sexta-feira, 26 de abril de 2019

La visita del señor Testator





El señor Testator alquiló una serie de habitaciones en Lyons Inn, pero tenía un mobiliario muy escaso para su dormitorio y ninguno para su sala de estar. Había vivido en estas condiciones varios meses invernales y las habitaciones le resultaban muy desnudas y frías. Un día, pasada la medianoche, cuando estaba sentado escribiendo y le quedaba todavía mucho por escribir antes de acostarse, se dio cuenta de que no tenía carbón. Lo había abajo, pero nunca había ido al sótano; sin embargo, la llave del sótano estaba en la repisa de su chimenea y si bajaba y abría el sótano que le correspondía podía suponer que el carbón que en él hubiera sería el suyo. En cuanto a su lavandera, vivía entre las vagonetas de carbón y lo barqueros del Támesis, pues en aquella época había barqueros en el Támesis, en un desconocido agujero junto al río, en los callejones y senderos del otro lado del Strand.

Por lo que se refiere a cualquier otra persona con la que pudiera encontrarse o le pudiera poner objeciones, Lyons Inn estaba llena de persona dormidas, borrachas, sensibleras, extravagantes, que apostaban, que meditaban sobre la manera de renovar o reducir una factura... todas ellas dormidas o despiertas pero preocupadas por sus propios asuntos.

El señor Testator cogió con una mano el cubo del carbón; la vela y la llave con la otra. Descendió a las tristes cavernas subterráneas del Lyons Inn, desde donde los últimos vehículos de las calles resultaban estruendosos y todas las tuberías de la vecindad parecían tener el amén de Macbeth pegado a la garganta y estar tratando de escupirlo. Tras andar a tientas de aquí para allá entre las puertas bajas sin propósito alguno, el señor Testator llegó por fin a una puerta de candado oxidado en la que ajustaba su llave. Tras abrir la puerta con grandes problemas y mirar al interior, descubrió que no había carbón, sino un confuso montón de muebles. Alarmado por aquella intrusión en las propiedades de otra persona, cerró de nuevo la puerta, encontró su sotanillo, llenó el cubo y volvió a subir las escaleras.

Pero los muebles que había visto pasaban corriendo incesantemente por la mente del señor Testator, como si se movieran sobre cojinetes, cuando a las cinco de la mañana, helado de frío, se dispuso a acostarse. Sobre todo deseaba una mesa para escribir, y el mueble que estaba al fondo del montón era precisamente un escritorio. Cuando por la mañana apareció su lavandera, salida de su madriguera, para hacerle el té, artificiosamente llevó la conversación al tema de los sotanillos y los muebles; pero resultó evidente que las dos ideas no se conectaron en la mente de la criada. Cuando ésta le dejó solo sentado ante el desayuno y pensando en los muebles, se acordó que el cerrojo estaba oxidado y dedujo de ello que los muebles debían estar almacenados en los sótanos desde hacía mucho tiempo... que quizá su propietario los había olvidado, o incluso había muerto.

Tras pensar en ello varios días, durante los cuales no pudo obtener en Lyons Inn noticia alguna sobre los muebles, se desesperó y decidió tomar prestada la mesa. Lo hizo aquella misma noche. Y no tenía la mesa cuando decidió tomar prestado también un sillón; y todavía no lo tenía cuando pensó coger una librería, y luego un diván, y luego una alfombra grande y otra pequeña. Para entonces se había dado cuenta de que «se había aprovechado tanto de los muebles» que no podrían empeorar las cosas si los tomaba prestados todos. Y en consecuencia, lo hizo así y dejó cerrado el sotanillo. Siempre lo había cerrado tras cada visita. Había subido cada uno de los muebles en la oscuridad de la noche, y en el mejor de los casos se había sentido tan perverso como un ladrón de cadáveres. Todos los muebles estaban sucios y costrosos cuando los llevó a sus habitaciones, y tuvo que pulirlos, como si fuera un asesino culpable, mientras Londres dormía.

El señor Testator vivió en sus habitaciones amuebladas dos o tres años, o más, y gradualmente se fue acostumbrando a la idea de que los muebles eran suyos. Era ésa una sensación que le resultaba conveniente hasta que de pronto, una noche a una hora tardía, escuchó unos pasos en las escaleras, y una mano que rozaba la puerta buscando el llamador, y luego una llamada profunda y solemne que actuó como un resorte en el sillón del señor Testator, lanzándolo fuera de él, pues con gran prontitud atendió a la llamada.

El señor Testator se acercó a la puerta con una vela en la mano y encontró allí a un hombre muy pálido y alto; estaba un poco encorvado; sus hombros eran muy altos, el pecho muy estrecho y la nariz muy roja; un tipo verdaderamente cursi. Se envolvía en un raído y largo abrigo negro que por delante se cerraba con más agujas que botones, y oprimía bajo el brazo un paraguas sin mango, como si estuviera tocando una gaita.

-Le ruego que me perdone, pero ¿puede usted informarme...? -empezó a decir, pero se detuvo; sus ojos se posaron en algún objeto de la habitación.

-¿Si puedo informarle de qué? -preguntó el señor Testator observando alarmado aquella detención.

-Le ruego que me perdone -prosiguió el desconocido-. Pero... no era ésta la pregunta que iba a hacerle... ¿no estoy viendo un pequeño mueble que me pertenece?

El señor Testator había empezado a decir, tartamudeando, que no sabía, cuando el visitante se deslizó a su lado introduciéndose en la habitación. Una vez dentro, con unas maneras de duende que dejaron congelado hasta el tuétano al señor Testator, examinó primero el escritorio, y dijo: «mío», luego el sillón, del que dijo: «mío», luego la librería, y dijo: «mía»; luego dio la vuelta a una esquina de la alfombra y dijo: «¡mía!» En resumen, inspeccionó sucesivamente todos los muebles sacados del sotanillo afirmando que eran suyos. Hacia el final de la investigación, el señor Testator se dio cuenta de que estaba empapado de licor y que el licor era ginebra, pero la ginebra no le volvía inestable ni en su manera de hablar ni en su porte, sino que le añadía en ambos aspectos cierta rigidez.

El señor Testator se encontraba en un estado terrible, pues (según redactó la historia) por primera vez se dio cuenta plenamente de las consecuencias posibles de lo que había hecho intrépida y descuidadamente. Después de que estuvieran un rato en pie mirándose el uno al otro, con voz temblorosa empezó a decir:

-Señor, me doy cuenta de que le debo la explicación, compensación y restitución más completa. Los muebles serán suyos. Permítame rogarle que sin malos modos y sin siquiera una irritación natural por su parte, podríamos tener un poco...

-...de algo para beber -le interrumpió el desconocido-. Estoy de acuerdo.

El señor Testator había pensado decir «un poca de conversación tranquila», pero con gran alivio aceptó la enmienda. Sacó una garrafa de ginebra y estaba procurando conseguir agua caliente y azúcar cuando se dio cuenta de que el visitante se había bebido ya la mitad del contenido. Con el agua caliente y azúcar, la visita se bebió el resto antes de llevar una hora en la habitación según las campanas de la iglesia de Santa María del Strand; y durante el proceso susurraba frecuentemente para sí mismo: «¡mío!

Cuando se acabó la ginebra y el señor Testator se preguntó lo que iba a suceder, el visitante se levantó y dijo con creciente rigidez:

-Señor, ¿a qué hora de la mañana resultará conveniente?

-¿A las diez? -se arriesgó a sugerir el señor Testator.

A las diez entonces, señor, en ese momento estaré aquí -afirmó y luego se quedó un rato contemplando ociosamente al señor Testator, para añadir-: ¡qué Dios le bendiga! ¿Y cómo está su esposa?

El señor Testator (que no se había casado nunca) respondió con gran sentimiento:

-Con gran ansiedad, la pobre, pero bien en otros aspectos.

Entonces el visitante se dio la vuelta y se marchó, cayéndose dos veces por las escaleras. Desde ese momento no volvió a saber de él. No supo si se había tratado de un fantasma, o de una ilusión espectral de la conciencia, o de un borracho que no tenía ninguna relación con el cuarto, o del dueño verdadero de los muebles, borracho, con una recuperación transitoria de la memoria; no supo si había llegado a salvo a casa, o no tenía casa alguna a la que ir; no supo si por el camino lo mató el licor, o si vivió en el licor para siempre; no volvió a saber nada de él. Ésta fue la historia, traspasada con los muebles y considerada auténtica por el que los recibió en una serie de habitaciones de la parte superior de la triste Lyons Inn.

FIN

Mr. Testator's Visitation

Charles Dickens


Biblioteca Digital Ciudad Seva

sábado, 13 de abril de 2019

JULIAN ASSANGE É O PRIMEIRO GEEK CAÇADO GLOBALMENTE:



Finalmente conseguiram prender Julian Assange. Reproduzo, sem tirar nem pôr, o texto que escrevi em 2010, n'O Biscoito Fino e a Massa, quando começaram a caçá-lo.



 pela superpotência militar, por seus estados satélite e pelas principais polícias do mundo. É um australiano cuja atividade na internet catupultou-o de volta à vida real com outra cidadania, a de uma espécie de palestino sem passaporte ou entrada em nenhum lugar. Ele não é o primeiro a ser caçado pelo poder por suas atividades na rede, mas é o primeiro a sofrê-lo de um jeito tentacular, planetário e inescapável. 

Enquanto que os blogueiros censurados do Irã seriam recebidos como heróis nos EUA para o inevitável espetáculo de propaganda, Assange teve todos os seus direitos mais elementares suspensos globalmente, de tal forma que tornou-se o sujeito mundialmente inospedável, o primeiro, salvo engano, a experimentar essa condição só por ter feito algo na internet. Acrescenta mais ironia, note-se, o fato de que ele fez o mais simples que se pode fazer na rede: publicar arquivos .txt, palavras, puro texto, telegramas que ele não obteve, lembremos, de forma ilegal.

