Manuel Rojas
Los muebles de aquel salón de baile eran tapizados con
brocato color rojo; rojo era también el papel que cubría las paredes y roja la
alfombra que, después de orillar de encarnado las patas de las sillas y
sillones, terminaba súbitamente ante el piano. En las ropas de las mujeres de
aquel salón de baile predominaba igualmente el color rojo. Los espejos, cuatro
grandes, colocados uno encima del piano, otro al fondo, en la pared contraria a
la que ocupaba el primero, y dos frente a frente en las paredes restantes,
recogían y multiplicaban aquel tono como una sinfonía en rojo, tal vez si
conscientemente organizada por la dueña de casa, que no ignoraría, ya que eso
formaba parte de su conocimiento del negocio, que el color rojo influye en los
nervios, excitando a los apacible y enloqueciendo a los irritables.
El piano, negro, alto, profundo, destacándose entre el rojo,
semejaba un catafalco contrariado, constreñido, a pesar de su seriedad, a
presenciar aquella orgía ultrarroja. A su lado había una mesilla vacilante con
cubierta de lata, donde las mujeres acostumbraban a tamborilear con la palma de
las manos para evitar el baile. Parecía una desordenada y pequeña murga al lado
del piano.
El salón tenía forma rectangular; dos puertas se le abrían
en un mismo muro. Los muebles de aquel salón de baile eran viejos; pero firmes,
como hechos para soportar la caída de cuerpos vacilantes y cansados; únicamente
su brocato rojo claudicaba ya, deshilachado y un poco desvaído, y los muelles,
molestos por la presión de tantos años, se erguían amenazadores e hirsutos bajo
la tela lustrosa. La alfombra, gastada por los millares de pies que habían
bailado y zapateado sobre ella, mostraba algunos flecos rojizos.
Cuatro mesitas de color negro, que hacían, con su color,
menos sensible la soledad obscura del piano, extendían sus cubiertas opacas en
los espacios que quedaban libres entre los muebles.
De día el salón permanecía desierto y los grandes espejos,
vacíos de imágenes móviles, se miraban entre sí, con ojos claros veteados de
rojo, como personas que no tuvieran nada que hacer. El salón y sus muebles, el
piano y las mesitas se multiplicaban en ellos a sus anchas.
Pero de noche... De noche las lunas claras se llenaban de
imágenes, negras o blancas, que se movían dentro de ellas y a través de ellas
como grandes peces en un estanque con algas rojas y negras, y a veces eran
tantas las imágenes, que los cuatro espejos no bastaban para reflejarlas y
retenerlas a todas.
Se llegaba al salón después de atravesar un estrecho y
obscuro patio, en cuyo centro varios bambúes estiraban sus delgadas cañas
verdes. A ambos lados del patio se abrían las puertas de los cuartos de las
mujeres, cuartos que no estaban amoblados sino por una cama, un velador, una
silla y un bacín de fierro enlozado.
La puerta de calle era maciza y ancha y una luz roja
llameaba en lo alto de su ceño adusto. En una de sus hojas había una ventanilla
enrejada, que servía para mirar desde dentro a los que desde fuera llamaban.
Una gruesa tranca la atravesaba de lado a lado. Al entrar al zaguán se veía, a
la izquierda, por el vano de una puerta que no estaba nunca cerrada, la
habitación de la dueña de casa; un catre grande, bronceado, adornado de cintas
y encajes, con sobrecama de seda roja y amplios almohadones, alzaba en el medio
de esta habitación sus brillantes varillas.
El patio, de noche, estaba siempre obscuro y únicamente lo
alumbraban de modo ambiguo los resplandores que salían por las puertas del
salón de baile; al fondo estaba el depósito de los licores, dos o tres
cuartuchos destinados a usos menores y una pared de escasa altura, límite
último de la casa de canto y baile de doña María de los Santos.
