F. Scott Fitzgerald
I
Era una sensación agradabilísima estar en la cima. Tenía la
certeza de que todo era perfecto, de que las luces brillaban sobre bellas damas
y hombres valientes, de que los pianos nunca desafinaban y de que los labios
jóvenes cantaban para corazones felices. Todos aquellos rostros hermosos, por
ejemplo, debían ser absolutamente felices.
Y entonces, al son de una rumba crepuscular, un rostro que
no era suficientemente feliz pasó ante la mesa de Jim. Ya había pasado cuando
Jim llegó a semejante conclusión, pero permaneció en su retina unos segundos
más. Era la cara de una chica casi tan alta como él, de ojos opacos y castaños
y mejillas tan delicadas como una taza de porcelana china.
-Ya ves -dijo la mujer que lo había acompañado a la fiesta,
siguiendo su mirada y suspirando-. Yo lo llevo intentando años, y a otras sólo
les cuesta un segundo.
Jim se quedó con las ganas de responder: «Pero tú tuviste tu
momento, tres maridos. ¿Qué me dices de mí? Treinta y cinco años y todavía sigo
comparando a todas las mujeres con un amor perdido de la adolescencia, buscando
todavía en cada chica las semejanzas y no las diferencias».
Cuando las luces volvieron a diluirse deambuló entre las
mesas para salir al vestíbulo. Los amigos lo llamaban desde todas partes, más
numerosos que nunca, porque la noticia de su contrato como productor la había
publicado el Hollywood Reporter aquella mañana, pero Jim ya había escalado
posiciones otras veces, y estaba acostumbrado. Era un baile benéfico y en la
barra, preparado para su actuación, había un hombre con un traje hecho con
papel pintado, y Bob Bordley, vestido de hombre anuncio, con un cartel que
decía:
Esta noche a las diez
En el estadio de hollywood
Sonja heine patinará
Sobre sopa caliente
A su lado Jim vio al productor al que le quitaría el puesto
al día siguiente, bebiéndose sin ningún tipo de suspicacia una copa con el
agente que había contribuido a su ruina. Y con el agente estaba la chica cuya
cara le había parecido triste mientras bailaba la rumba.
-Ah, Jim -dijo el agente-, Pamela Knighton, tu futura
estrella.
La chica lo miró llena de ilusión profesional. Lo que el
agente le había dicho era: «Atención. Este es alguien».
-Pamela se ha unido a mi cuadra -dijo el agente-. Quiero que
cambie su nombre por el de Boots.
-Creía que habías dicho Toots -rió la chica.
-Toots o Boots. Es por el sonido de la doble o: el sonido
doble o. Se te queda. Pamela es inglesa. Su verdadero nombre es Sybil Higgins.
Jim se dio cuenta de que el productor destituido lo miraba
con algo infinito en la mirada. No era odio, no era envidia, sino un asombro
profundo que parecía preguntar: «¿Por qué? ¿Por qué? Por Dios bendito, ¿por
qué?». Más preocupado por aquella mirada que por su enemistad, Jim se
sorprendió a sí mismo invitando a bailar a la chica inglesa. Y cuando se
miraron en la pista de baile se sintió exultante.
-Hollywood está bien -dijo, como para anticiparse a alguna
crítica-. Le gustará. A la mayoría de las chicas inglesas les gusta: no esperan
demasiado. He tenido suerte al trabajar con inglesas.
-¿Es usted director?
-He hecho de todo… desde agente de prensa en adelante. Acabo
de firmar un contrato para trabajar como productor a partir de mañana.
-Me gusta esto -dijo la chica al cabo de unos segundos-.
Siempre se tienen esperanzas. Y si no se cumplen, siempre podré volver a dar
clases en el colegio.
Jim se apartó un poco para mirarla: la impresión era de
escarcha rosa y plata. Se parecía tan poco a una maestra de escuela, a una
maestra de escuela del Oeste, que se echó a reír. Y otra vez notó que había
algo triste y un poco perdido en el triángulo que formaban sus labios y sus
ojos.
-¿Con quién ha venido? -preguntó Jim.
-Con Joe Becker -era el nombre del agente-. He venido con
otras tres chicas.
-Tengo que salir media hora. Tengo que ver a alguien… No me
lo estoy inventado. Créame. ¿Quiere acompañarme y tomar un poco el aire?
Ella asintió.
Camino de la puerta pasaron junto a la mujer que lo había
acompañado a la fiesta: dedicó una mirada inescrutable a la chica y a Jim un
gesto apenas perceptible con la cabeza. Fuera, en la noche clara de California,
Jim apreció por primera vez su gran coche nuevo: le gustaba más que el hecho de
usarlo. Las calles por las que pasaban estaban tranquilas a aquella hora y la
limosina se deslizaba silenciosamente a través de la oscuridad. La señorita
Knighton esperó a que Jim hablara.
-¿De qué daba clases en el colegio? -preguntó.
-Enseñaba a sumar. Dos y dos son cinco y todo eso.