ASSANGE É O CRIMINOSO SEM CRIME. Ao longo dos dias que antecederam sua entrega à polícia britânica, os aparatos estatal-político-militar-jurídico dos EUA e estados satélite batiam cabeças, procurando algo de que Assange pudesse ser acusado. Se os telegramas foram vazados por outrem, se tudo o que faz o Wikileaks é publicar, se está garantido o sigilo da fonte e se os documentos são de evidente interesse público, a única punição passível, por traição, espionagem ou coisa mais leve que fosse, caberia exclusivamente a quem vazou. O Wikileaks só publica. Ele se apropria do que a digitalização torna possível, a reprodutibilidade infinita dos arquivos, e do que a internet torna possível, a circulação global da hospedagem dessas reproduções. Atuando de forma estritamente legal, ele testa o limite da liberdade de expressão da democracia moderna com a publicação de segredos desconfortáveis para o poder. Nesse teste, os EUA (Departamento de Estado, Justiça, Democratas, Republicanos, grande mídia, senso comum) deixaram claro: não se aplica a Primeira Emenda, liberdade de expressão ou coisa que o valha. Uniram-se todos, como em 2003 contra as “armas de destruição em massa” do Iraque. Foi cerco e caça geral a Assange, implacável.

O WIKILEAKS É UM RELATO DE INÉDITA HIBRIDEZ, para o qual ainda não há gênero. Leva algo de todos: épica, ficção científica, policial, novela bizantina, tragédia, farsa e comédia, pelo menos. Quem vem acompanhando a história saberá da pitada de cada uma dessas formas literárias na sua composição. O que me chama a atenção no relato é que lhe falta a característica essencial de um desses gêneros: é um policial sem crime, uma ficção científica sem tecnologia futura, uma novela bizantina sem peregrinação, comédia sem final feliz, tragédia sem herói de estatura trágica, épica sem batalha, farsa sem a mínima graça. Kafka e Orwell, tão diferentes entre si, talvez sejam os dois melhores modelos literários para entender o Wikileaks.

Como em Kafka, o crime de Assange não é uma entidade com existência positiva, para a qual você possa apontar. Assange é um personagem que vem direto d’O Processo, romance no qual K. será sempre culpado por uma razão das mais simples: SEU CRIME É NÃO LEMBRAR-SE DE QUAL FOI O SEU CRIME. Essa é a fórmula genial que encontra Kafka para instalar a culpa de K. como inescapável: o processo se instala contra a memória.

O Advogado-Geral da União de Obama, que aceitou não levar à Justiça um núcleo que durante o governo Bush planejou ilegalmente bombardeios a populações de milhões, levou à morte centenas de milhares, torturou milhares, esse mesmo Advogado-Geral que topou esquecer-se desses singelos crimes e não processá-los, peregrinava pateticamente em busca de uma lei, um farrapo de artigo em algum lugar que lhe permitisse processar Julian Assange. O melhor que conseguiram foi um apelo ao Ato de Espionagem de 1917, feito em época de guerra global declarada (coisa em que os EUA, evidentemente, não estão) e já detonado várias vezes pela Suprema Corte, mais ilustremente no caso Watergate.

De 2010, quando escrevi as linhas acima, a 2019, em que as republico, algo curioso aconteceu. Assange agora vai preso pelo crime de apropriar-se de informação que é ao mesmo tempo secreta e de interesse cidadão e torná-la pública de verdade, de graça, para todos. Enquanto isso, escrevemos em uma plataforma, o Facebook, que consiste em tomar dados pessoais que são privados, não são de interresse cidadão, e torná-los públicos para alguns CNPJs, mediante dinheiro.

O fundador do Wikileaks vai para a cadeia e o fundador do Facebook habita as capas de Time e cia. como homem do ano, da década, do século.

Aí ele pensou: a vida não tem sentido. Aí ela sorriu. Aí ele pensou: mas vai que de repente tem...

Otto Leopoldo Winck


Não se submeter




VLADIMIR SAFATLE

"Quem controla o passado, controla o futuro?" Esta frase de "1984", de George Orwell, descreve bem um dos fundamentos do Estado autoritário.

Pois, no autoritarismo, trata-se sempre de compreender o passado como objeto de controle do Estado. Seus ocupantes vestem as roupas de historiadores, apagam mais uma vez o sangue dos mortos, profanam suas sepulturas, negam compulsivamente as violências que o poder praticou. Depois disso, eles criam relações negadas por todas as testemunhas, por todos os historiadores reais, na esperança de que um delírio repetido infinitamente possa se transformar em realidade.

Nesta semana, descobrimos que o senhor que ocupa a cadeira de ministro da Educação está disposto a literalmente reescrever os livros de história fornecidos aos nossos alunos, apagando o golpe de 1964 e a ditadura.

No romance de Orwell, havia um Ministério da Verdade responsável por reescrever os jornais do passado e apagar notícias a fim de adequar o que ocorreu aos desejos, sempre cambiantes, do poder em curso. Sugiro então que esse desgoverno seja honesto ao menos uma vez e troque o nome do Ministério da Educação para aquilo que ele realmente é — a saber, o Ministério da Verdade (que é conveniente ao poder).

O problema são os números. Segundo pesquisa Ibope realizada em março de 1964, 59% da população era a favor das medidas anunciadas por Jango no famoso comício da Central do Brasil. Na mesma época, 49,8% admitiam votar em Jango caso ele pudesse concorrer à próxima eleição. Por fim, outra pesquisa mostrava que seu governo era considerado ótimo por 15%, bom por 30%, regular por 24% e ruim por apenas por 16%. Isso depois de anos de tentativas de desestabilizá-lo.

Onde estava então o "clamor" do povo contra um governo eleito e suas medidas? Que tal ensinar aos nossos alunos esses números e deixá-los tirar suas próprias conclusões sobre o que ocorreu?

Mas talvez esteja na hora de tirar as conclusões de todas as consequências da exposição do verdadeiro núcleo autoritário deste governo. Pois vale lembrar que, mesmo em um democracia liberal, a legitimidade de um governo não vem do fato de ele ter ganho uma eleição.

Os nazistas também venceram as eleições e começaram por constituir legalmente governos de coalização. Isso serve para nos lembrar que a legitimidade vem de outro lugar: do fato de se mostrar capaz de ser o guardião do exercício do dissenso. A primeira função de um governo é garantir que o dissenso opere.

No entanto, um governo que nega golpes de Estado em seu próprio país e que afirma que um regime que prendeu arbitrariamente, assassinou, estuprou, ocultou cadáveres, censurou, exilou, perseguiu seus opositores é um regime "normal" está a dizer que ele também pode fazer o mesmo.

Afinal, se o golpe não foi golpe, se a ditadura não foi ditadura, por que o governo atual também não poderia dar golpes que não são golpes e agir como ditaduras que não são mesmo ditaduras?

Ao fazer isso, ele legitima quem clama por golpes na rua e gostaria de abraçar as mesmas ações que caracterizam uma ditadura, além de sinalizar à sociedade que não vê problema algum em fazer o mesmo caso julgue necessário.

O fato de Bolsonaro ter sido deputado por várias legislaturas não implica comprometimento com os limites da "democracia parlamentar", mas diz simplesmente que ele não se sentia forte o suficiente para operar da maneira que sempre sonhou.

Ou seja, uma sociedade que permite um governo destes cava sua própria cova. Este governo já saiu de qualquer limiar do que mesmo uma democracia liberal aceitaria. Ele já não tem mais legitimidade alguma para continuar a ocupar os lugares do poder. É composto por quem aplaudiu quando éramos exilados, assassinados e torturados. Eles farão o mesmo novamente, assim que a oportunidade lhes for dada.

Sendo assim, não há razão alguma para reconhecê-lo nem para obedecê-lo. A sociedade brasileira deve desobedecer sistematicamente a este governo até que ele caia. Ela não deve reconhecer o poder de quem dá provas sistemáticas de que desrespeita o comprometimento elementar contra o arbítrio.

Ao insultar a história brasileira, este governo quebra qualquer pacto possível.

Vladimir Safatle
Professor de filosofia da USP, autor de “O Circuito dos Afetos: Corpos Políticos, Desamparo e o Fim do Indivíduo”.

FSP 5.04.2019

quarta-feira, 10 de abril de 2019

Míster Taylor




-Menos rara, aunque sin duda más ejemplar -dijo entonces el otro-, es la historia de Mr. Percy Taylor, cazador de cabezas en la selva amazónica.
Se sabe que en 1937 salió de Boston, Massachusetts, en donde había pulido su espíritu hasta el extremo de no tener un centavo. En 1944 aparece por primera vez en América del Sur, en la región del Amazonas, conviviendo con los indígenas de una tribu cuyo nombre no hace falta recordar.

Por sus ojeras y su aspecto famélico pronto llegó a ser conocido allí como "el gringo pobre", y los niños de la escuela hasta lo señalaban con el dedo y le tiraban piedras cuando pasaba con su barba brillante bajo el dorado sol tropical. Pero esto no afligía la humilde condición de Mr. Taylor porque había leído en el primer tomo de las Obras Completas de William G. Knight que si no se siente envidia de los ricos la pobreza no deshonra.

En pocas semanas los naturales se acostumbraron a él y a su ropa extravagante. Además, como tenía los ojos azules y un vago acento extranjero, el Presidente y el Ministro de Relaciones Exteriores lo trataban con singular respeto, temerosos de provocar incidentes internacionales.

Tan pobre y mísero estaba, que cierto día se internó en la selva en busca de hierbas para alimentarse. Había caminado cosa de varios metros sin atreverse a volver el rostro, cuando por pura casualidad vio a través de la maleza dos ojos indígenas que lo observaban decididamente. Un largo estremecimiento recorrió la sensitiva espalda de Mr. Taylor. Pero Mr. Taylor, intrépido, arrostró el peligro y siguió su camino silbando como si nada hubiera pasado.

De un salto (que no hay para qué llamar felino) el nativo se le puso enfrente y exclamó:

-Buy head? Money, money.

A pesar de que el inglés no podía ser peor, Mr. Taylor, algo indispuesto, sacó en claro que el indígena le ofrecía en venta una cabeza de hombre, curiosamente reducida, que traía en la mano.

Es innecesario decir que Mr. Taylor no estaba en capacidad de comprarla; pero como aparentó no comprender, el indio se sintió terriblemente disminuido por no hablar bien el inglés, y se la regaló pidiéndole disculpas.