***
A las ocho y media de la noche de aquel día sábado,
empezaron a llegar, en hilera alternada, los parroquianos de la casa. Algunos
venían en coche, baja la capota; cantaban y gritaban, golpeando las palmas y
accionando violentamente; la obscura calle se llenaba con sus aullidos. Otros
llegaban a pie, en grupos vacilantes. Golpeaban la maciza y sorda puerta, que
devolvía un sonido opaco, como de tronco de árbol; se descorría la placa de
hierro del ventanuco y una voz de vieja inquiría:
-¿Quién es?
Esta pregunta era nada más que una fórmula, pues fuera el
que fuera con tal que no fuera policía, la puerta se abría en seguida.
Contestaban todos a una y nada se entendía, pero el hecho de que no se
entendiera nadie equivalía a una clara contestación. Se corría la tranca, se
abría luego la puerta lentamente y los hombres se hundían en la obscura oquedad
del zaguán. La puerta se cerraba despacio tras ellos.
Así fue absorbiendo la casa a sus parroquianos. Algunos
salían poco después de haber entrado dando como excusa la excesiva cantidad de
personas que llenaban el salón o la ausencia de la mujer que preferían.
Desde el zaguán se oía ya la algazara del salón, un ruido
espeso de música, de zapateo, de gritos, de jaleo y de voces. La voz de la
mujer que tocaba el piano y cantaba, la tocadora, se elevaba agudamente por
encima del tumulto, con acento desgarrador; parecía que la maltrataban o la
herían, arrancándole gritos de dolor: ¡Ay, ay, ay!
Si yo llorara...
El corazón, de pena,
se me secara.
El ritmo del baile era siempre el mismo; únicamente cambiaba
la letra de sus coplas. Era un ritmo vivo e impetuoso, pero idéntico, que
vibraba en el aire como una sola cuerda de un solo tono, saliendo después hacia
el patio, envuelto entre los gritos y los zapateos y perdiéndose en los
rincones. Un tamborileo claro y seco, hecho con los nudillos de los dedos sobre
la caja de una guitarra, surgía en los espacios que dejaban vacíos el canto y
la música. En ese tamborileo, alma verdadera del baile nacional, la cueca, que
marcaba un ritmo monocorde y constante, estaba el encanto y la atracción de él.
Algunas manos tocando sus palmas y otras sonando sobre la vacilante mesilla con
cubierta de lata, ayudaban a animar el baile que sin tamborileo y sin palmadas
habría cerrado sus alas, dejando caer al suelo, como un murciélago, su ritmo
monocorde.
Bailaban los hombres con los ojos bajos, serios, como si
cumplieran una obligación ineludible; únicamente en las vueltas, de pasada,
mientras el hombre acariciaba a la mujer con su pañuelo arrugado, ambos se
sonreían, como quienes están cometiendo a escondidas alguna picardía. Después,
los pañuelos daban vueltas en el aire y la seriedad recomenzaba. El ritmo
impetuoso parecía dominarlos, ciñéndolos a su voluntad, impidiéndoles pensar en
otra cosa que no fuera su seguimiento. El mundo exterior desaparecía para
ellos; estaban unidos, mientras duraba el baile, por una especie de compromiso
contraído ante una persona que temieran. Muy pocos, casi ninguno, tenía en sus
movimientos vivacidad y entusiasmo.
Pero el final del baile los libertaba y una explosión de
gritos y aullidos surgía de sus gargantas, haciendo oscilar la araña de cuatro
luces que pendía en el centro del salón y empañando los espejos con un vaho
caliente. Las manos se extendían ávidamente hacia los grandes vasos llenos de
vino, colocados encima de las mesillas negras. Algunos se vaciaban el licor en
la garganta, no bebían; estaban dominados por el deseo de embriagarse pronto y
perder la timidez y su cordura, timidez y cordura que les impedían desatar toda
la puerilidad y locura que bullían en sus corazones. Pero poco a poco todo se
iba andando, andando sin prisa y cerca de la media noche ya el salón era una
reunión de posesos que se retorcían de embriaguez, bailaban a saltos,
desdeñando el ritmo imperioso del baile, gritaban, reían a gritos, abrazándose,
llorando. Con las ropas en desorden y mojadas de chorreaduras de licor,
revueltas las apelmazadas cabelleras, los rostros congestionados, las narices
anhelantes y las bocas llenas de una saliva clara que no podían controlar,
rodaban al suelo, hipando. Las mujeres se los llevaban a sus cuartos,
vacilantes, los ojos vidriosos, mudos como idiotas.
