Naguib Mahfuz
En el café “La Felicidad” hay muchas cosas interesantes. Una
de ellas, Pimienta, un chico de doce años o poco más. Su verdadero nombre es
Taha Sanqar, pero se le conoce por Pimienta. Está en el café desde las primeras
horas de la mañana hasta la noche, para acercar la candela a los que quieren
fumar un narguilé.
Ya se sabe que los motes no son injustificados, pero éste
está especialmente bien puesto: el muchacho es vivo, ágil, acude como una
avispa antes de que el cliente haya acabado de llamarlo. No para en todo el
tiempo de moverse ni de hablar.
Trabaja allí desde hace un año por una piastra al día,
además de su narguilé, y una taza de té por la mañana y otra después de la
comida. Con esto está más que satisfecho. Se siente orgulloso cada vez que
piensa que se gana el sustento y puede disponer de una piastra; así que, como
él dice: “Yo, feliz y contento”.
No por eso cree que está todo hecho. Su meta inmediata está
en el día en que el patrón lo autorice a llenar y servir los narguilés, trabajo
que supone el ascenso de “chico” a “mozo”... después... ¡Quién puede predecir
adónde llegará!
Consecuente con su ambición, ejercita sin parar sus cuerdas
vocales, voceando las consumiciones. Y es que en un café popular una buena
garganta es tan importante como en una academia de canto.
Una de las cosas que más le gustan a Pimienta del café “La
Felicidad” es la tertulia de estudiantes que se reúne allí las tardes de los
días de fiesta y en vacaciones. Se acomodan en un rincón. Charlan. Juegan al
chaquete. Beben té y jengibre. Son gentes del pueblo, pobres, igual que los
demás clientes, pero los estudios se les han subido a la cabeza; se sienten
superiores y mantienen las distancias. Han dejado de vestir el yillab, aunque
alguno siga llevando calzado de madera.
Se reúnen a pasar el rato. Mientras sorben su té o su
jengibre, uno cualquiera de ellos lee en alto un periódico vespertino. Los
otros lo escuchan. A continuación se lanzan a comentarlo y discutirlo larga y
apasionadamente.
Una tarde Pimienta entendió por primera vez lo que decían, y
se llevó una gran alegría. Acababan de leer, entre otras cosas, la noticia del
juicio incoado contra un alto funcionario acusado de corrupción.
Automáticamente se encendieron los comentarlos...
-¡Este ha caído en manos de la ley por casualidad! ¡Hay
otros muchos que deberían estar en la cárcel, pero la justicia hace la vista
gorda!
...y fueron haciéndose más directos y menos contenidos:
-El mal no está sólo en los funcionarios; hay otros... ya me
entienden, peores y todavía más canallas. ¡En este país, si estuviera bien
equilibrada la balanza de la Justicia, estarían llenas las cárceles y vacíos
los palacios!
Rivalizaban en sacar a relucir nombres, en despellejarlos y
en rebozarlos por el lodo, con voces alteradas, fuera de sí:
-Fíjense en Fulano, sin ir más lejos... ¿saben cómo ha
amasado su inmensa fortuna?... (y acto seguido enumeraban los atropellos y los
robos con que había conseguido hacer dinero. Se daban tantos detalles que
parecía estar contándolo el propio secretario o administrador del interesado).
No dejaron de hacer la disección de ningún personaje
importante. Las vidas se interpretaban a gusto del consumidor. Se barajaban
defectos. La frase que servía de trampolín era:
-¿Y saben cómo ha amasado su fortuna Fulano?...
Todo lo demás salía después.
Uno de ellos concluyó, furibundo:
-¡En este país el robo está permitido!
Pimienta entendió la frase sin dificultad, aunque había sido
dicha en lengua culta. Le gustó. Una pasión enterrada revivió en su interior:
¡Qué bien suena eso de que éste es un país de ladrones! ¡Caramba, de modo que
el robo está permitido aquí! Pimienta... lleva lo de robar en la sangre; ha
sido criado a pechos del robo. Es a lo que está acostumbrado desde la cuna: su
madre, que trabaja como vendedora de manzanas, se dedica en los ratos libres a
“encontrar” alguna que otra gallina “perdida”, y su padre, el tío Sanqar,
vendedor ambulante de cacahuetes, es muy aficionado a llevarse la ropa tendida
en los patios, y tiene una habilidad especial para escurrir el bulto. A pesar
de todas estas “ayudas”, la familia no prospera.
Aquella noche tuvo un final desagradable para Pimienta.
Cuando volvió a su casa, mejor dicho a la habitación donde vivían todos,
encontró a su madre levantada todavía, preocupada y desconsolada, rodeada de
sus hijas, llorosas. El chico se asustó al encontrarse con aquello. Antes de
darle tiempo a preguntar, su madre le explicó: “Un policía se ha llevado a tu
padre”. Pimienta comprendió la situación. Se acercó a su hermana mayor, y ésta
le dijo algo más: que lo habían denunciado por robar unas camisas y unos
calzones, y que se lo habían llevado a la comisaría. Después de un momento de
silencio añadió que, por lo menos, tenía cárcel para unos cuantos meses, o
quizá años.
Pimienta no veía a su padre casi nunca: por la noche ya
estaba dormido cuando éste volvía de sus vagabundeos, y por la mañana salía
para el café antes de que su padre se hubiese levantado. A pesar de esto,
contagiado por el ambiente, se puso triste y lloró.
De pronto recordó lo que había oído por la tarde y se acercó
a contárselo a su madre:... que el país estaba lleno de ladrones, y que el robo
era legal... La mujer no estaba para fantasías; lo apartó, le chilló agriamente
que se callara, y acabó pegándole una bofetada.
Al despertar a la mañana siguiente, Pimienta había olvidado
el día anterior; como si hubiese nacido de nuevo. Se fue para el café, con su
paso rápido, sin distraerse.
No era la primera vez que metían a su padre en la cárcel.
FIN
Biblioteca Digital Ciudad Seva
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