Grande fue el regocijo con que Mr. Taylor regresó a su choza. Esa noche, acostado boca arriba sobre la precaria estera de palma que le servía de lecho, interrumpido tan solo por el zumbar de las moscas acaloradas que revoloteaban en torno haciéndose obscenamente el amor, Mr. Taylor contempló con deleite durante un buen rato su curiosa adquisición. El mayor goce estético lo extraía de contar, uno por uno, los pelos de la barba y el bigote, y de ver de frente el par de ojillos entre irónicos que parecían sonreírle agradecidos por aquella deferencia.

Hombre de vasta cultura, Mr. Taylor solía entregarse a la contemplación; pero esta vez en seguida se aburrió de sus reflexiones filosóficas y dispuso obsequiar la cabeza a un tío suyo, Mr. Rolston, residente en Nueva York, quien desde la más tierna infancia había revelado una fuerte inclinación por las manifestaciones culturales de los pueblos hispanoamericanos.

Pocos días después el tío de Mr. Taylor le pidió -previa indagación sobre el estado de su importante salud- que por favor lo complaciera con cinco más. Mr. Taylor accedió gustoso al capricho de Mr. Rolston y -no se sabe de qué modo- a vuelta de correo "tenía mucho agrado en satisfacer sus deseos". Muy reconocido, Mr. Rolston le solicitó otras diez. Mr. Taylor se sintió "halagadísimo de poder servirlo". Pero cuando pasado un mes aquél le rogó el envío de veinte, Mr. Taylor, hombre rudo y barbado pero de refinada sensibilidad artística, tuvo el presentimiento de que el hermano de su madre estaba haciendo negocio con ellas.

Bueno, si lo quieren saber, así era. Con toda franqueza, Mr. Rolston se lo dio a entender en una inspirada carta cuyos términos resueltamente comerciales hicieron vibrar como nunca las cuerdas del sensible espíritu de Mr. Taylor.

De inmediato concertaron una sociedad en la que Mr. Taylor se comprometía a obtener y remitir cabezas humanas reducidas en escala industrial, en tanto que Mr. Rolston las vendería lo mejor que pudiera en su país.

Los primeros días hubo algunas molestas dificultades con ciertos tipos del lugar. Pero Mr. Taylor, que en Boston había logrado las mejores notas con un ensayo sobre Joseph Henry Silliman, se reveló como político y obtuvo de las autoridades no sólo el permiso necesario para exportar, sino, además, una concesión exclusiva por noventa y nueve años. Escaso trabajo le costó convencer al guerrero Ejecutivo y a los brujos Legislativos de que aquel paso patriótico enriquecería en corto tiempo a la comunidad, y de que luego luego estarían todos los sedientos aborígenes en posibilidad de beber (cada vez que hicieran una pausa en la recolección de cabezas) de beber un refresco bien frío, cuya fórmula mágica él mismo proporcionaría.

Cuando los miembros de la Cámara, después de un breve pero luminoso esfuerzo intelectual, se dieron cuenta de tales ventajas, sintieron hervir su amor a la patria y en tres días promulgaron un decreto exigiendo al pueblo que acelerara la producción de cabezas reducidas.

Contados meses más tarde, en el país de Mr. Taylor las cabezas alcanzaron aquella popularidad que todos recordamos. Al principio eran privilegio de las familias más pudientes; pero la democracia es la democracia y, nadie lo va a negar, en cuestión de semanas pudieron adquirirlas hasta los mismos maestros de escuela.

Un hogar sin su correspondiente cabeza teníase por un hogar fracasado. Pronto vinieron los coleccionistas y, con ellos, las contradicciones: poseer diecisiete cabezas llegó a ser considerado de mal gusto; pero era distinguido tener once. Se vulgarizaron tanto que los verdaderos elegantes fueron perdiendo interés y ya sólo por excepción adquirían alguna, si presentaba cualquier particularidad que la salvara de lo vulgar. Una, muy rara, con bigotes prusianos, que perteneciera en vida a un general bastante condecorado, fue obsequiada al Instituto Danfeller, el que a su vez donó, como de rayo, tres y medio millones de dólares para impulsar el desenvolvimiento de aquella manifestación cultural, tan excitante, de los pueblos hispanoamericanos.

Mientras tanto, la tribu había progresado en tal forma que ya contaba con una veredita alrededor del Palacio Legislativo. Por esa alegre veredita paseaban los domingos y el Día de la Independencia los miembros del Congreso, carraspeando, luciendo sus plumas, muy serios, riéndose, en las bicicletas que les había obsequiado la Compañía.

Pero, ¿que quieren? No todos los tiempos son buenos. Cuando menos lo esperaban se presentó la primera escasez de cabezas.

Entonces comenzó lo más alegre de la fiesta.

Las meras defunciones resultaron ya insuficientes. El Ministro de Salud Pública se sintió sincero, y una noche caliginosa, con la luz apagada, después de acariciarle un ratito el pecho como por no dejar, le confesó a su mujer que se consideraba incapaz de elevar la mortalidad a un nivel grato a los intereses de la Compañía, a lo que ella le contestó que no se preocupara, que ya vería cómo todo iba a salir bien, y que mejor se durmieran.

Para compensar esa deficiencia administrativa fue indispensable tomar medidas heroicas y se estableció la pena de muerte en forma rigurosa.

Los juristas se consultaron unos a otros y elevaron a la categoría de delito, penado con la horca o el fusilamiento, según su gravedad, hasta la falta más nimia.

Incluso las simples equivocaciones pasaron a ser hechos delictuosos. Ejemplo: si en una conversación banal, alguien, por puro descuido, decía "Hace mucho calor", y posteriormente podía comprobársele, termómetro en mano, que en realidad el calor no era para tanto, se le cobraba un pequeño impuesto y era pasado ahí mismo por las armas, correspondiendo la cabeza a la Compañía y, justo es decirlo, el tronco y las extremidades a los dolientes.

La legislación sobre las enfermedades ganó inmediata resonancia y fue muy comentada por el Cuerpo Diplomático y por las Cancillerías de potencias amigas.

De acuerdo con esa memorable legislación, a los enfermos graves se les concedían veinticuatro horas para poner en orden sus papeles y morirse; pero si en este tiempo tenían suerte y lograban contagiar a la familia, obtenían tantos plazos de un mes como parientes fueran contaminados. Las víctimas de enfermedades leves y los simplemente indispuestos merecían el desprecio de la patria y, en la calle, cualquiera podía escupirle el rostro. Por primera vez en la historia fue reconocida la importancia de los médicos (hubo varios candidatos al premio Nóbel) que no curaban a nadie. Fallecer se convirtió en ejemplo del más exaltado patriotismo, no sólo en el orden nacional, sino en el más glorioso, en el continental.

Con el empuje que alcanzaron otras industrias subsidiarias (la de ataúdes, en primer término, que floreció con la asistencia técnica de la Compañía) el país entró, como se dice, en un periodo de gran auge económico. Este impulso fue particularmente comprobable en una nueva veredita florida, por la que paseaban, envueltas en la melancolía de las doradas tardes de otoño, las señoras de los diputados, cuyas lindas cabecitas decían que sí, que sí, que todo estaba bien, cuando algún periodista solícito, desde el otro lado, las saludaba sonriente sacándose el sombrero.

Al margen recordaré que uno de estos periodistas, quien en cierta ocasión emitió un lluvioso estornudo que no pudo justificar, fue acusado de extremista y llevado al paredón de fusilamiento. Sólo después de su abnegado fin los académicos de la lengua reconocieron que ese periodista era una de las más grandes cabezas del país; pero una vez reducida quedó tan bien que ni siquiera se notaba la diferencia.

¿Y Mr. Taylor? Para ese tiempo ya había sido designado consejero particular del Presidente Constitucional. Ahora, y como ejemplo de lo que puede el esfuerzo individual, contaba los miles por miles; mas esto no le quitaba el sueño porque había leído en el último tomo de las Obras completas de William G. Knight que ser millonario no deshonra si no se desprecia a los pobres.

Creo que con ésta será la segunda vez que diga que no todos los tiempos son buenos. Dada la prosperidad del negocio llegó un momento en que del vecindario sólo iban quedando ya las autoridades y sus señoras y los periodistas y sus señoras. Sin mucho esfuerzo, el cerebro de Mr. Taylor discurrió que el único remedio posible era fomentar la guerra con las tribus vecinas. ¿Por qué no? El progreso.

Con la ayuda de unos cañoncitos, la primera tribu fue limpiamente descabezada en escasos tres meses. Mr. Taylor saboreó la gloria de extender sus dominios. Luego vino la segunda; después la tercera y la cuarta y la quinta. El progreso se extendió con tanta rapidez que llegó la hora en que, por más esfuerzos que realizaron los técnicos, no fue posible encontrar tribus vecinas a quienes hacer la guerra.

Fue el principio del fin.

Las vereditas empezaron a languidecer. Sólo de vez en cuando se veía transitar por ellas a alguna señora, a algún poeta laureado con su libro bajo el brazo. La maleza, de nuevo, se apoderó de las dos, haciendo difícil y espinoso el delicado paso de las damas. Con las cabezas, escasearon las bicicletas y casi desaparecieron del todo los alegres saludos optimistas.

El fabricante de ataúdes estaba más triste y fúnebre que nunca. Y todos sentían como si acabaran de recordar de un grato sueño, de ese sueño formidable en que tú te encuentras una bolsa repleta de monedas de oro y la pones debajo de la almohada y sigues durmiendo y al día siguiente muy temprano, al despertar, la buscas y te hallas con el vacío.

Sin embargo, penosamente, el negocio seguía sosteniéndose. Pero ya se dormía con dificultad, por el temor a amanecer exportado.

En la patria de Mr. Taylor, por supuesto, la demanda era cada vez mayor. Diariamente aparecían nuevos inventos, pero en el fondo nadie creía en ellos y todos exigían las cabecitas hispanoamericanas.



Fue para la última crisis. Mr. Rolston, desesperado, pedía y pedía más cabezas. A pesar de que las acciones de la Compañía sufrieron un brusco descenso, Mr. Rolston estaba convencido de que su sobrino haría algo que lo sacara de aquella situación.