-Es un buen salto, de la escuela a Hollywood.
-Es una larga historia.
-No puede ser muy larga: no debe de tener más de dieciocho
años.
-Veinte. ¿Cree que soy demasiado mayor? -preguntó con
ansiedad.
-¡No, por Dios! Es una edad estupenda. Yo lo sé: yo tengo
veintiuno y la arteriosclerosis sólo está en sus comienzos.
Lo miró muy seria, calculando su edad, pero sin decirla.
-Me gustaría oír esa larga historia.
La chica suspiró.
-Bueno, todos los hombres mayores se enamoraban de mí.
Mayores, muy mayores. Era la novia de un viejo.
-¿Vejestorios de veintidós años?
-Andaban entre los sesenta y los setenta. Es absolutamente
cierto. Así que me convertí en una aventurera y los exprimí bien hasta que tuve
el dinero suficiente para irme a Nueva York. El primer día, Joe Becker me vio
en el Veintiuno.
-¿Así que nunca ha trabajado en el cine?
-Ah, sí; he hecho una prueba esta mañana.
Jim sonrió.
-¿Y no le remuerde la conciencia por haberles sacado el
dinero a todos esos viejos? -inquirió.
-Pues no -dijo, con sentido práctico-. Disfrutaban
dándomelo. Y ni siquiera era dinero. Cuando querían hacerme un regalo, los
mandaba a un joyero que yo conocía y luego yo devolvía el regalo y el joyero me
daba las cuatro quintas partes de lo que valía.
-¡Vaya, es usted una pequeña estafadora!
-Sí -admitió muy tranquila-; me enseñó una amiga. Y estoy
dispuesta a conseguir todo lo que pueda.
-¿Y no les importaba… a los viejos, me refiero… que no se
pusiera las joyas que le regalaban?
-Ah, me las ponía… una vez. Los viejos no ven muy bien, o se
les olvidan las cosas. Por eso no tengo ninguna joya -calló-. Creo que aquí las
puedes alquilar.
Jim volvió a mirarla y se echó a reír.
-Yo no me preocuparía por eso. California está llena de
viejos.
Habían torcido hacia una zona residencial. Al doblar la
esquina Jim le avisó al chofer.
-Pare aquí -se volvió hacia Pamela-: Tengo que solucionar un
asunto feo.
Jim miró su reloj, se apeó del coche y atravesó la calle
hacia un edificio con la placa de un consultorio médico. Dejó atrás la placa,
despacio, y entonces un individuo salió del edificio y lo siguió. En la
oscuridad, entre dos farolas, Jim se le acercó, le dio un sobre y le dijo algo.
El hombre se alejó en dirección contraria y Jim volvió al coche.
-Voy a cargarme a todos los viejos -explicó-. Hay cosas
peores que la muerte.
-Ah, pero ahora no estoy libre -le aseguró-. Tengo novio.
-Ah… -y un momento después preguntó-: ¿Un inglés?
-Claro, naturalmente. ¿No le parece que…? -se detuvo
demasiado tarde.
-¿Que los norteamericanos somos poco interesantes?
-No, no… -su tono despreocupado lo empeoró. Y cuando sonrió,
en el momento en que una luz voltaica la iluminó y envolvió su belleza en un
fulgor blanco, resultó aún más impertinente-. Ahora cuéntemelo -dijo-. Cuénteme
el misterio.
-Dinero -contestó Jim casi ausente-. Ese medicucho griego le
ha dicho a cierta dama que tiene mal el apéndice… y nosotros la necesitamos
para una película. Así que lo hemos comprado. Es la última vez que hago el
trabajo sucio de otro.
La chica frunció el entrecejo.
-Pero ¿necesita que la operen de apendicitis?
Jim se encogió de hombros.
-Probablemente no. Por lo menos esa rata no lo sabe. Es su
cuñado y quiere el dinero.
Después de una larga pausa, Pamela sentenció:
-Un inglés no haría eso.
-Algunos lo harían -respondió Jim lacónicamente-, y algunos
norteamericanos no.
-Un caballero inglés no lo haría.
-Me parece que está empezando con mal pie -sugirió Jim- si
lo que quiere es trabajar aquí.
-Ah, los norteamericanos me encantan, los civilizados.
Por su manera de mirarlo, Jim dedujo que lo incluía en ese
grupo, pero, lejos de tranquilizarlo, aquello le pareció un ultraje.
-Se la está jugando -dijo-. La verdad es que no sé cómo se
ha atrevido a acompañarme. Podría llevar un penacho de plumas bajo el sombrero.
-No lleva sombrero -dijo la chica, muy tranquila-. Además,
Joe Becker me lo dijo. Que a lo mejor conseguía algo.
Después de todo era productor, y jamás se llega a nada
importante perdiendo la calma, salvo si es a propósito.
-Estoy seguro de que algo conseguirá -dijo, y mientras
hablaba se daba cuenta de que un tono traidor y rastrero le cambiaba
furtivamente la voz.
-¿De verdad? -preguntó la chica-. ¿Cree que destacaré, o
sólo soy una del montón?
