanza y
desesperación. Se cruzaron pocas palabras. Los de las tierras del Norte
aprenden pronto la futilidad de las palabras y el valor inestimable de los
hechos. Con la temperatura a sesenta y cinco bajo cero, un hombre no puede
permanecer tumbado en la nieve por muchos minutos y sobrevivir. Por tanto,
cortaron las correas del trineo y tendieron a la víctima, envuelta en pieles,
en un lecho de ramas. Ante él ardía un fuego, hecho de la misma madera que
había provocado la desgracia. Detrás de él, y cubriéndolo parcialmente, estaba
extendido un toldo primitivo, un trozo de lona que captaba las radiaciones de
calor y las devolvía hacia él, un truco que conocen los hombres que estudian
física en sus fuentes.
Los hombres que han compartido su lecho con la muerte saben
cuándo les llama. Mason estaba terriblemente machacado. El examen más
superficial así lo revelaba. Tenía rotos el brazo derecho, la pierna y la
espalda; sus miembros estaban paralizados desde las caderas; y la probabilidad
de heridas internas era grande. El único signo de vida era un gemido ocasional.
Ninguna esperanza; no había nada que hacer. La noche
implacable se deslizó lentamente sobre ellos. Ruth sufría con el desesperado
estoicismo de su raza, y nuevas arrugas acudían al rostro de bronce de Malemute
Kid. De hecho, Mason sufría menos que ninguno, pues estaba al este de Tenesí,
en las grandes montañas Smokey, reviviendo escenas de su niñez. Y lo más
patético era la melodía de su ya olvidado nativo dialecto sureño, mientras
deliraba sobre las charcas en que nadaba, las cazas de mapache y robos de
sandías. A Ruth le sonaba a chino, pero Kid comprendía, y sentía, sentía como
sólo puede sentir alguien aislado durante años de la civilización.
La mañana devolvió la consciencia al hombre postrado, y
Malemute Kid se inclinó sobre él para captar sus susurros.
-¿Recuerdas cuando nos encontramos en el Tanana, hará cuatro
años en el próximo deshielo? No me importaba mucho entonces. Creo más bien que
era bonita, y había un toque de emoción en todo ello. Pero, sabes, he llegado a
tenerle un gran afecto. Ha sido una buena esposa para mí, siempre a mi lado en
las dificultades. Y cuando llega la hora de comerciar, no hay otra igual.
¿Recuerdas aquella vez que disparó a los rápidos de Moosehorn para sacarnos a
ti y a mí de esa roca, y las balas azotaban el agua como granizo? ¿Y cuando el
hambre en Nukluyeto? ¿O cuando se adelantó al deshielo para traernos la
noticia? Sí, ha sido una buena esposa para mí, mejor que la otra. ¿No sabías
que antes estuve casado? Nunca te lo dije, ¿verdad? Pues lo ensayé otra vez, en
Estados Unidos. Por eso estoy aquí. Habíamos crecido juntos. Me vine para.
darle una oportunidad de que le concedieran el divorcio. Lo consiguió.
»Pero eso no tiene nada que ver con Ruth. Pensé en recoger
todo y salir para El Exterior el año que viene, ella y yo, pero es demasiado
tarde. No la mandes de nuevo con su gente, Kid. Es muy duro tener que volver.
¡Piénsalo! Casi cuatro años a base de nuestra tocineta, judías, harina y fruta
seca, y volver a su pescado y caribú. No es bueno que haya conocido nuestras costumbres,
llegar a ver que son mejores que las de su pueblo, y luego volver a ellas.
Cuida de ella, Kid, ¿lo harás? No, no lo harás. Tú siempre la eludiste. Y nunca
me dijiste por qué viniste a estas tierras. Sé bueno con ella, y mándala a
Estados Unidos en cuanto puedas. Pero arréglalo de manera que pueda volver,
quizás eche esto de menos.
»Y el niño... Nos ha acercado más, Kid. Espero que sea un
chico. ¡Piénsalo! Carne de mi carne, Kid. No debe quedarse en este país. Y, si
es una chica, pues tampoco. Vende mis pieles; conseguirás al menos cinco mil, y
tengo otras tantas en la compañía. Y administra mis intereses junto con los
tuyos. Creo que se resolverá la demanda del tribunal. Cuida de que reciba una
buena educación; y Kid, sobre todo, no le dejes volver. Este país no es para
hombres blancos.
»Soy un hombre perdido, Kid. Tres o cuatro jornadas más a lo
sumo. ¡Ustedes deben seguir! Recuerda, es mi mujer, es mi hijo... ¡Dios mío!
¡Espero que sea un chico! No puedes permanecer a mi lado... Y yo, un moribundo,
te ordeno seguir.
-Dame tres días -suplicó Malemute Kid-. Puedes mejorar; algo
puede pasar.
-No.
-Sólo tres días.
-Deben seguir.
-Dos días.
-Son mi mujer y mi hijo, Kid. Tú no lo pedirías.
-Un día.
-¡No, no! Te ordeno...
-Sólo un día, lo podemos ahorrar de la comida, y quizás mate
un alce.
-No. Bueno, un día, pero ni un minuto más. Y Kid, no, no me
dejes solo para enfrentarme a ella. Sólo un disparo, un apretón de gatillo. Tú
lo entiendes. ¡Piénsalo! ¡Carne de mi carne, y no viviré para verle!
»Mándame a Ruth. Quiero despedirme y decirle que piense en
el niño y que no espere a que me muera. De lo contrario, podría negarse a
marchar contigo. Adiós, amigo, adiós.
»Kid, quería decir... Cava un hoyo por encima de la señal,
cerca de la falla. Saqué unos cuarenta centavos de oro con mi pala allí.