Los embarques, antes diarios, disminuyeron a uno por mes, ya con cualquier cosa, con cabezas de niño, de señoras, de diputados.

De repente cesaron del todo.

Un viernes áspero y gris, de vuelta de la Bolsa, aturdido aún por la gritería y por el lamentable espectáculo de pánico que daban sus amigos, Mr. Rolston se decidió a saltar por la ventana (en vez de usar el revólver, cuyo ruido lo hubiera llenado de terror) cuando al abrir un paquete del correo se encontró con la cabecita de Mr. Taylor, que le sonreía desde lejos, desde el fiero Amazonas, con una sonrisa falsa de niño que parecía decir: "Perdón, perdón, no lo vuelvo a hacer."

FIN

 Augusto Monterroso

28 Mar 2012


Un artista del hambre



Franz Kafka

En los últimos decenios, el interés por los ayunadores ha disminuido muchísimo. Antes era un buen negocio organizar grandes exhibiciones de este género como espectáculo independiente, cosa que hoy, en cambio, es imposible del todo. Eran otros los tiempos. Entonces, toda la ciudad se ocupaba del ayunador; aumentaba su interés a cada día de ayuno; todos querían verlo siquiera una vez al día; en los últimos del ayuno no faltaba quien se estuviera días enteros sentado ante la pequeña jaula del ayunador; había, además, exhibiciones nocturnas, cuyo efecto era realzado por medio de antorchas; en los días buenos, se sacaba la jaula al aire libre, y era entonces cuando les mostraban el ayunador a los niños. Para los adultos aquello solía no ser más que una broma, en la que tomaban parte medio por moda; pero los niños, cogidos de las manos por prudencia, miraban asombrados y boquiabiertos a aquel hombre pálido, con camiseta oscura, de costillas salientes, que, desdeñando un asiento, permanecía tendido en la paja esparcida por el suelo, y saludaba, a veces, cortésmente o respondía con forzada sonrisa a las preguntas que se le dirigían o sacaba, quizá, un brazo por entre los hierros para hacer notar su delgadez, y volvía después a sumirse en su propio interior, sin preocuparse de nadie ni de nada, ni siquiera de la marcha del reloj, para él tan importante, única pieza de mobiliario que se veía en su jaula. Entonces se quedaba mirando al vacío, delante de sí, con ojos semicerrados, y sólo de cuando en cuando bebía en un diminuto vaso un sorbito de agua para humedecerse los labios.

Aparte de los espectadores que sin cesar se renovaban, había allí vigilantes permanentes, designados por el público (los cuales, y no deja de ser curioso, solían ser carniceros); siempre debían estar tres al mismo tiempo, y tenían la misión de observar día y noche al ayunador para evitar que, por cualquier recóndito método, pudiera tomar alimento. Pero esto era sólo una formalidad introducida para tranquilidad de las masas, pues los iniciados sabían muy bien que el ayunador, durante el tiempo del ayuno, en ninguna circunstancia, ni aun a la fuerza, tomaría la más mínima porción de alimento; el honor de su profesión se lo prohibía.

A la verdad, no todos los vigilantes eran capaces de comprender tal cosa; muchas veces había grupos de vigilantes nocturnos que ejercían su vigilancia muy débilmente, se juntaban adrede en cualquier rincón y allí se sumían en los lances de un juego de cartas con la manifiesta intención de otorgar al ayunador un pequeño respiro, durante el cual, a su modo de ver, podría sacar secretas provisiones, no se sabía de dónde. Nada atormentaba tanto al ayunador como tales vigilantes; lo atribulaban; le hacían espantosamente difícil su ayuno. A veces, sobreponíase a su debilidad y cantaba durante todo el tiempo que duraba aquella guardia, mientras le quedase aliento, para mostrar a aquellas gentes la injusticia de sus sospechas. Pero de poco le servía, porque entonces se admiraban de su habilidad que hasta le permitía comer mientras cantaba.

Muy preferibles eran, para él, los vigilantes que se pegaban a las rejas, y que, no contentándose con la turbia iluminación nocturna de la sala, le lanzaban a cada momento el rayo de las lámparas eléctricas de bolsillo que ponía a su disposición el empresario. La luz cruda no lo molestaba; en general no llegaba a dormir, pero quedar traspuesto un poco podía hacerlo con cualquier luz, a cualquier hora y hasta con la sala llena de una estrepitosa muchedumbre. Estaba siempre dispuesto a pasar toda la noche en vela con tales vigilantes; estaba dispuesto a bromear con ellos, a contarles historias de su vida vagabunda y a oír, en cambio, las suyas, sólo para mantenerse despierto, para poder mostrarles de nuevo que no tenía en la jaula nada comestible y que soportaba el hambre como no podría hacerlo ninguno de ellos. Pero cuando se sentía más dichoso era al llegar la mañana, y por su cuenta les era servido a los vigilantes un abundante desayuno, sobre el cual se arrojaban con el apetito de hombres robustos que han pasado una noche de trabajosa vigilia. Cierto que no faltaban gentes que quisieran ver en este desayuno un grosero soborno de los vigilantes, pero la cosa seguía haciéndose, y si se les preguntaba si querían tomar a su cargo, sin desayuno, la guardia nocturna, no renunciaban a él, pero conservaban siempre sus sospechas.

Pero éstas pertenecían ya a las sospechas inherentes a la profesión del ayunador. Nadie estaba en situación de poder pasar, ininterrumpidamente, días y noches como vigilante junto al ayunador; nadie, por tanto, podía saber por experiencia propia si realmente había ayunado sin interrupción y sin falta; sólo el ayunador podía saberlo, ya que él era, al mismo tiempo, un espectador de su hambre completamente satisfecho. Aunque, por otro motivo, tampoco lo estaba nunca. Acaso no era el ayuno la causa de su enflaquecimiento, tan atroz que muchos, con gran pena suya, tenían que abstenerse de frecuentar las exhibiciones por no poder sufrir su vista; tal vez su esquelética delgadez procedía de su descontento consigo mismo. Sólo él sabía -sólo él y ninguno de sus adeptos- qué fácil cosa era el suyo. Era la cosa más fácil del mundo. Verdad que no lo ocultaba, pero no le creían; en el caso más favorable, lo tomaban por modesto, pero, en general, lo juzgaban un reclamista, o un vil farsante para quien el ayuno era cosa fácil porque sabía la manera de hacerlo fácil y que tenía, además, el cinismo de dejarlo entrever. Había de aguantar todo esto, y, en el curso de los años, ya se había acostumbrado a ello; pero, en su interior, siempre le recomía este descontento y ni una sola vez, al fin de su ayuno -esta justicia había que hacérsela-, había abandonado su jaula voluntariamente.

El empresario había fijado cuarenta días como el plazo máximo de ayuno, más allá del cual no le permitía ayunar ni siquiera en las capitales de primer orden. Y no dejaba de tener sus buenas razones para ello. Según le había enseñado su experiencia, durante cuarenta días, valiéndose de toda suerte de anuncios que fueran concentrando el interés, podía quizá aguijonearse progresivamente la curiosidad de un pueblo; mas pasado este plazo, el público se negaba a visitarle, disminuía el crédito de que gozaba el artista del hambre. Claro que en este punto podían observarse pequeñas diferencias según las ciudades y las naciones; pero, por regla general, los cuarenta días eran el período de ayuno más dilatado posible. Por esta razón, a los cuarenta días era abierta la puerta de la jaula, ornada con una guirnalda de flores; un público entusiasmado llenaba el anfiteatro; sonaban los acordes de una banda militar, dos médicos entraban en la jaula para medir al ayunador, según normas científicas, y el resultado de la medición se anunciaba a la sala por medio de un altavoz; por último, dos señoritas, felices de haber sido elegidas para desempeñar aquel papel mediante sorteo, llegaban a la jaula y pretendían sacar de ella al ayunador y hacerle bajar un par de peldaños para conducirle ante una mesilla en la que estaba servida una comidita de enfermo cuidadosamente escogida. Y en este momento, el ayunador siempre se resistía.

Cierto que colocaba voluntariamente sus huesudos brazos en las manos que las dos damas, inclinadas sobre él, le tendían dispuestas a auxiliarle, pero no quería levantarse. ¿Por qué suspender el ayuno precisamente entonces, a los cuarenta días? Podía resistir aún mucho tiempo más, un tiempo ilimitado; ¿por qué cesar entonces, cuando estaba en lo mejor del ayuno? ¿Por qué arrebatarle la gloria de seguir ayunando, y no sólo la de llegar a ser el mayor ayunador de todos los tiempos, cosa que probablemente ya lo era, sino también la de sobrepujarse a sí mismo hasta lo inconcebible, pues no sentía límite alguno a su capacidad de ayunar? ¿Por qué aquella gente que fingía admirarlo tenía tan poca paciencia con él? Si aún podía seguir ayunando, ¿por qué no querían permitírselo? Además, estaba cansado, se hallaba muy a gusto tendido en la paja, y ahora tenía que ponerse en pie cuan largo era, y acercarse a una comida, cuando con sólo pensar en ella sentía náuseas que contenía difícilmente por respeto a las damas. Y alzaba la vista para mirar los ojos de las señoritas, en apariencia tan amables, en realidad tan crueles, y movía después negativamente, sobre su débil cuello, la cabeza, que le pesaba como si fuese de plomo. Pero entonces ocurría lo de siempre; ocurría que se acercaba el empresario silenciosamente -con la música no se podía hablar-, alzaba los brazos sobre el ayunador, como si invitara al cielo a contemplar el estado en que se encontraba, sobre el montón de paja, aquel mártir digno de compasión, cosa que el pobre hombre, aunque en otro sentido, lo era; agarraba al ayunador por la sutil cintura, tomando al hacerlo exageradas precauciones, como si quisiera hacer creer que tenía entre las manos algo tan quebradizo como el vidrio; y, no sin darle una disimulada sacudida, en forma que al ayunador, sin poderlo remediar, se le iban a un lado y otro las piernas y el tronco, se lo entregaba a las damas, que se habían puesto entretanto mortalmente pálidas.