-Ya está destacando -continuó Jim en el mismo tono-. En el
baile todo el mundo la miraba -se preguntaba si lo que estaba diciendo se
acercaba a la verdad. ¿O era una invención suya que la chica era única?-. Usted
es un nuevo tipo de mujer -continuó-. Una cara como la suya le daría a las
películas norteamericanas un… un aire más civilizado.
Había apuntado bien, pero para su inmensa sorpresa la flecha
rebotó.
-¿Lo cree de verdad? -exclamó-. ¿Va a darme una oportunidad?
-Por supuesto -no podía creer que su ironía estuviera
errando el blanco-. Pero, claro, después de esta noche tendré tantos
competidores que…
-Ah, yo preferiría trabajar con usted -declaró-. Se lo diré
a Joe Becker.
-No le diga nada -la interrumpió.
-Muy bien, no se lo diré. Haré lo que usted me diga.
Tenía los ojos muy abiertos, expectantes. Trastornado, Jim
sentía que las palabras acudían a sus labios y se le escapaban sin querer.
Cuánta inocencia y cuánto afán de rapiña podía cobijar aquella dulce voz
inglesa.
-La desperdiciarían en papeles sin importancia -empezó a
decir-. Se trata de conseguir un gran papel -se interrumpió y volvió a
empezar-: Tiene usted una personalidad tan arrolladora que…
-¡No, por favor! -Jim vio un destello de lágrimas en la
comisura de sus ojos-. Déjeme que lo consulte con la almohada. Llámeme por la
mañana, o cuando me necesite.
El coche se detuvo ante la larga alfombra roja que conducía
a la fiesta. Al ver a Pamela, la multitud se arremolinó grotescamente bajo el
chorro de luz deslumbradora de los focos. Tenían los cuadernos de autógrafos
preparados, pero, incapaces de reconocerla, volvieron a suspirar tras el cordón
de seguridad.
A través de la pista, bailando, Jim acompañó a la chica
hasta la mesa de Becker.
-No diré una palabra -murmuró. Sacó del bolso una tarjeta
con el nombre de un hotel escrito a lápiz-. Si me llegan otras ofertas las
rechazaré.
-No, por favor -se apresuró a decir Jim.
-Por favor, sí -le dedicó una sonrisa luminosa y, durante
algunos segundos, Jim revivió lo que había sentido al verla por primera vez. En
aquel momento la cara de la chica daba una impresión de cálida simpatía, de
juventud y sufrimiento a la vez. Se preparó para asestarle una rápida
cuchillada final que reventara la burbuja apenas inflada.
-Dentro de un año más o menos… -empezó. Pero la música y la
voz de la chica lo acallaron.
-Esperaré su llamada. Usted es… Usted es el norteamericano
más civilizado que he conocido nunca.
Ella le dio la espalda como apurada por la magnificencia de
aquel cumplido. Jim se dirigía a su mesa, pero, viendo que la mujer que lo
había acompañado a la fiesta hablaba con alguien a través de su silla vacía, se
desvió. La sala, la noche, le parecían de repente excesivamente ruidosas: la
mezcla de música y voces era estridente, sin armonía, y cuando recorrió la sala
con la mirada, sólo encontró envidias y odios, egos que redoblaban como
tambores en una fanfarria. Y él, en contra de lo que había pensado, no estaba
al margen de la batalla.
Iba hacia el guardarropa y pensaba en la nota que le
mandaría con un camarero a su acompañante: «Estabas bailando, así que yo…».
Entonces se dio cuenta de que estaba muy cerca de la mesa de Pamela Knighton y,
desviándose de nuevo, se dirigió hacia la puerta por otro camino.
II
Un productor de cine puede actuar sin inteligencia creativa
pero no sin tacto. En aquel momento el tacto absorbía a Jim Leonard, con
exclusión de todo lo demás. Quizá el poder debería haberle permitido pasar la
diplomacia a un segundo plano, dejándole actuar a su aire, pero en lugar de eso
aumentó sus relaciones humanas: con los altos cargos, con los directores,
guionistas, actores y técnicos asignados a su unidad, con los jefes de
departamento, censores y, por fin, con los «hombres del Este». Pero mantener a
raya a una solitaria chica inglesa, que no disponía de otras armas que el
teléfono y una nota que le hizo llegar desde recepción, no tendría que haber
supuesto ningún problema.
Pasaba por el estudio y me he acordado de usted y de nuestro
paseo en coche. He recibido algunas ofertas pero sigo dándole largas a Joe
Becker. Si cambio de hotel, le avisaré.
Una ciudad llena de juventud y esperanza pronunciaba
aquellas palabras, con sus dos mentiras transparentes y la valiente falsedad de
su tono. A la chica no le importaban ni el dinero ni la gloria que protegían
los muros inexpugnables. Pasaba por allí simplemente. Simplemente pasaba por
allí.
Eso fue dos semanas después. A la semana siguiente, Joe
Becker se dejó caer por su despacho.