En medio de este derrumbe, una voluntad y un espíritu
permanecían firmes: los de doña María de los Santos. Sentada junto al piano en
una amplia silla de paja, desbordante de grasa y de trapos, contemplaba la
barahúnda humana; ella no se entusiasmaba, ella no reía, ella no bebía, no
hacía otra cosa que cobrar lo que se consumía. Sus ojos sin expresión
controlaban el negocio; ni una gota de vino se bebía o se derramaba sin que
hubiese sido religiosamente pagada. Su mano derecha bajaba y subía desde el
brazo de la silla hasta el bolsillo de su delantal, que poco a poco se hinchaba
como un sapo, lleno de dinero.
Así se iba la noche...
***
Después de medianoche, el salón se despejó bastante; cuatro
horas de baile y de licor eran más que suficientes para derribar al más fuerte.
Sin embargo, algunos, cuyas cabezas sin duda eran de fierro o de madera,
persistían aún; pero no bailaban, bebían solamente, conversando entre ellos,
tartajeando, riéndose y profiriendo tremendas palabras. Las mujeres habían sido
olvidadas; ellos no venían por ellas, venían por beber, por embriagarse, y las
utilizaban al principio como un medio de lograr su objeto. Hasta el baile era
para ellos un pretexto para emborracharse. Sentadas, inclinaban ellas sus
humildes cabezas, esperando una nueva remesa de hombres que vinieran a buscar
allí su desequilibrio y su demencia alcohólica y a los cuales ayudarían en la
tarea. Ese era su papel. No existían allí como mujeres, simplemente como
mujeres, sino como medio de alcanzar esto o lo otro.
En la calle se oían gritos; los hombres que salían de la
casa se quedaban parados al borde de la acera, embotados, sin conciencia
alguna; permanecían así un instante, procurando darse cuenta del sitio y estado
en que se encontraban, y cuando al fin se orientaban, desaparecían gritando en
la noche. Otros peleaban, cayendo al suelo y sonando sordamente como sacos
llenos de papas y de sandías.
Tres o cuatro dormían sobre los sofás del salón; inútiles
fueron los gritos y los remezones induciéndolos a despertar y retirarse. Sus
camaradas, aburridos, los habían abandonado y allí estaban, como si estuvieran
fosilizados, pálidos, recorridos de improviso por largos escalofríos que les
hacían rechinar los dientes.
La casa permaneció así, en silencio, durante largo rato. Las
mujeres dormitaban; los borrachos, ahítos ya y callados, no hacían ademán
alguno de retirarse; ahí estaban, sin saber por qué estaban allí, pues ya no
sentían deseo de nada, ni de beber, ni de bailar, ni de hablar. Se miraban
entre sí, dirigiéndose forzadas e inexplicables sonrisas. Pero de pronto, el
obscuro patio se llenó de voces claras, firmes, alegres. La dueña de casa, que
no bebía, ni bailaba, ni dormía, animó a las mujeres:
-Ya viene gente...
-Las mujeres, soñolientas y destempladas, se acercaron a la
puerta. Una fila de individuos penetró al salón. Al verlos, la patrona se
encogió de hombros y dijo:
-La que faltaba, la palomilla.
Era, en efecto, la palomilla, la terrible y peligrosa
palomilla; pero no la formada por chiquillos vendedores de diarios, lustrabotas
y raterillos, sino otra muy distinta: la palomilla cuchillera, la fina
palomilla, que mariposea en la noche bajo la luz de los faroles suburbanos y
desaparece al amanecer en los zaguanes de los conventillos, la palomilla que
roba cuando tiene ocasión de hacerlo y mata cuando la dejan y cuando nadie la
ve, y que, sin embargo, no es ladrona ni asesina de profesión, faltándole
audacia para lo primero y valor para lo segundo, pues no es ni valiente ni
audaz sino en la obscuridad y en la soledad de las callejuelas apartadas.