Entonces el ayunador sufría todos sus males: la cabeza le caía sobre el pecho, como si le diera vueltas, y, sin saber cómo, hubiera quedado en aquella postura; el cuerpo estaba como vacío; las piernas, en su afán de mantenerse en pie, apretaban sus rodillas una contra otra; los pies rascaban el suelo como si no fuera el verdadero y buscaran a éste bajo aquél; y todo el peso del cuerpo, por lo demás muy leve, caía sobre una de las damas, la cual, buscando auxilio, con cortado aliento -jamás se hubiera imaginado de este modo aquella misión honorífica-, alargaba todo lo posible su cuello para librar siquiera su rostro del contacto con el ayunador. Pero después, como no lo lograba, y su compañera, más feliz que ella, no venía en su ayuda, sino que se limitaba a llevar entre las suyas, temblorosas, el pequeño haz de huesos de la mano del ayunador, la portadora, en medio de las divertidas carcajadas de toda la sala, rompía a llorar y tenía que ser librada de su carga por un criado, de largo tiempo atrás preparado para ello.

Después venía la comida, en la cual el empresario, en el semisueño del desenjaulado, más parecido a un desmayo que a un sueño, le hacía tragar alguna cosa, en medio de una divertida charla con que apartaba la atención de los espectadores del estado en que se hallaba el ayunador. Después venía un brindis dirigido al público, que el empresario fingía dictado por el ayunador; la orquesta recalcaba todo con un gran trompeteo, marchábase el público y nadie quedaba descontento de lo que había visto, nadie, salvo el ayunador, el artista del hambre; nadie, excepto él.

Vivió así muchos años, cortados por periódicos descansos, respetado por el mundo, en una situación de aparente esplendor; mas, no obstante, casi siempre estaba de un humor melancólico, que se acentuaba cada vez más, ya que no había nadie que supiera tomarlo en serio. ¿ Con qué, además, podrían consolarle? ¿Qué más podía apetecer? Y si alguna vez surgía alguien, de piadoso ánimo, que lo compadecía y quería hacerle comprender que, probablemente, su tristeza procedía del hambre, bien podía ocurrir, sobre todo si estaba ya muy avanzado el ayuno, que el ayunador le respondiera con una explosión de furia, y, con espanto de todos, comenzaba a sacudir como una fiera los hierros de la jaula. Mas para tales cosas tenía el empresario un castigo que le gustaba emplear. Disculpaba al ayunador ante el congregado público; añadía que sólo la irritabilidad provocada por el hambre, irritabilidad incomprensible en hombres bien alimentados, podía hacer disculpable la conducta del ayunador. Después, tratando de este tema, para explicarlo pasaba a rebatir la afirmación del ayunador de que le era posible ayunar mucho más tiempo del que ayunaba; alababa la noble ambición, la buena voluntad, el gran olvido de sí mismo, que claramente se revelaban en esta afirmación; pero en seguida procuraba echarla abajo sólo con mostrar unas fotografías, que eran vendidas al mismo tiempo, pues en el retrato se veía al ayunador en la cama, casi muerto de inanición, a los cuarenta días de su ayuno. Todo esto lo sabía muy bien el ayunador, pero era cada vez más intolerable para él aquella enervante deformación de la verdad. ¡Presentábase allí como causa lo que sólo era consecuencia de la precoz terminación del ayuno! Era imposible luchar contra aquella incomprensión, contra aquel universo de estulticia. Lleno de buena fe, escuchaba ansiosamente desde su reja las palabras del empresario; pero al aparecer las fotografías, soltábase siempre de la reja, y, sollozando, volvía a dejarse caer en la paja. El ya calmado público podía acercarse otra vez a la jaula y examinarlo a su sabor.

Unos años más tarde, si los testigos de tales escenas volvían a acordarse de ellas, notaban que se habían hecho incomprensibles hasta para ellos mismos. Es que mientras tanto se había operado el famoso cambio; sobrevino casi de repente; debía haber razones profundas para ello; pero ¿quién es capaz de hallarlas?

El caso es que cierto día, el tan mimado artista del hambre se vio abandonado por la muchedumbre ansiosa de diversiones, que prefería otros espectáculos. El empresario recorrió otra vez con él media Europa, para ver si en algún sitio hallarían aún el antiguo interés. Todo en vano: como por obra de un pacto, había nacido al mismo tiempo, en todas partes, una repulsión hacia el espectáculo del hambre. Claro que, en realidad, este fenómeno no podía haberse dado así, de repente, y, meditabundos y compungidos, recordaban ahora muchas cosas que en el tiempo de la embriaguez del triunfo no habían considerado suficientemente, presagios no atendidos como merecían serlo. Pero ahora era demasiado tarde para intentar algo en contra. Cierto que era indudable que alguna vez volvería a presentarse la época de los ayunadores; pero para los ahora vivientes, eso no era consuelo. ¿Qué debía hacer, pues, el ayunador? Aquel que había sido aclamado por las multitudes, no podía mostrarse en barracas por las ferias rurales; y para adoptar otro oficio, no sólo era el ayunador demasiado viejo, sino que estaba fanáticamente enamorado del hambre. Por tanto, se despidió del empresario, compañero de una carrera incomparable, y se hizo contratar en un gran circo, sin examinar siquiera las condiciones del contrato.

Un gran circo, con su infinidad de hombres, animales y aparatos que sin cesar se sustituyen y se complementan unos a otros, puede, en cualquier momento, utilizar a cualquier artista, aunque sea a un ayunador, si sus pretensiones son modestas, naturalmente. Además, en este caso especial, no era sólo el mismo ayunador quien era contratado, sino su antiguo y famoso nombre; y ni siquiera se podía decir, dada la singularidad de su arte, que, como al crecer la edad mengua la capacidad, un artista veterano, que ya no está en la cumbre de su poder, trata de refugiarse en un tranquilo puesto de circo; al contrario, el ayunador aseguraba, y era plenamente creíble, que lo mismo podía ayunar entonces que antes, y hasta aseguraba que si lo dejaban hacer su voluntad, cosa que al momento le prometieron, sería aquella la vez en que había de llenar al mundo de justa admiración; afirmación que provocaba una sonrisa en las gentes del oficio, que conocían el espíritu de los tiempos, del cual, en su entusiasmo, habíase olvidado el ayunador.

Mas, allá en su fondo, el ayunador no dejó de hacerse cargo de las circunstancias, y aceptó sin dificultad que no fuera colocada su jaula en el centro de la pista, como número sobresaliente, sino que se la dejara fuera, cerca de las cuadras, sitio, por lo demás, bastante concurrido. Grandes carteles, de colores chillones, rodeaban la jaula y anunciaban lo que había que admirar en ella. En los intermedios del espectáculo, cuando el público se dirigía hacia las cuadras para ver los animales, era casi inevitable que pasaran por delante del ayunador y se detuvieran allí un momento; acaso habrían permanecido más tiempo junto a él si no hicieran imposible una contemplación más larga y tranquila los empujones de los que venían detrás por el estrecho corredor, y que no comprendían que se hiciera aquella parada en el camino de las interesantes cuadras.

Por este motivo, el ayunador temía aquella hora de visitas, que, por otra parte, anhelaba como el objeto de su vida. En los primeros tiempos apenas había tenido paciencia para esperar el momento del intermedio; había contemplado, con entusiasmo, la muchedumbre que se extendía y venia hacia él, hasta que muy pronto -ni la más obstinada y casi consciente voluntad de engañarse a sí mismo se salvaba de aquella experiencia- tuvo que convencerse de que la mayor parte de aquella gente, sin excepción, no traía otro propósito que el de visitar las cuadras. Y siempre era lo mejor el ver aquella masa, así, desde lejos. Porque cuando llegaban junto a su jaula, en seguida lo aturdían los gritos e insultos de los dos partidos que inmediatamente se formaban: el de los que querían verlo cómodamente (y bien pronto llegó a ser este bando el que más apenaba al ayunador, porque se paraban, no porque les interesara lo que tenían ante los ojos, sino por llevar la contraria y fastidiar a los otros) y el de los que sólo apetecían llegar lo antes posible a las cuadras. Una vez que había pasado el gran tropel, venían los rezagados, y también éstos, en vez de quedarse mirándolo cuanto tiempo les apeteciera, pues ya era cosa no impedida por nadie, pasaban de prisa, a paso largo, apenas concediéndole una mirada de reojo, para llegar con tiempo de ver los animales. Y era caso insólito el que viniera un padre de familia con sus hijos, mostrando con el dedo al ayunador y explicando extensamente de qué se trataba, y hablara de tiempos pasados, cuando había estado él en una exhibición análoga, pero incomparablemente más lucida que aquélla; y entonces los niños, que, a causa de su insuficiente preparación escolar y general -¿qué sabían ellos lo que era ayunar?-, seguían sin comprender lo que contemplaban, tenían un brillo en sus inquisidores ojos, en que se traslucían futuros tiempos más piadosos. Quizá estarían un poco mejor las cosas -decíase a veces el ayunador- si el lugar de la exhibición no se hallase tan cerca de las cuadras. Entonces les habría sido más fácil a las gentes elegir lo que prefirieran; aparte de que le molestaban mucho y acababan por deprimir sus fuerzas las emanaciones de las cuadras, la nocturna inquietud de los animales, el paso por delante de su jaula de los sangrientos trozos de carne con que alimentaban a los animales de presa, y los rugidos y gritos de éstos durante su comida. Pero no se atrevía a decirlo a la Dirección, pues, si bien lo pensaba, siempre tenía que agradecer a los animales la muchedumbre de visitantes que pasaban ante él, entre los cuales, de cuando en cuando, bien se podía encontrar alguno que viniera especialmente a verle. Quién sabe en qué rincón lo meterían, si al decir algo les recordaba que aún vivía y les hacía ver, en resumidas cuentas, que no venía a ser más que un estorbo en el camino de las cuadras.

Un pequeño estorbo en todo caso, un estorbo que cada vez se hacía más diminuto. Las gentes se iban acostumbrando a la rara manía de pretender llamar la atención como ayunador en los tiempos actuales, y adquirido este hábito, quedó ya pronunciada la sentencia de muerte del ayunador. Podía ayunar cuanto quisiera, y así lo hacía. Pero nada podía ya salvarle; la gente pasaba por su lado sin verle. ¿Y si intentara explicarle a alguien el arte del ayuno? A quien no lo siente, no es posible hacérselo comprender.