-¿Te acuerdas de la chica inglesa, Pamela Knighton? ¿Qué te
pareció?
-Muy agradable.
-No sé por qué no quiere que hable contigo -Joe miraba por
la ventana-. Así que me imagino que no la pasaron demasiado bien aquella noche.
-Claro que la pasamos bien.
-La chica tiene novio, ¿sabes?, un inglés.
-Me lo contó -dijo Jim, molesto-. No intenté ligármela, si
es lo que estás insinuando.
-No te preocupes, yo entiendo esas cosas. Sólo quería
decirte algo sobre ella.
-¿No le interesa a nadie?
-Sólo lleva un mes aquí. De los comienzos nadie se libra.
Sólo quería decirte que cuando entró en el Veintiuno aquel día todos los
clientes acudieron como… como moscas. ¿Sabes?, inmediatamente se convirtió en
el tema de conversación de todo el restaurante.
-Fantástico, ¿no? -dijo Jim secamente.
-Sí. Y LaMarr también estaba allí ese día. Fíjate: Pam
estaba completamente sola, imagino que vestida a la inglesa, nada que llamara
la atención: pieles de conejo. Pero brillaba como un diamante.
-No me digas.
-Mujeres duras derramaban lágrimas en su vichysoisse. Elsa
Maxwell…
-Joe, tengo que trabajar.
-¿Verás su prueba?
-Las pruebas se hacen para los maquilladores -dijo Jim,
impaciente-. De las pruebas que salen bien no me fío. Y de las malas tampoco.
-Tú tienes
tus ideas, ¿no?
-A ese respecto, sí. Se han cometido muchas equivocaciones
en las salas de proyección.
-Y en los despachos también -dijo Joe poniéndose de pie.
Una semana después llegó otra nota.
Ayer llamé por teléfono y una secretaria me dijo que había
salido, y otra que estaba reunido. Si me está dando largas, dígamelo. No voy a
rejuvenecer. Es evidente que tengo veintiún años, y parece que usted se ha
cargado a todos los viejos.
La cara de la chica se había difuminado. Jim recordaba las
mejillas delicadas, los ojos atormentados, como si los hubiera visto en una
película hacía mucho tiempo. Sería fácil dictar un carta que hablara de un
cambio de planes, de una futura prueba, de imprevistos que harían imposible…
No se sentía satisfecho, pero por lo menos había terminado
con aquel asunto. Aquella noche, mientras se tomaba un bocadillo en un bar
cercano a su casa, le pareció que su primer mes en el trabajo había sido
satisfactorio. Le sobraba tacto. Su equipo funcionaba como la seda. Las sombras
que decidían su destino no tardarían en apreciarlo.
Había pocos clientes en el bar. Pamela Knighton era la chica
que leía el periódico. Lo miró, sorprendida, por encima del Illustrated London
News.
Recordando la carta que tenía en la mesa de su despacho a la
espera de firma, Jim pensó hacer como que no la había visto. Dio media vuelta
conteniendo la respiración, con el oído atento. Pero nada sucedió, aunque la
chica lo había visto, y, avergonzado de su cobardía típica de Hollywood, de
nuevo dio media vuelta y la saludó levantando el sombrero.
-Se acuesta tarde, ¿no? -dijo.
Pamela dejó de leer inmediatamente.
-Vivo a la vuelta de la esquina -dijo-. Acabo de mudarme: le
he escrito hoy.
-Yo también vivo cerca de aquí.
Ella dejó la revista en el anaquel de los periódicos. El
tacto de Jim desapareció. Se sintió repentinamente viejo y agobiado, e hizo la
pregunta equivocada.
-¿Cómo van las cosas?
-Ah, muy bien -dijo-. Trabajo en una comedia, una auténtica comedia
en el teatro Nuevos Valores de Pasadena. Para ir cogiendo experiencia.
-Me parece muy sensato.
-Estrenamos dentro de dos semanas. Esperaba que viniera.
Salieron juntos y se detuvieron bajo el resplandor del
luminoso rojo. En la otra acera de la calle otoñal los vendedores de periódicos
gritaban los resultados del fútbol.
-¿Hacia dónde va? -preguntó la chica.
«En dirección contraria a la tuya», pensó Jim, pero cuando
ella le indicó hacia dónde iba, la acompañó. Hacía meses que no pisaba Sunset
Boulevard, y la mención de Pasadena le recordó la primera vez que llegó a
California, hacía diez años. Era el recuerdo de algo nuevo y fresco.
Pamela se detuvo ante unas casitas minúsculas en torno a un
patio central.
-Buenas noches -dijo-. No se preocupe si no puede ayudarme.
Joe me ha explicado cómo están las cosas, con la guerra y todo eso. Sé que a
usted le gustaría ayudarme.
Jim asintió solemnemente, despreciándose a sí mismo.
-¿Está casado? -preguntó la chica.
-No.
-Entonces deme un beso de buenas noches -como Jim dudaba,
añadió-: Me gusta que me den un beso de buenas noches. Duermo mejor.