La dueña de casa tenía razón al no recibirlos con agrado; la
palomilla no es generosa, puesto que es pobre de condición y miserable de
espíritu; no es amable, puesto que es brutal; no es tranquila, puesto que es
maleante. Gastaban poco y se divertían mucho, pero su diversión era fría como
una daga y triste como una máscara.
Eran seis hombres y los seis iban vestidos de una manera
desaliñada y pobre. Camisa sin cuello, gorra o sombrero, ropas lustrosas y
deshilachadas; algunos calzaban zapatos gastados y rotos, otros llevaban
alpargatas; varios no tenían chaleco.
Uno de ellos se acercó a la dueña de casa. Era un hombre
como de veintiocho años, alto y delgado, con movimientos de autómata en todo su
cuerpo; los brazos le colgaban fláccidamente de los enjutos hombros; tenía un
rostro grande, huesudo, lampiño, de color mate, linfático, sin expresión, de labios
finos y descoloridos, entre los cuales asomaban largos dientes verdosos. Todo
él daba una fuerte impresión de frialdad, que hacía encogerse a las mujeres
como ante una culebra. Se llamaba Atilio, apodado "El Maldito", es
decir, el cuchillero sin valor.
-Buenas noches, misiá María -dijo, con una sonrisa que
quería ser jovial-. ¿Cómo le va?
-No tan bien como a vos. ¿Qué andan haciendo por acá?
-Venimos a visitarla; a divertirnos un ratito.
-¡Pero no vayan a pelear!
-No, somos gente tranquila...
-Sí, muy tranquila. ¿Cuántas veces han estado presos esos
que vienen contigo?
Atilio se encogió de hombros y mostró sus dientes verdosos:
-Las cosas de misiá María... ¡Siempre tan tandera!
-Sí, no ves que yo no los conozco. ¿Cuándo saliste en
libertad?
-El miércoles. Fíjese que me estaban echando la culpa de la
muerte del Negro Agustín. ¡Tanto tiempo que no lo veo!
-¡Tanto tiempo que no lo veo! El día antes que lo mataran
estuvieron aquí con él.
-Je, je ¡Las cosas de misiá María!...
-Bueno, ¿van a tomar algo?
-Sí, unos diez vasitos de vino. Aquí está la plata.
Extendió la mano, mostrando en la palma de ella un arrugado
y sucio billete de diez pesos; pero la dueña de casa vaciló en tomarlos. A
pesar de su avaricia, era generosa con la palomilla, pero esta generosidad era
solamente un cálculo; regalándoles un poco de licor, se irían en cuanto lo
terminaran, y como lo que ella quería era que se fueran cuanto antes, raras
veces les cobraba. Además, con ello hacía méritos para que no le robaran. Por
fin dijo:
-No, no me pagues; les regalo los diez vasos.
-Muchas gracias, señora María; siempre tan generosa con los
pobres.
-Pero no peleen ni se roban nada.
-¡Cómo se le ocurre! No somos gente tragediosa...
-¡Hum!
Volvió a empezar la música y el baile; bailaban los
palomillas en parejas, animándose unos a otros con ásperos gritos y palmoteando
las flacas manos, que sonaban como delgadas tablas. Bailaban gravemente,
dramáticamente, con una expresión trágica en sus rostros demacrados; hacían la
menor cantidad posible de movimientos y sus piernas parecían pegadas unas a
otras, de tal modo eran lentos y breves sus pasos. Exigían que la letra de los
cantos fueran tristes, que no hablaran de amores alegres, ni de esperanzas
sencillas; cuando las tocadoras no les daban en el gusto, cantaban ellos,
acompañándose del piano, con voz blanca, sin tono, versos que parecían escritos
en la cárcel o en el hospital: ¡Mi vida!