Los más hermosos rótulos llegaron a ponerse sucios e ilegibles, fueron arrancados, y a nadie se le ocurrió renovarlos. La tablilla con el número de los días transcurridos desde que había comenzado el ayuno, que en los primeros tiempos era cuidadosamente mudada todos los días, hacía ya mucho tiempo que era la misma, pues al cabo de algunas semanas este pequeño trabajo habíase hecho desagradable para el personal; y de este modo, cierto que el ayunador continuó ayunando, como siempre había anhelado, y que lo hacía sin molestia, tal como en otro tiempo lo había anunciado; pero nadie contaba ya el tiempo que pasaba; nadie, ni siquiera el mismo ayunador, sabía qué número de días de ayuno llevaba alcanzados, y su corazón sé llenaba de melancolía. Y así, cierta vez, durante aquel tiempo, en que un ocioso se detuvo ante su jaula y se rió del viejo número de días consignado en la tablilla, pareciéndole imposible, y habló de engañifa y de estafa, fue ésta la más estúpida mentira que pudieron inventar la indiferencia y la malicia innata, pues no era el ayunador quien engañaba: él trabajaba honradamente, pero era el mundo quien se engañaba en cuanto a sus merecimientos.

*

Volvieron a pasar muchos días, pero llegó uno en que también aquello tuvo su fin. Cierta vez, un inspector se fijó en la jaula y preguntó a los criados por qué dejaban sin aprovechar aquella jaula tan utilizable que sólo contenía un podrido montón de paja. Todos lo ignoraban, hasta que, por fin, uno, al ver la tablilla del número de días, se acordó del ayunador. Removieron con horcas la paja, y en medio de ella hallaron al ayunador.

-¿Ayunas todavía? -preguntole el inspector-. ¿Cuándo vas a cesar de una vez?

-Perdónenme todos -musitó el ayunador, pero sólo lo comprendió el inspector, que tenía el oído pegado a la reja.

-Sin duda -dijo el inspector, poniéndose el índice en la sien para indicar con ello al personal el estado mental del ayunador-, todos te perdonamos.

-Había deseado toda la vida que admiraran mi resistencia al hambre -dijo el ayunador.

-Y la admiramos -repúsole el inspector.

-Pero no deberían admirarla -dijo el ayunador.

-Bueno, pues entonces no la admiraremos -dijo el inspector-; pero ¿por qué no debemos admirarte?

-Porque me es forzoso ayunar, no puedo evitarlo -dijo el ayunador.

-Eso ya se ve -dijo el inspector-; pero ¿ por qué no puedes evitarlo?

-Porque -dijo el artista del hambre levantando un poco la cabeza y hablando en la misma oreja del inspector para que no se perdieran sus palabras, con labios alargados como si fuera a dar un beso-, porque no pude encontrar comida que me gustara. Si la hubiera encontrado, puedes creerlo, no habría hecho ningún cumplido y me habría hartado como tú y como todos.

Estas fueron sus últimas palabras, pero todavía, en sus ojos quebrados, mostrábase la firme convicción, aunque ya no orgullosa, de que seguiría ayunando.

-¡Limpien aquí! -ordenó el inspector, y enterraron al ayunador junto con la paja. Mas en la jaula pusieron una pantera joven. Era un gran placer, hasta para el más obtuso de sentidos, ver en aquella jaula, tanto tiempo vacía, la hermosa fiera que se revolcaba y daba saltos. Nada le faltaba. La comida que le gustaba traíansela sin largas cavilaciones sus guardianes. Ni siquiera parecía añorar la libertad. Aquel noble cuerpo, provisto de todo lo necesario para desgarrar lo que se le pusiera por delante, parecía llevar consigo la propia libertad; parecía estar escondida en cualquier rincón de su dentadura. Y la alegría de vivir brotaba con tan fuerte ardor de sus fauces, que no les era fácil a los espectadores poder hacerle frente. Pero se sobreponían a su temor, se apretaban contra la jaula y en modo alguno querían apartarse de allí.

FIN

“Ein Hungerkünstler”, 1924

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terça-feira, 9 de abril de 2019

GRITO MUDO...





Passo... deixo-te a vez.
Quem sabe teu grito
consiga, modo infinito,
ecoar pelas paredes dos quartos
das casas e das coisas entrincheiradas
em nossos próprios interiores?

A felicidade talvez seja mais vibrante
no exato instante,
em que o nosso senso pensa, modo intenso,
que ela não existe.
E aí o que persiste?
Simplesmente aquela vontade
de mirar as flores multicores,
dos jardins fadados a desaparecer.

Um grito mudo...
uma solidão pernóstica
dando vazão a uma ilógica
vontade de fazer-ser não perceber.

Um grito mudo
que representa o tudo
do imenso nada,
onde a grande maioria
- no que se faz abrumado dia -
sonha, chora e vive...

Josemir Tadeu Souza    

 13 de setembro de 2011 09:41



VIESTE




Vieste qual trovão em noite escura
Iluminando a senda em alto brado
Aonde havia o medo emoldurado
Cenário que deveras nos tortura

Chegaste num rompante e da loucura
Do amor se fez um tempo anunciado
Em glória e pesadelo gozo e enfado
Doçura se inundando em amargura.

Assim ao te sentir tão inconstante
O sonho se desfez no mesmo instante
Em que se torna viva esta saudade

E sendo-te fiel, porém nem tanto
Agora em meio à luz e ao desencanto
Diverso sentimento já me invade.
Marcos Loures

XAMÃ




Meu corpo indizível acordou mais cedo hoje,
querendo fazer o caminho das rosas
apesar de tocar os espinhos....
... Lancei meu olhar à terra em transe
onde jaz matança,extinçao,sêca ...
Amanheci procurando na solidão sem mágoa,
e atraves de minha limitada visão ,
algo que me unisse de volta à origem de tudo....
Aquele que enxerga no escuro
voando em espaçonaves imaginárias
para universos internos,sem mêdo,
aquele que me enfeiçou com seu sonho,
foi ele quem me abriu a porta para a comunicação.
Agora vagueio por bosques internos entregando-me ao ofício
de conhecer outros mundos e ancestrais deleites...
Meus rituais não sao os da pagelança,nem de passagens:
sou aprendiz das trevas e da luz,da troca de palavras e miragens...
Ando buscando contato com os minerais,animais,vegetais
e,apesar de duvidarem da minha sanidade,quero mais!
Procurando unguentos benfazejos que saem de meus porões
e buscam vida numa frágil folha de papel,
virei tambem especialista do invisível.
E,partindo do pressuposto de que na vida nada nos é dado
tudo é aprendido,
busquei no longiquo país do imaginário
nas mandalas de luz
nas rodas de fogo
nos rituais de iniciação
na tristeza e na dor
na paixão,alegria e na contemplação
o elo que me devolverá à natureza.
Suspeito que jamais serei uma xamã,
mas parece que virei poeta...

MARCIA TIGANI_


SETEMBRO 2011


DOR




O olhar marcado
Sobrevoava o horizonte
Abria-se fissuras
De sangue
No coração.
Espinhos atravessavam-se
No peito
Tensão...
O brilho radiante
Do sol já não mais
O invadia
A tristeza, insistia.
Ela, logo ela,
Que via a vida
Com paixão
Descontrolou-se
Emudeceu.
E, num suspiro profundo,
Um sussurro a implorar de coração:
- Cante-me, cante-me
Mais uma vez...
Somente uma vez...
Nossa última canção.

Nara Freitas



Todo poeta é um ser itinerante, ele paira sobre vários estilos, vários galhos, atravessa rios, mares, pontes..seja lá o que for..sempre se encaixa...dá um jeito e se submete...à escrita é claro..a escrita poetizada, poetizante, refinada e claro..BELA! 


Giselle Serejo.

4 de setembro de 2011 12:56

OS SINOS




QUEM
NÃO
TEM
BENS

BEM
NÃO
TEM
NÃO

TEM
NÃO
TEM

NÃO
TEM
NÃO

Waldo Motta   


 27 de agosto de 2011 21:01

CANÇÃO DO MIGRANTE



Tenho saudades da terra onde nasci
Dos seus rios , vales e montanhas
Da minha casa e do meu povo
Do cheiro do cacau e das pedras preciosas

Por terras estranhas estou a vagar
Aqui encontrei meu amor, sofro minhas dores
São quase quatro décadas longe de ti
Guardo na memória cada lembrança do passado

O quê seria de mim, sem suas raízes
O quê será de mim, com tantas saudades
O quê será de ti minha amada Macarani
Sem o retorno de seu filho pródigo

(Manoel Hélio)

DESOBJETO OU A ANTIMATÉRIA





No meio do quintal acima do varal tinha um belo pente,
O pente no quintal se esforçava para não ser belo pehte.
Estava próximo de ser apenas folha dentada for formigas.
Junto com caramujos, todos oa sapos e as suas queridas.
Bactérias e o tempo roeram sua vísceras e esse estrupício.
Mas quem pode afirmar que o pente é um organismo vivo?

Faltrava ao pente coluna vertebral, costelas e uma medula.
Não se poderia dizer que o objeto era um pente ou medusa.
Grampos deram local a cachos de cores meio vede musgo.
Cães e moribundos aproveitavam e mijavam no lusco fusco.
Parecia que o pente perdera sua personalidade e desobjeto.
Nem as carolas sentiam falta de um calafrio, tesão ou afeto.

O poeta destro deparou com a cena e viu o estágio terminal.
O pente nem se quisesse poderia passar como objeto tal.
Já estava incorporado ao universo como partícula, átomo.
Ou então dizem os poetas rio, osso, montanhas, ou lagarto.