La abrazó tímidamente y se inclinó para acercarse a sus
labios, apenas rozándolos… y pensó de pronto que ya no podría mandarle la carta
que tenía sobre la mesa… y le gustó abrazarla.
-Ya ve que no es nada -dijo ella-, sólo como amigos. Para
darnos las buenas noches.
Camino de la esquina Jim dijo en voz alta:
-Bueno, me condenaré.
Y siguió repitiéndose la siniestra profecía hasta después de
haberse acostado.
III
Tres noches después del estreno de la obra de Pamela, Jim
fue a Pasadena y sacó una entrada para la última fila. Entró en un teatro
diminuto y fue el primero en llegar, prescindiendo de los acomodadores que
revoloteaban por la sala y el parloteo que se mezclaba con los martillazos
entre bastidores. Pensó en emprender una discreta retirada, pero lo tranquilizó
la llegada de un grupo de cinco personas, entre las que se encontraba el
ayudante de Joe Becker. Las luces se apagaron; sonó un gong; para un público de
seis personas comenzó la obra.
Jim observaba a Pamela; delante de él, los otros cinco
espectadores juntaban sus cabezas y cuchicheaban después de cada escena en la
que aparecía la chica. ¿Era buena? No le cabía la menor duda. Pero, entre
tantas películas como se exhiben en medio mundo, el don natural del talento era
una rareza. Existía alguna remota posibilidad, y suerte. Él era la suerte.
Quizá fuera la suerte para esa chica, si confirmaba que lo que ella le hacía
sentir por dentro era universal. Las estrellas ya no se creaban por el capricho
de un hombre, como en los días del cine mudo, pero seguía habiendo aspirantes,
pruebas, oportunidades. Cuando cayó el telón, con el aire doméstico de una
persiana, fue a los bastidores por el simple procedimiento de atravesar una
puerta lateral. Ella lo estaba esperando.
-Hubiera preferido que no viniera esta noche -dijo-. Ha sido
un fracaso. La noche del estreno hubo lleno, y estuve mirando a ver si lo veía.
-Ha estado usted muy bien -dijo Jim tímidamente.
-No, no. Tendría que haberme visto el otro día.
-He visto suficiente -dijo-. Le voy a dar un pequeño papel.
¿Puede venir al estudio mañana?
Observaba la expresión de Pamela. En su mirada, en la curva
de los labios, brilló una pena repentina y abrumadora.
-Ay -dijo-. Lo siento muchísimo. Joe invitó a alguna gente y
al día siguiente firmé un contrato con Bernie Wise.
-¿De verdad?
-Sabía que usted estaba interesado y al principio no me di
cuenta de que usted sólo era una especie de supervisor. Creí que tenía más
poder… -se interrumpió antes de asegurarle con fastidio-: Usted me cae mejor.
Es mucho más civilizado que Bernie Wise.
Sintió una punzada de dolor y contrariedad. Muy bien, por lo
menos era civilizado.
-¿Puedo llevarla hasta Hollywood? -le preguntó.
Atravesaron una noche de octubre suave como si fuera de
abril. Al cruzar un puente, Jim hizo un gesto señalándole las alambradas que
coronaban el pretil, y Pamela asintió.
-Sé lo que es -dijo-. ¡Qué estupidez! Los ingleses no se
suicidan si no consiguen lo que quieren.
-Lo sé. Se vienen a Estados Unidos.
Pamela se echó a reír y lo miró, como apreciando su valor.
Sí, podría hacer con él lo que quisiera. Apoyó la mano en la mano de Jim.
-¿Hay beso esta noche? -sugirió Jim un rato después.
Pamela miró al chofer, aislado en su compartimiento.
-Hay beso esta noche -dijo ella.
Al día siguiente viajó al Este en avión, en busca de jóvenes
actrices que fueran exactamente igual que Pamela Knighton. Tenía tanto interés,
que cualquier mirada que sugiriera melancolía, cualquier voz con claro acento
inglés, lo predisponían. Parecía un intento desesperado de encontrar a alguien
exactamente igual que aquella chica. Entonces, cuando un telegrama reclamó que
volviera urgentemente a Hollywood, se encontró con que Pamela caía en sus
manos.
-Tienes una segunda oportunidad, Jim -dijo Joe Becker-. No
la desaproveches.
-¿Qué ha pasado?
-No tenían un papel para ella. Aquello es un desastre. Así
que rompimos el contrato.
Mike Harris, el jefe de los estudios, investigó el asunto.
¿Cómo un cineasta inteligente como Bernie Wise quería prescindir de ella?
-Bernie dice que no sabe actuar -le informó Harris a Jim-. Y
además crea problemas. Sigo pensando en Simone y en las dos chicas austriacas.
-La he visto actuar -insistió Jim-. Y tengo trabajo para
ella. No pretendo darle nada importante todavía. Me gustaría probarla en un
pequeño papel para que la vieras.