»Y ¡Kid! -se agachó aún más para oír sus últimas palabras,
la rendición del orgullo de un moribundo-. Siento lo de..., ya sabes..., lo de
Carmen.
Dejó a la muchacha llorando suavemente sobre su hombre. Malemute
Kid se puso la parka y las raquetas de nieve, guardó el rifle bajo el brazo y
silenciosamente salió al bosque. No era ningún novato en las severas penas de
las tierras del Norte, pero nunca se había enfrentado a un problema como éste.
En lo abstracto estaba claro, tres posibles vidas contra una ya condenada. Pero
dudaba. Durante cinco años, hombro con hombro, en los ríos y en los caminos, en
los campamentos y en las minas, haciendo frente a la muerte por congelación,
inundaciones y hambre, habían atado los lazos de su compañerismo. Tan apretado
era el nudo, que a menudo se había dado cuenta de unos vagos celos de Ruth,
desde la primera vez que entró entre ellos. Y ahora tenía que cortarlo con sus
propias manos.
Aunque rezó por un alce, un solo alce, toda la caza parecía
haber abandonado la tierra, y el anochecer halló al hombre exhausto,
arrastrándose hacia el campamento, con las manos vacías y un gran peso en el
corazón. Un alboroto de los perros y los gritos agudos de Ruth le hicieron
apresurarse.
Al irrumpir en el campamento, vio a la muchacha, en medio de
la jauría aullante, golpeando con el hacha. Los perros habían roto el férreo
mandato de sus dueños y devoraban la comida. Se unió a la contienda con la
culata del rifle, y el antiguo proceso de la selección natural tuvo lugar de
nuevo con la brutalidad de aquel primitivo ambiente. Rifle y hacha subían y
bajaban, acertaban o fallaban con una regularidad monótona; cuerpos elásticos
destellaron, con ojos salvajes y fauces babosas; y hombre y bestia lucharon por
la supremacía hasta el más amargo término.. Luego, las apaleadas bestias se
arrastraron hasta el borde de la luz de la hoguera, lamiéndose las heridas,
elevando sus quejas a las estrellas.
Habían devorado toda la provisión de salmón seco, y quizás
quedasen cinco libras de harina para sostenerlos a lo largo de doscientas
millas de páramos. Ruth regresó junto a su esposo, mientras Malemute Kid
cortaba en pedazos el cuerpo caliente de uno de los perros, cuyo cráneo había
sido aplastado por el hacha. Guardó cada trozo cuidadosamente, excepto la piel
y las entrañas, que echó a los que momentos antes fueran sus compañeros.
La mañana trajo nuevos problemas. Los animales se volvían
unos contra otros. Carmen, que aún se aferraba a su delgado hilo de vida, acabó
devorada por la jauría. El látigo cavó sin miramientos sobre ellos. Se
agachaban y aullaban bajo los golpes, pero se negaron a dispersarse hasta que
el último miserable trozo hubo desaparecido: huesos, piel, pelo, todo.
Malemute Kid realizó sus tareas, escuchando a Mason que
estaba de nuevo en Tenesí, pronunciando discursos enredados y violentas
exhortaciones a sus hermanos de otros tiempos.
Aprovechando los pinos cercanos, trabajó rápidamente, y Ruth
lo observó mientras construía un escondrijo parecido a los que a veces utilizan
los cazadores para guardar la carne fuera del alcance de lobos y perros. Una
tras otra dobló las copas de los pinos pequeños acercándolas casi hasta el
suelo y atándolas con correas de piel de alce. Entonces sometió a golpes a los
perros y los amarró a dos de los trineos, cargando éstos con todo menos las
pieles que cubrían a Mason. Las envolvió y sujetó con fuerza en torno a su
cuerpo, atando cada extremo de sus vestimentas a los pinos doblados. Un solo
golpe con el cuchillo de caza enviaría el cuerpo a lo alto.
Ruth había recibido la última voluntad de su esposo y no
ofreció resistencia. ¡Pobre muchacha, había aprendido bien la lección de
obediencia! Desde niña se había inclinado y había visto a todas las mujeres
inclinarse ante los señores de la creación, y no parecía natural que una mujer
se resistiera. Kid le permitió una sola expresión de dolor, mientras besaba a
su esposo (su pueblo no tenía esa costumbre), luego la condujo al primer trineo
y la ayudó a ponerse las raquetas de nieve. Ciega, instintivamente, tomó la
vara y el látigo y azuzó a los perros hacia el camino. Entonces volvió junto a
Mason, que había entrado en coma, y, mucho después de que ella se perdiera de
vista, agazapado junto al fuego, esperando, deseando, rezando para que muriera
su compañero.
No es agradable estar solo con pensamientos lúgubres en el
silencio blanco. El sonido de la oscuridad es piadoso, amortajándole a uno como
para protegerle, y exhalando mil consuelos intangibles: pero el brillante silencio
blanco, claro y frío bajo cielos de acero, es despiadado.
Pasó una hora, dos horas, pero el hombre no moría. A media
tarde el sol, sin elevar su cerco sobre el horizonte meridional, lanzó una
insinuación de fuego a través de los cielos, y rápidamente la retiró. Malemute
Kid se levantó y se arrastró al lado de su compañero. Lanzó una mirada a su
alrededor. El silencio blanco pareció burlarse y un gran temor se apoderó de
él. Sonó un disparo agudo: Mason voló a su sepulcro aéreo, y Malemute Kid obligó
a los perros a latigazos a emprender una salvaje carrera mientras huía veloz
sobre la nieve.
FIN
1. Hi yu skookum: Expresión chinook del oeste canadiense que
significa «muy bueno».
Biblioteca Digital Ciudad Seva
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