Eduardo Ribeiro Toledo             

 20 de agosto de 2011 16:20

Tábula





Falo,
minha arte
comunica

Não quero preencher teus olhos
com místicas magas
mitológicas sereias
belas fadas

Nem quero
formular ritos
de um mosto mortal

Dito o escrito
em lama de vulcão
magma sonoro
terra candente
tal o turbilhão de águas primordiais
que anteviu a geração de tudo pela palavra

Venho romper teus tímpanos
vazar teu solo
encontrar o irrequieto centro
de teu desejo
convocar-te à paz nenhuma

Esta lábia
pronuncitada
baboseiras não baba

Pousa bálsamo versado
de um doce nardo

É verbo retado
transgressor de meus acomodados:
– ah! isso não tem jeito,
é sempre assim mesmo!

Eis meu dote
que dôo com graça

Sou nomeado favo monteiro
rico protetor e guerreiro
noviluminário do oeste

E antes que torne a mim:

– Aleijado, até aqui, não rasteje!

Fabio Freire       

20 de agosto de 2011 13:57

sábado, 6 de abril de 2019


O exorcismo e descarrego final do autoritarismo 1964 virão do retumbante fracasso total do desgoverno bolsonarista. O aumento do desemprego, a desestruturação social do poder aquisitivo, o desmonte da saúde, a deforma da previdência, o descontrole da deseducação no MEC, o descarte da cultura, o desmoronamento da justiça com o juiz politiqueiro, o descrédito dos torturadores, a destruição dos direitos humanos dos excluídos e periféricos, a desnacionalização e privatização entreguista, todas essas desesperadas medidas promovem a desmoralização e deserção dos seus apoiadores no PSL, nas forças armadas, no sistema judicial, na grande mídia, no empresariado, na classe média troglodita, nos pastores de extrema-direita, nas hordas bolsonazistas. Todo apoio anterior se desmancha com incrível rapidez depois de 100 dias de um desgoverno horroroso, desestruturador, decrépito e sem destino. Bolsonaro será o ato final, o epílogo da desconstrução, derrota e decepção definitiva da ditadura de 1964. A extrema-direita será desprezada, descontada e descartada depois disso tudo.

Rco


Em uma sociedade moderna a ciência e a universidade possuem importante papel social ao fazerem a triagem entre verdade e mentira. No campo das ciências sociais e das humanidades as críticas das definições, formas e conteúdos são igualmente decisivos. 31 de março de 1964 foi golpe de uma parte reacionária da sociedade contra a democracia. O nazismo é de direita e sempre foi. Temer foi um dos chefes do golpe de 2016 contra a presidenta eleita Dilma e foi preso porque é culpado. Aécio Neves nunca foi preso porque apresenta capitais sociais e políticos familiares elitizados, já Lula se tornou um preso político e sem nenhuma evidência documental de crime comprovada porque é o chefe da oposição popular ao mesmo golpe. O sistema judicial e policial, o sistema socialmente real e existente no Brasil, é derivado das antigas Ordenações Filipinas, baseado em diferenças significativas entre "nobres", "peões" e "escravizados", "raça, cor e gênero", de modo que podemos entender como um helicóptero com quase meia tonelada de cocaína terá um tratamento diferenciado do jovem, negro, trabalhador de baixa renda e baixa escolaridade, morador de favelas da periferia. O papel da universidade e das ciências sociais, o papel das suas plurais comunidades científicas, é o debate sobre a verdade social e política, um intenso campo de lutas sociais e políticas. Quem reconhece a verdade e denuncia a mentira sobre a existência de golpes, de nazismos de esquerda, de terra plana, os antievolucionistas, as modernas fake news, velhas ideologias de extrema-direita, é a triagem e autoridade crítica da universidade. Não é o político, o militar, o religioso, o jurista, o jornalista, o astrólogo, o senso comum, quem definirá a verdade científica das teses, mas as bancas de professores doutores, profissionais de décadas de estudos, leituras, debates e ciência. Daí entendemos as rasas tentativas de ataques da direita ideológica anticientífica contra a universidade, contra os seus currículos, contra seus professores e cientistas, por parte de tipos analfabetos, sem diplomas, sem certificação de qualidade universitária, sem doutorado e sem critérios de excelência acadêmica, critérios para enfrentarem o duro combate cotidiano pela construção dialética, em constante mudança e transformação, das verdades sociais e políticas em metamorfose...

Ricardo Costa de Oliveira

A Mulher Monstro


A peça teatral mais discutida no Festival de Teatro de Curitiba desse ano é "A Mulher Monstro". A peça foi vetada pela Prefeitura de Curitiba e será apresentada em livre espaço público, nas Ruínas de São Francisco, de 4 a 7 de abril, 19 horas. Não existe fascismo e autoritarismo sem a conversão de mulheres "normais" em bestas fascistas. Todos nós conhecemos mulheres com limitada cultura e educação, que se metamorfosearam em "mulheres monstros". "Conges" de muitas falsas autoridades golpistas por aí, eram advogadas, gerentes de marketing, pastoras, policiais, pensionistas das forças armadas, pequenas lojistas, empresárias do agronegócio latifundiário, médicas, socialites, a lista é longa e extensa na deformação de um pensamento se trogloditizando, espumando ódio irracional na luta de classes, espelhos de confusões mentais e ideológicas na defesa ensandecida de seus pretensos privilégios e vantagens sociais. Falsa religiosidade cristã, intolerância, hipocrisia e peçonha. Como todo o resto do conjunto do bolsonarismo não é prova de força social, moral, de hegemonia cultural e política, mas prova de desespero e falência existencial porque sabem que o seu velho mundo de falcatruas e enganações pode desmoronar. Vale a pena.

Ricardo Costa de Oliveira

As ciências sociais têm sim o poder de análise e previsibilidade


As ciências sociais têm sim o poder de análise e previsibilidade, como qualquer ciência ! Escrevi o livro "Na Teia do Nepotismo" em 2012. Notícia de hoje comprovando o que escrevemos há anos - "A teia de parentes e amigos enredados na Quadro Negro. Quando se lê com atenção a lista de réus e demais implicados na Operação Quadro Negro e nas outras conduzidas pelo Ministério Público Federal e pelo Gaeco descobre-se a existência de variados graus de proximidade entre eles. Do exame, surge uma intrincada teia de sócios, amigos, parentes e subordinados que agem de maneira coordenada, cada um cumprindo papeis específicos com maior ou menor importância...Veja-se a lista dos já declarados réus da Quadro Negro: Beto Richa, Fernanda Richa, Luiz Abi Antoun, Ezequias Moreira, Jorge Atherino, Rafael Wawryniuk, João Gilberto Cominese Freire, Eduardo Lopes de Souza e Maurício Fanini. Quase todos eles são réus duas vezes na mesma ação penal, acusados ora por por corrupção e lavagem de dinheiro, ora por organização criminosa e obstrução de justiça"
Ricardo Costa de Oliveira

tchutchuca


Para quem acompanha os debates na CCJ da Câmara há vários anos ficou a impressão da covardia e principalmente ausência da bancada governista, se é que existe, depois das inquirições. O espetáculo dos ministros do Bozo "apanhando" no Congresso é o que há de mais constrangedor e oposicionista. O confisco das aposentadorias está para o governo Bolsonaro o que o confisco das poupanças esteve para o governo Collor, uma ameaça de pá de cal precoce. Querendo ou não querendo, concordando ou não com o termo tchutchuca, Zeca Dirceu passou a ser nacionalmente conhecido e consagrado como o deputado lacrador que detonou Guedes, uma técnica antes utilizada pela direita para um mundo de redes sociais, twitters e zaps, agora usada inversamente. As referências e citações ao nome de Zeca Dirceu bombaram ontem e o hipocorístico "pegou" e "colou" na sofrível imagem de Guedes. Qualquer criança do antigo pré-primário sabia que uma reação intempestiva só beneficiará e ampliará o efeito do apelido.

Ricardo Costa de Oliveira

A virada na avaliação negativa de Bolsonaro


Podemos verificar a virada na avaliação negativa de Bolsonaro pelas pesquisas de opinião e também pelo sentimento das conversas nas ruas. Quando as pessoas simples começam a criticá-lo nos supermercados, estacionamentos, postos de combustíveis, locais públicos, é sinal que finalmente a onda de direita está em acelerado refluxo na direção contrária. O termômetro do cotidiano nas ruas. Uma das melhores definições foi a de um senhor que conheço e cumprimento há muitos anos. Nas eleições era um bolsonarista convicto alegando que tínhamos que colocá-lo lá porque os outros não resolveriam. Agora reclamou do roubo das aposentadorias e lembrou uma coisa que nós mal lembrávamos. O que decretou a falência mesmo da ditadura militar no governo Figueiredo foi a alta do preço do feijão, justamente o que acontece agora com a subida dos preços do feijão, 20% de aumento, ao lado da contínua subida dos combustíveis e a sensação do Bozo como um déjà vu, definitivamente instalado na imensa rejeição de um Figueiredo, Sarney, Collor, FHC nos finais de mandatos. Agora está gostoso criticar e falar mal do desgoverno bolsonaresco, torna-se uma conversa popular, um tema em que quase todos concordam e socializam na falta de outros assuntos. Que mudança da tensão eleitoral quando se iludiam com a farsa bolsonarista e estavam cegos e mesmo agressivos. Agora é seguro começar uma conversa com pessoas que não tenhamos intimidade malhando o desgoverno e sua penca de péssimos ministros, o papelão de um Moro fracassado, um Guedes, o colombiano do cai não cai, e rola mais apoio e concordância ao criticarmos os ilegítimos na presidência, do que ao falarmos do clima ou do último resultado esportivo ! Falar mal dos Bozos virou tema reconhecido por todos, assunto corriqueiro, banal e quase consensual.

Ricardo Costa de Oliveira

Ler um romance





Acompanhamos essas histórias como se observássemos uma paisagem e, transformando-a em pintura com os olhos da mente, deixamos que ela nos influencie

Um romance é uma segunda vida. Como os sonhos de que fala o poeta francês Gérard de Nerval, os romances revelam cores e complexidades de nossa vida e são cheios de pessoas, rostos e objetos que julgamos reconhecer. Assim como no sonho, quando lemos um romance, às vezes ficamos tão impressionados com a natureza extraordinária das coisas que nele encontramos que esquecemos onde estamos e nos vemos no meio dos acontecimentos e das pessoas imaginárias que contemplamos. Em tais ocasiões, achamos o mundo fictício que descobrimose apreciamos mais real que o mundo real. O fato de essa segunda vida nos parecer mais real que a realidade muitas vezes indica que substituímos a realidade pelo romance. Ou no mínimo o confundimos com a vida real. Mas nunca lamentamos essa ilusão, essa ingenuidade. Ao contrário, assim como em alguns sonhos, queremos que o romance que estamos lendo prossiga e esperamos que essa segunda vida continue evocando em nós uma sensação consistente de realidade e autenticidade. Apesar do que sabemos sobre a ficção, ficamos irritados e aborrecidos se um romance deixa de sustentar a ilusão de que é, na verdade, a vida real.