Una semana después Jim empujaba la puerta acolchada y
entraba preocupado en el plató III. Los extras, en traje de noche, lo miraron
en la penumbra; las pupilas se dilataban.
-¿Dónde está Bog Griffin?
-En ese camerino, con la señorita Knighton.
Estaban sentados en un sofá a la luz de una lámpara de
tocador, y por el gesto de contrariedad de Pamela, Jim dedujo que el problema
era serio.
-No pasa nada -insistía Bob, todo amabilidad-. Somos como
una pareja de gatitos. ¿A que sí, Pam?
-Hueles a cebolla -dijo Pamela.
Griffin volvió a intentarlo.
-Hay una manera inglesa de hacer las cosas y una manera
norteamericana. Estamos buscando un feliz término medio, eso es todo.
-Hay una manera correcta y una manera estúpida -resumió
Pamela-. No quiero empezar pareciendo una imbécil.
-¿Te importa dejarnos solos, Bob? -dijo Jim.
-Claro. Todo el tiempo del mundo.
Jim no la había visto aquella agotadora semana de pruebas,
pruebas de vestuario y ensayos, y ahora se daba cuenta de lo poco que sabía
acerca de ella, y ella de ellos.
-Parece que estás de Bob hasta la coronilla -dijo.
-Quiere que diga cosas que no diría una persona en su sano
juicio.
-De acuerdo, quizá sea así -asintió-. Pamela, ¿desde que
estás trabajando aquí has exagerado alguna vez tu papel?
-Bueno… Todo el mundo lo hace alguna vez.
-Escucha, Pamela, Bob Griffin gana casi diez veces más que
tú. Por una sencilla razón. No porque sea el director más brillante de
Hollywood, que no lo es, sino porque jamás exagera su papel.
-Él no es actor -dijo, confundida.
-Me refiero a su papel en la vida real. Lo escogí para esta
película porque de vez en cuando yo exagero mi papel. Pero Bob, no. Firmó un
contrato por una suma desproporcionada, que no se merece, que nadie se merece.
Pero cobra eso porque tener mano izquierda es la cuarta dimensión de este
negocio y Bob ha aprendido a no pronunciar nunca la palabra «yo». Gente que le
triplica en talento, productores, actores y directores, se van a pique porque
no llegan nunca a aprender eso.
-Sé que me estás echando un sermón -dijo Pamela, insegura-. Pero
creo que no te entiendo. Una actriz tiene su propia personalidad…
Jim asintió.
-Y nosotros le pagamos cinco veces lo que podría conseguir
en cualquier otro sitio: con tal de que sea capaz de no estorbar al resto del
equipo. Tú nos estás estorbando a todos, Pamela.
«Creí que eras mi amigo», dijeron los ojos de Pamela.
Le habló durante algunos minutos más. Todo lo que dijo lo
decía de corazón, pero como había besado esos labios dos veces, supo que era
ayuda y protección lo que esperaban de él. Todo lo que había conseguido era
sorprenderla por no estar de su parte. Sintiéndose un poco desconcertado, y
triste al verla sola, se asomó a la puerta del camerino y gritó:
-¡Eh, Bob!
Jim fue a resolver otros asuntos. Volvió a su despacho,
donde Mike Harris lo estaba esperando.
-Esa chica vuelve a crear problemas.
-Acabo de estar allí.
-Me refiero a hace cinco minutos -gritó Harris-. Desde que
te fuiste ha estado causando problemas. Bob Griffin ha tenido que suspender el
rodaje por hoy. No podía más.
Bob entró.
-Hay gente con la que no parece haber manera de… con la que
no encuentras cómo…
Se produjo un momento de silencio. Mike Harris, disgustado
por la situación, sospechó que Jim tenía un lío con la chica.
-Denme de plazo hasta mañana por la mañana -dijo Jim-. Creo
que puedo resolver el asunto.
Griffin titubeó pero vio en la mirada de Jim una petición
personal, un ruego tras el que había diez años de relaciones.
-De acuerdo, Jim -dijo.
Cuando se fueron, Jim llamó a Pamela por teléfono. Sucedió
lo que casi había esperado, pero el alma se le cayó a los pies cuando le
contestó una voz de hombre.
IV
A excepción de las enfermeras, una actriz es la presa más
fácil para un hombre sin escrúpulos. Jim había aprendido que en el fondo de los
problemas o fracasos de una actriz muchas veces existía un timador bien hablado
pero indigno de confianza, que hacía valer su masculinidad por la vía del
entrometimiento, los regaños a medianoche y los malos consejos. La técnica del
individuo consistía en empequeñecer el trabajo de la mujer y en poner en
cuestión incesantemente las razones y la inteligencia de las personas para
quienes ella trabajaba.
Cuando Jim llegó al hotel de Beverly Hills al que Pamela se
había mudado, eran más de las seis. En el patio, una fuente fresca salpicaba
agua estúpidamente entre la niebla de diciembre, y Jim oyó la fuerte voz del
mayor Bowes que sonaba en tres radios distintas.
