Marco Denevi
El señor Epidídimus, el magnate de las finanzas, uno de los
hombres más ricos del mundo, sintió un día el vehemente deseo de visitar el
barrio donde había vivido cuando era niño y trabajaba como dependiente de
almacén.
Le ordenó a su chofer que lo condujese hasta aquel barrio
humilde y remoto. Pero el barrio estaba tan cambiado que el señor Epidídimus no
lo reconoció. En lugar de calles de tierra había bulevares asfaltados, y las
míseras casitas de antaño habían sido reemplazadas por torres de departamentos.
Al doblar una esquina vio el almacén, el mismo viejo y
sombrío almacén donde él había trabajado como dependiente cuando tenía doce
años.
-Deténgase aquí. -le dijo al chofer. Descendió del automóvil
y entró en el almacén. Todo se conservaba igual que en la época de su infancia:
las estanterías, la anticuada caja registradora, la balanza de pesas y,
alrededor, el mudo asedio de la mercadería.
El señor Epidídimus percibió el mismo olor de sesenta años
atrás: un olor picante y agridulce a jabón amarillo, a aserrín húmedo, a
vinagre, a aceitunas, a acaroína. El recuerdo de su niñez lo puso nostálgico.
Se le humedecieron los ojos. Le pareció que retrocedía en el tiempo.
Desde la penumbra del fondo le llegó la voz ruda del patrón:
-¿Estas son horas de venir? Te quedaste dormido, como
siempre.
El señor Epidídimus tomó la canasta de mimbre, fue
llenándola con paquetes de azúcar, de yerba y de fideos, con frascos de
mermelada y botellas de lavandina, y salió a hacer el reparto.
La noche anterior había llovido y las calles de tierra
estaban convertidas en un lodazal.
FIN
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