Solicito un imposible,
por un imposible muero;
imposible es olvidar
el imposible que quiero...
¡Ay, ay, ay! Y los que bailaban, al zapatear silenciosamente
sobre la alfombra, con movimientos arrastrados y sin moverse de un mismo lugar,
parecían hacer un agujero en el suelo.
Poco a poco se fueron animando. Al terminar de bailar,
bebían moderadamente, haciéndose guiños de inteligencia. No servían ni una gota
a las mujeres; el licor era para los hombres. Y ellas bailaban sin ganas, por
obligación y por temor. De aquellos hombres no se podía esperar amor, ni generosidad,
ni siquiera amabilidad; pero, tampoco había que olvidarlos o desairarlos,
porque se podía recibir de ellos algo más duro y para ellas más temibles: una
bofetada o una puñalada.
***
Una hora larga haría que aquellos seis hombres estaban allí,
cuando penetró al salón un nuevo grupo de individuos, la mayor parte de ellos
vestidos de negro, decentemente. La dueña de casa, que conocía a cada uno y a
todos sus parroquianos, comentó:
-¡Bah! Primero la palomilla y ahora los ladrones... Se juntó
el hambre con las ganas de comer...
Se habían reunido las dos ramas últimas de la fauna
santiaguina: los palomillas y los ladrones. Cuando éstos entraron, bailaban
Atilio y uno de sus compañeros. Los recién llegados se agruparon en la puerta
del salón, observando y comentando.
-Son
malditos. Fíjate cómo bailan.
-Ese que baila, el más alto, es el maldito Atilio.
-He estado preso con él en el mismo calabozo.
-Cuchillero fino.
-Pega a la mala, por detrás y a la segura...
Los otros, por su parte, hacían lo mismo:
-Son ladrones.
-Ese chico de bigotes es Tobías, el maletero.
-Ese alto es el Cabro Armando, llavero.
-Andan tomando.
-Vámonos -insinuó uno.
-¿Por qué? -interrogó Atilio, que terminaba de bailar-. ¿Qué
nos pueden hacer ellos que nosotros no les hagamos? Además, aquí se trata de
divertirse y no de pelear. Sigamos bailando...
Al ver a los ladrones, las mujeres palmotearon de contento.
Para ellas el ladrón es siempre más amable y más generoso que el palomilla;
gasta cuanto tiene y quiere que todos se alegren junto a él. Las mujeres los
conocían bien y fueron hacia ellos, olvidando a los otros. Pero la dueña de
casa, que conocía muy bien el carácter de unos y otros, intervino:
-No dejen solos a los niños; hay que atender a todos.
Las mujeres se rebelaron:
-¡Qué, esos rotos! Ni las gracias le dan a una cuando
terminan de bailar, ni un traguito le sirven. Palomilla y basta...
Los ladrones pidieron una considerable cantidad de licor y
pagaron en el acto. La zalagarda empezó de nuevo, pero ahora estruendosamente,
con ímpetu renovador; los ladrones bailaban y cantaban, gritando con
aturdimiento, riendo, cortejando a las mujeres, bromeando entre ellos. Eran muy
buenos camaradas que se divertían juntos durante un momento, sin importarles el
momento siguiente, que para ellos era siempre desconocido.
Entretanto, los palomillas quedaron olvidados en un rincón,
bebiendo en silencio y mirando a mujeres y hombres con ojos de rencor. Hicieron
dos o tres tentativas para que las mujeres bailaran nuevamente con ellos, pero
no lo consiguieron; contestaban:
-Estoy tan cansada.
-Otro ratito...
-Estoy comprometida.
Se daban aires de señoritas. El maldito Atilio, que recibió
una contestación semejante, apretó los dientes y se puso más pálido; los labios
se le pusieron más delgados. Murmuró:
-Bueno está...
-Y volviendo hacia su asiento, dijo a sus compañeros:
-Afírmense, ñatos, porque de aquí alguien va a salir para
los mármoles de la Morgue.