Sonhamos supondo que o sonho é real; essa é a definição de sonho. Do mesmo modo, lemos um romance supondo que ele é real – mas no fundo sabemos muito bem que não é assim. Esse paradoxo se deve à natureza do romance. Comecemos por enfatizar que a arte do romance conta com nossa capacidade de acreditar ao mesmo tempo em estados contraditórios.

Leio romances há quarenta anos. Sei que podemos adotar muitas posturas em relação ao romance, que existem muitas maneiras de engajar alma e mente nele, tratando-o com leviandade ou seriamente. Da mesma forma, aprendi pela experiência que há muitos modos de ler um romance. Às vezes, lemos logicamente; às vezes, com os olhos; às vezes, com a imaginação; às vezes, com uma pequena parte do cérebro; às vezes, como queremos; às vezes, como o livro quer; e, às vezes, com todas as fibras de nosso ser. Houve uma época, em minha juventude, na qual me dediquei por completo aos romances, lendo-os com atenção – até com êxtase. Naquele tempo, dos 18 aos 30 anos (1970 a1982), eu queria descrever o que me passava pela cabeça e pela alma da mesma forma como um pintor retrata com precisão e clareza uma paisagem vívida, complexa, animada, cheia de montanhas, planícies, rochedos, bosques e rios.

O que ocorre em nossa cabeça, e em nossa alma, quando lemos um romance? Em que essas sensações interiores diferem do que sentimos quando vemos um filme, contemplamos um quadro ou escutamos um poema, mesmo um poema épico? De quando em quando, um romance pode proporcionar os mesmos prazeres que uma biografia, um filme, um poema, um quadro ou um conto de fadas. No entanto, o efeito singular e verdadeiro dessa arte é fundamentalmente diferente do de outros gêneros literários, do filme e do quadro. E talvez eu possa começar a mostrar essa diferença falando sobre as coisas que eu fazia e as complexas imagens que surgiam dentro de mim quando eu lia romances apaixonadamente em minha juventude.


 *O texto abaixo, escrito por Orhan Pamuk, foi publicado na edição número 62 da revista Piauí.
Saiba mais


Me destierro



[Poema - Texto completo.]

Miguel de Unamuno

Me destierro a la memoria,
voy a vivir del recuerdo.
Buscadme, si me os pierdo,
en el yermo de la historia,

que es enfermedad la vida
y muero viviendo enfermo.
Me voy, pues, me voy al yermo
donde la muerte me olvida.

Y os llevo conmigo, hermanos,
para poblar mi desierto.
Cuando me creáis más muerto
retemblaré en vuestras manos.

Aquí os dejo mi alma-libro,
hombre-mundo verdadero.
Cuando vibres todo entero,
soy yo, lector, que en ti vibro.

Biblioteca Digital Ciudad Seva


De Caio Fernando Abreu à escritora Hilda Hilst:




29/12/1970

Hildinha,

a carta para você já estava escrita, mas aconteceu agora de noite um negócio tão genial que vou escrever mais um pouco.

Depois que escrevi para você fui ler o jornal de hoje: havia uma notícia dizendo que Clarice Lispector estaria autografando seus livros numa televisão, à noite. Jantei e saí ventando. Cheguei lá timidíssimo, lógico. Vi uma mulher linda e estranhíssima num canto, toda de preto, com um clima de tristeza e santidade ao mesmo tempo, absolutamente incrível. Era ela. Me aproximei, dei os livros para ela autografar e entreguei o meu "Inventário". Ia saindo quando um dos escritores vagamente bichona que paparicava em torno dela inventou de me conhecer e apresentar. Ela sorriu novamente e eu fiquei por ali olhando. De repente fiquei supernervoso e sai para o corredor. Ia indo embora quando (veja que GLÓRIA) ela saiu na porta e me chamou: - “Fica comigo.” Fiquei. Conversamos um pouco. De repente ela me olhou e disse que me achava muito bonito, parecido com Cristo. Tive 33 orgasmos consecutivos. Depois falamos sobre Nélida (que está nos States) e você. Falei que havia recebido teu livro hoje, e ela disse que tinha muita vontade de ler, porque a Nélida havia falado entusiasticamente sobre "Lázaro". Aí, como eu tinha aquele outro exemplar que você me mandou na bolsa, resolvi dar a ela. Disse que vai ler com carinho. Por fim me deu o endereço e telefone dela no Rio, pedindo que eu a procurasse agora quando for.

Saí de lá meio bobo com tudo, ainda estou numa espécie de transe, acho que nem vou conseguir dormir. Ela é demais estranha. Sua mão direita está toda queimada, ficaram apenas dois pedaços do médio e do indicador, os outros não têm unhas. Uma coisa dolorosa. Tem manchas de queimadura por todo o corpo, menos no rosto, onde fez plástica. Perdeu todo o cabelo no incêndio: usa uma peruca de um loiro escuro. Ela é exatamente como os seus livros: transmite uma sensação estranha, de uma sabedoria e uma amargura impressionantes. É lenta e quase não fala. Tem olhos hipnóticos, quase diabólicos. E a gente sente que ela não espera mais nada de nada nem de ninguém, que está absolutamente sozinha e numa altura tal que ninguém jamais conseguiria alcançá-la. Muita gente deve achá-la antipaticíssima, mas eu achei linda, profunda, estranha, perigosa. É impossível sentir-se à vontade perto dela, não porque sua presença seja desagradável, mas porque a gente pressente que ela está sempre sabendo exatamente o que se passa ao seu redor. Talvez eu esteja fantasiando, sei lá. Mas a impressão foi fortíssima, nunca ninguém tinha me perturbado tanto. Acho que mesmo que ela não fosse Clarice Lispector eu sentiria a mesma coisa. Por incrível que pareça, voltei de lá com febre e taquicardia. Vê que estranho. Sinto que as coisas vão mudar radicalmente para mim – teu livro e Clarice Lispector num mesmo dia são, fora de dúvida, um presságio.

Fico por aqui, já é muito tarde.

Um grande beijo do teu

Caio.

CONTINUITY GIRL



 (Dominique Fourcade / trad. Paula Glenadel)

verificar bem se de uma tomada à outra eu uso as mesmas meias, a mesma pochette com jeito de coisa fina combinando não sei com quê. ela é intratável. hoje cedo estava furiosa porque eu não estava com a mesma voz. ao mesmo tempo a escrita é uma profissão em que a gente deve se apresentar irreconhecível. e realmente não sei como me virar.

Portugal ao contrário




Como se pode começar
Aquilo que já acabou
Como se pode acabar
Aquilo que não começou
Triste fado o fado nosso
O fado de um povo triste
Que nem a rezar pai-nosso
Evita este alegre despiste
O de ser ex-povo poeta
Porque virou nobre pateta

Ó meu Portugal
Que me dás o dia inteiro
A possibilidade de funeral
E todos os dias de nevoeiro
De afonsos sem qualquer dom
Sem segundos nem penúltimos
Porque agora sobes o tom
De sermos os primeiros dos últimos
Como cantar então a tua glória
Se só na derrota cantas vitória

Deste destino não me livro
De tanto bruxedo e feitiçaria
Narro-te em trovas de um livro
Porque é negra a tua magia
Desfeito dos teus feitos heróicos
Que te dilataram a fé e o império
Agora um punhado de paranóicos
Armados em heróis a sério
Cambada de panascos importantes
Que além do mais são praticantes

Já não acredito em querer
Que um dia vá acreditar
Na fé desse grande crer
Que me possas salvar
E me faças outra vez de novo
Filho de gente que sente
Gente de gente, gente do povo
Do povo de nação valente
E agora vai pior que mal
Numa estupidez imortal

Onde raio estão nossos irmãos
Para onde fugiram nossos amores
A quem dar as nossas mãos
Num país de desertores
Viraram-se todos ao contrário
Fugindo apressados à realidade
Montados neste triste cenário
Sem esperança na saudade
E do amigo ficou o esboço
Do inimigo a apertar o pescoço

Ó Portugal da mensagem
Já sem rosto de Pessoa
De Camões sem linhagem
Sem Porto e sem Lisboa
Virou fantasma o Viriato
Sebastião um morto-vivo
O teu povo no estrelato
Tua pátria um nado-vivo
E já nem o velho do restelo
Te idolatra como camelo

Foste castelos de tantas quinas
De reis e governantes além-mar
E agora hipotecas as salinas
Porque te esquivas ao teu mar
Foste o senhor de tanta guerra
Em busca do além-mundo
E agora enterras a tua terra
Enterrando o machado bem fundo
Que será de ti ó Portugal
Que só de besta se faz bestial

Reina e impera a estupidez
Governa a avidez e a ganância
E de olhos fechados tu não vês
Que a tua prol é ignorância
Que a votar não vota bem
Que a não votar vota mal
Porque o voto vota alguém
Que não te vota Portugal
São votos brancos, votos de chulos
São tudo votos, votos nulos

Canto-te assim o fim do império
Numa poesia de raiva e dor
Que te prova muito a sério
O tanto de tão pouco amor
E que te vê a desmaiar
Em queda tornada coma
Num hospício a tratar
E à venda na vandôma
A Europa desfigura-te o rosto
E o teu vinho sabe a mosto

Ó Portugal moribundo
A afogar-se à beira-mar
Destes mundos ao mundo
Sem o mundo nada te dar
Vais agora de vento em popa
Rumo à morte com certeza
Das migalhas fazes a sopa
Restos cozidos-à-portuguesa
Eis Portugal ao inverso
Lagutrop do meu verso

José Lourenço