Cuando se abrió la puerta del apartamento, Jim se quedó
asombrado. El hombre era viejo: un inglés encorvado y mustio, con la cara
colorada, un color invernal que se iba apagando. Iba en bata -una bata vieja- y
zapatillas, e invitó a Jim a sentarse con aire de estar en su casa. Pamela
llegaría enseguida.
-¿Es usted familia? -preguntó Jim, perplejo.
-No. Pamela y yo nos hemos conocido aquí, en Hollywood,
extranjeros en tierra extraña. ¿Trabaja usted en el cine, señor… señor…?
-Leonard -dijo Jim-. Sí, actualmente soy el jefe de Pamela.
La mirada del hombre cambió: los ojos lagrimosos se
aguzaron, los párpados viejos se endurecieron al entornarse. La boca se curvó
hacia abajo, se tensó: Jim contemplaba una expresión de absoluta perversidad.
Inmediatamente, las facciones volvieron a suavizarse, a ser los rasgos de un
anciano.
-Espero que traten a Pamela como se merece.
-¿Usted ha trabajado en el cine? -preguntó Jim.
-Hasta que me falló la salud. Pero sigo en la lista de
actores de los estudios y conozco perfectamente el mundo del cine y el alma de
sus dueños y…
Calló de repente. La puerta se abrió y entró Pamela.
-Vaya, hola -dijo, sorprendida-. ¿Se conocen? El honorable Chauncey Ward… El señor
Leonard.
Su radiante belleza, que apareció como arrebatada al clima y
al viento, le cortó la respiración a Jim unos segundos.
-Pensaba que ya me habías recordado mis pecados esta tarde
-dijo Pamela, con cierto tono de desafío.
-Quería hablar contigo fuera de los estudios.
-No aceptes que te bajen el salario -dijo el viejo-. Es un truco muy viejo.
-No es eso, señor Ward -dijo Pamela-. El señor Leonard ha
sido amigo mío hasta ahora. Pero hoy el director pretendía que yo hiciera el
ridículo y el señor Leonard lo ha apoyado.
-Están todos de acuerdo -dijo el señor Ward.
-Me pregunto si… -empezó a decir Jim-. ¿Podríamos hablar a
solas?
-El señor Ward es de confianza -dijo Pamela, frunciendo el
ceño-. Lleva aquí veinticinco años y se puede decir que es mi representante.
Jim se preguntó de qué profunda soledad habría surgido
aquella relación.
-Me han dicho que ha vuelto a haber problemas en el plató
-dijo.
-¡Problemas! -Pamela abrió mucho los ojos-. El ayudante de
Griffin me insultó y yo lo oí. Y me fui. Y si Griffin me manda disculpas
contigo, no las acepto. A partir de ahora nuestra relación será estrictamente
profesional.
-Griffin no te pide disculpas -dijo Jim, incómodo-. Te da un
ultimátum.
-¡Un ultimátum! -exclamó Pamela-. Tengo un contrato y tú
eres su jefe, ¿no?
-Hasta cierto punto -dijo Jim-; pero está claro que las
películas se hacen en equipo y…
-Déjame entonces que pruebe con otro director.
-Lucha por tus derechos -dijo el señor Ward-. Es lo único
que les impresiona.
-Se ha empeñado usted en destruir a esta chica -dijo Jim sin
levantar la voz.
-No nos asusta -gritó Ward-. Conozco bien a la gente como
usted.
Jim volvió a mirar a Pamela. No podía hacer nada. Si
estuvieran enamorados y le pareciera aquel momento la ocasión de avivar la
chispa de pasión que compartían, habría podido influir sobre ella. Pero era
demasiado tarde. Era como si sintiera que, fuera de aquellas cuatro paredes,
los rápidos engranajes de la industria giraban en la oscuridad de Hollywood.
Sabía que, cuando el estudio abriera a la mañana siguiente, Mike Harris tendría
nuevos proyectos en los que Pamela no figuraba.
Titubeó unos minutos más. Era un hombre apreciado, joven todavía,
respetado por todos. Podría responsabilizarse de aquella chica, ponerle un
profesor de arte dramático. Le dolía verla cometer semejante error. Y, por otra
parte, temía que ciertas personas le hubieran aguantado demasiadas cosas,
echándola a perder para una carrera como la que había elegido.
-Hollywood no es un lugar demasiado civilizado -dijo Pamela.
-Es una jungla -ratificó el señor Ward-. Es un nido de
alimañas al acecho.
Jim se levantó.
-Bueno, uno que se va a acechar a otra parte -dijo-. Pam, lo
siento mucho. Si piensas así, creo que lo más sensato sería que volvieras a
Inglaterra y te casaras.
Hubo un destello de duda en los ojos de Pamela. Pero la
confianza en sí misma y la egolatría juvenil pesaban más que la razón: no se
daba cuenta de que en aquel preciso momento se le presentaba una oportunidad
que iba a perder para siempre.