Los demás, que no tenían el avezamiento y la destreza de su
camarada, se pusieron nerviosos, palpando inconscientemente los mangos de sus
cuchillas, esperando el instante de la riña. Éste no se hizo esperar. En un
salón lleno de hombres y mujeres de esa calaña, no había de faltar. Una de las
mujeres, al terminar de bailar y desorientada por el griterío y el baile,
equivocó la mesa de los ladrones con la de los palomillas y tomó un vaso,
bebiendo un trago de vino; pero apenas había realizado este último movimiento,
advirtió su error y miró hacia los maleantes. Doce ojos la miraban fijamente.
Quiso pedir disculpas, pero antes de que lograra pronunciar una palabra recibió
un insulto y un empujón que la estrelló violentamente contra uno de los
ladrones. Y el maldito Atilio, de pie junto a la mesa, le gritó:
-¿Tenemos cara de tontos nosotros o crees que venimos aquí a
regalarte el vino? Miren que niña...
La mujer, furiosa, contestó:
-¡Palomilla, maldito!
-¿Y qué más me sacas? -preguntó Atilio con sorna.
-¡Cobarde!
-¿Y qué más?
Un insulto brutal rebotó contra el rostro de madera de
Atilio y éste marchó impetuosamente contra la mujer, levantando el brazo. Pero
en ese instante un hombre se interpuso entre los dos. Era un hombre de baja
estatura, pero grueso y musculoso, lleno de vivacidad y resolución en sus
movimientos; su rostro moreno lucía un bigotillo negro y rizoso; los ojos eran
grandes y llenos de fuego. Un diente de oro le relumbraba en la sonrisa,
haciéndola más viva. Era la antítesis del maldito Atilio, frío y estirado como
una raíz marina. Detuvo al maldito poniéndole una mano en el pecho y haciéndole
retroceder.
-¿Qué pasa? -preguntó éste, asombrado.
-¡Eso es lo que digo yo, señor! ¿Qué pasa? -contestó el
otro- ¿Para qué tanta bulla por un poco de vino? Yo se lo devolveré si tanta
falta le hace y tanto lo siente. Tome...
Fue hacia la mesa y cogiendo dos vasos llenos de vino los
colocó en la mesa de Atilio.
-Ahí tiene su vino; no llore.
Atilio se encogió como un gusano al ser tocado:
-¿Y quién le mete a usted en lo que no le importa?
-Me meto porque soy capaz de meterme. ¿O cree que el único
capaz aquí es usted? Psché, qué niñito...
El tono del ladrón era agresivo y duro. Los demás
presenciaban la escena sin intervenir, sorprendidos, tan rápido era el
desarrollo de ella y tan enérgico su contenido. Estaban separados los dos
grupos de hombres, y las mujeres, al fondo del salón, arrumadas al piano,
parecían una parvada de pollos asustados. La patrona salió hacia el patio y
desde allí observaba los acontecimientos, pronta a llamar a la policía.
-Pero Atilio, agachado, con los hombros encogidos, estiraba
los brazos y abría las manos en un gesto de sorpresa:
-Bueno, pues señor, ¿qué le digo yo? Así será, pues...
Pero el otro no se dejaba engañar.
-No, no se encoja de hombros. Si yo le conozco... En cuanto
me dé vuelta usted se me va a echar encima; pero a mí no, hermanito. Si es
brujo me va a pegar por detrás; si no, no.
-¿Y con qué le voy a pegar yo?
-¿Con qué me va a pegar? Con su cuchilla, que la tiene en la
cintura o debajo del brazo... Sáquela, ¿qué espera?
-Cuchilla... ¿De dónde saco yo cuchilla?
-Bueno, basta... Sigamos bailando -intervino uno de los
compañeros del ladrón.
-Bailemos -contestó él. La tocadora se sentó al piano y
empezó a tocar desmañadamente, sin quitar los ojos del espejo; las mujeres se
rehicieron y la dueña de casa volvió al salón. Le parecía que el asunto había
terminado. Sin embargo...