Porque ya la había perdido cuando Jim dio media vuelta y se
fue. Aquello sucedió semanas antes de que llegara a darse cuenta de lo que
había pasado. Recibió el salario de varios meses -Jim se preocupó de que así
fuera-, pero no volvió a pisar aquel plató. Ni ningún otro. Sin mediar palabra,
había sido incluida en la lista negra que no está escrita en ningún papel pero
que funciona durante las partidas de backgammon que siguen a la cena o camino
de las carreras de caballos. Hombres influyentes la miraban con interés, se
fijaban en ella en algún restaurante, pero todas las averiguaciones que hacían
terminaban en el mismo punto muerto.
Resistió durante meses: incluso mucho después de que Becker
se desinteresara de sus asuntos y ella desapareciera de esos lugares a los que
la gente va para que la vean. Y ni el dolor ni el desaliento la mataron: murió
en junio de muerte natural.
V
Cuando Jim se enteró no podía creerlo. Supo por casualidad
que estaba en el hospital con neumonía, llamó por teléfono y le dijeron que
había muerto. Sybil Higgins, actriz, inglesa, de veintiún años.
Había dado el nombre del viejo Ward como la persona que
debía ser informada y Jim le mandó dinero para cubrir los gastos del entierro,
con el pretexto de algún salario retrasado. Temiendo que Ward sospechara la
procedencia del dinero, no fue al funeral, pero visitó la tumba una semana
después.
Era un espléndido e interminable día de junio, y se quedó
una hora. La ciudad estaba llena de jóvenes que se contentaban con respirar y
ser felices y era un sinsentido que la chica inglesa no estuviera entre ellos.
Seguía dándoles vueltas y vueltas a las cosas, en busca de algo que hubiera
podido salvarla, pero era demasiado tarde. Aquella escarcha rosa y plata se
había disuelto. Dijo adiós en voz alta y prometió volver.
En el estudio reservó una sala de proyección y pidió las
pruebas que Pamela había hecho y los metros de película que le había dado
tiempo de rodar. Se acomodó en la oscuridad en un sillón de piel y apretó el
botón para que empezara.
En la prueba Pamela vestía el traje de noche que llevaba en
el baile donde la conoció. Parecía muy feliz, y Jim se alegró de que por lo
menos hubiera gozado de aquella felicidad. Llegaron las imágenes de la
película, entrecortadas, con la voz de Bob Griffin al fondo y las claquetas que
señalaban el número de cada secuencia. Entonces llegó la última toma y Jim se
sobresaltó: Pamela dejaba de mirar a la cámara y murmuraba:
-Preferiría morirme antes que hacer eso.
Jim se levantó y volvió a su despacho, y buscó y leyó una
vez más las tres notas que ella le había mandado.
…Pasaba por el estudio y me he acordado de usted y de
nuestro paseo en coche.
Pasaba por el estudio. En primavera lo había llamado dos
veces por teléfono, lo sabía, y le hubiera gustado verla. Pero no podía
ayudarla, y le hubiera dolido decírselo.
«No soy muy valiente», se dijo Jim. Incluso en aquel momento
tenía metido el miedo en el corazón, miedo de que aquello acabara
obsesionándolo, poseyéndolo, como aquel recuerdo de la juventud. No quería ser
desdichado.
Y unos días después se quedó trabajando hasta muy tarde en
la sala de doblaje, y luego fue a tomar un bocadillo al bar que había cerca de
su casa. Era una noche de calor y había muchos jóvenes bebiendo refrescos.
Estaba pagando cuando vio a alguien en la estantería de los periódicos, que lo
miraba por encima de una revista abierta. Se detuvo. No quería volverse a
mirar, para llevarse la desilusión de un simple parecido. Pero tampoco quería
irse.
Oyó cómo pasaban una página, y vio por el rabillo del ojo la
portada de la revista: The Illustrated London News.
No sintió miedo: pensaba con demasiada rapidez, con demasiada
desesperación: si aquello fuera real y pudiera asirse a ella para recuperarla,
y volver a empezar desde aquel mismo instante, desde aquella noche.
-Aquí tiene la vuelta, señor Leonard.
-Gracias.
Sin atreverse a mirar, se dirigió a la puerta y entonces la
revista se cerró, y la dejaron en la estantería, y oyó la respiración de
alguien a su lado, muy cerca. Los vendedores de periódicos voceaban un número
extra en la acera de enfrente, y entonces tomó la dirección contraria a su
casa, el camino de ella, y oyó cómo ella lo seguía: las pisadas eran tan claras
que aminoró el paso con la sensación de que a ella le costaba seguirlo.
Frente al patio de los apartamentos la abrazó para sentir
más cerca su radiante belleza.
-Dame un beso de buenas noches -dijo ella-. Me gusta que me
den un beso de buenas noches. Duermo mejor.
«Duerme entonces», pensó mientras daba la vuelta y se
alejaba. «Duerme. Fue imposible: cuando me encontré con tu belleza, no quise
malgastarla, pero la malgasté, no sé cómo. Duerme. Es lo único que te queda.»
FIN
“Last Kiss”, 1949
Biblioteca Digital Ciudad Seva
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