Tobías, el ladrón, que no quitaba ojo de las manos del
maldito, quiso probarlo y se dio vuelta, dándole la espalda, pero observándole
por el espejo; Atilio, que no esperaba sino este movimiento para proceder a su
modo, sin sospechar que era una trampa que se le tendía, levantó rápidamente la
mano hacia la axila del brazo izquierdo; pero Tobías se dio vuelta y se lanzó
contra él, sujetándole el brazo derecho.
-¡Qué va a hacer, señor, que va a hacer!
-¡Suélteme! -gritó el otro, forcejeando, rabioso por haber
sido sorprendido.
-¡Suéltese usted solo, si es capaz!
Pero el maldito se esforzaba inútilmente por soltarse; el
ladrón lo tenía sujeto con mano de hierro. Tobías era mucho más bajo de
estatura que Atilio, siendo, en cambio, más fuerte; su rostro enrojeció con el
esfuerzo, mientras que el de Atilio empalidecía. La dueña de casa volvió a
salir al patio y se fue directamente a la puerta. El asunto ya no tenía
arreglo; alguien iba a quedar tirado en el suelo. De pronto, haciendo un
violento esfuerzo, el maldito logró deslizar un poco el brazo y su mano
apareció empuñando una cuchilla. Uno de los palomillas, más nervioso o más
decidido que los otros, se lanzó hacia Tobías, pero recibió un puñetazo que lo
derribó sordamente sobre la alfombra. Y el agresor, saltando al medio del salón
y sacando una daga, gritó:
-Ya, Tobías, suéltalo, que yo lo afirmo.
Sin soltar el brazo derecho de Atilio, el ladrón dio un
puñetazo en el rostro de su contrincante, empujándolo, al mismo tiempo que lo
soltaba; luego saltó hacia atrás y gritó:
-¡Pásamela!
Recibió el arma e hizo frente a Atilio que se le venía
encima, parándolo con un movimiento de su daga. Las mujeres salieron gritando.
-¡Y ahora, compadre Atilio, encomiéndese a su madre, porque
usted no le volverá a pegar a nadie a la mala! -gritó Tobías.
Atilio tuvo miedo. Tenía costumbre de manejar cuchilla, pero
no en esa forma y frente a un hombre apasionado como aquel; sin embargo, el
hecho era inevitable y si no hería y mataba pronto, sería él el herido o el
muerto. Se recogió sobre sí mismo y ocultó su arma bajo el sombrero, mostrando
solamente la punta de ella asomada bajo el ala.
Los demás se dispusieron a pelear igualmente. Con los
dientes y los puños apretados se miraban con rabia, dirigiéndose preguntas
breves y agresivas:
-¿Y qué, pues, y qué?
-¿Y qué?
-¡Sácala!
-Sácala vos primero...
Un brazo volteó en el aire y los espejos recogieron un
reflejo metálico. Tobías sorteando la puñalada, avanzó resueltamente,
acercándose a Atilio, y en el momento en que éste echaba el brazo hacia atrás,
su mano estiró el brazo, lo recogió y lo volvió a estirar y las dos veces su
arma encontró el cuerpo del maldito. Atilio se encogió, cayendo pesadamente al
suelo. Más pálido y demacrado que nunca, sus ojos miraban hacia un punto
lejano. Tobías gritó:
-Tan diablo y tan maldito que eres y por dos chuzacitos que
te pegué ya te estás muriendo...
Se oyó una voz de mujer que gritaba:
-¡La policía!
Uno de los ladrones cogió una silla y dio un fuerte golpe a
la araña; se apagaron las luces y en la obscuridad nadie supo lo que pasó.
Cuando la policía, precedida de la dueña de casa, entró al
salón, encontró en el suelo al maldito Atilio que se desangraba copiosamente y
en los sillones a tres borrachos que dormían a pierna suelta. Los demás habían
desaparecido.
Así terminó, en la casa de doña María de los Santos, aquella
noche de canto y baile.
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