William Faulkner
Anselm
Holland llegó a Jefferson hace muchos años. De dónde, nadie lo sabía.
Pero era joven entonces, y un hombre de variados recursos, o por lo menos, de
presencia, porque antes de que hubieran transcurrido tres años estaba casado
con la única hija de un hombre que poseía dos mil acres de las mejores tierras
del distrito, y fue a vivir en la casa de su suegro, donde dos años más tarde
su mujer le dio dos hijos, y donde a los pocos años murió aquel, dejando a
Holland en total posesión de la propiedad, que estaba a la sazón a nombre de su
mujer. Pero aun antes del hecho, los de Jefferson lo habíamos oído aludir, en
tono algo más alto de lo conveniente, a "mi tierra, mi cosecha"; y
aquellos de nosotros cuyos padres y abuelos se habían criado en el lugar lo
mirábamos con cierta frialdad y recelo, como a un hombre sin escrúpulos, además
de violento, según rumores oídos entre los colonos blancos y negros y entre
otros con quienes había tenido algún trato. Pero por consideración a su mujer y
por respeto a su suegro, siempre lo tratamos con cortesía, ya que no con
afecto. Así, pues, cuando ella murió, siendo los mellizos todavía niños,
consideramos que él era el responsable, y que la vida de la pobre se había
agostado frente a la torpe violencia de aquel forastero ignorante. Y cuando sus
hijos llegaron a la edad adulta, y primero uno y luego el otro dejaron para
siempre el hogar, no nos sorprendimos. Por fin, cuando un día, hace seis,
Holland fue hallado muerto, un pie trabado en uno de los estribos del caballo
ensillado que acostumbraba cabalgar, y el cuerpo horriblemente destrozado,
porque, aparentemente, el animal lo había arrastrado a través del cerco de
palos, y eran todavía visibles, en el lomo y en los flancos del caballo, las
marcas de los golpes que le había dado en uno de sus accesos de ira, ninguno de
nosotros lo lamentó, por cuanto poco tiempo atrás había cometido un acto que,
para los hombres de nuestro pueblo, nuestra época y nuestras creencias, era el
más imperdonable de los ultrajes.
El día en que murió, se supo que había estado profanando las
tumbas de la familia de su mujer; y aun la de ella, donde descansaba desde
hacía treinta años. De esta suerte, aquel viejo trastornado y carcomido por el
odio fue enterrado entre las tumbas que había intentado violar, y a su debido
tiempo se presentó el testamento para su legalización. Nos enteramos de la
esencia del testamento sin sorpresa alguna. No nos sorprendió saber que aun
después de muerto, Holland había asestado un último golpe a los únicos a
quienes podía herir y ofender: a su carne y su sangre que le sobrevivía.
En la época de la muerte de su padre, los mellizos tenían
cuarenta años. El menor, el joven Anse, como lo llamaban, había sido, según
decían, el predilecto de la madre, quizás por ser el más parecido al padre. Sea
como fuere, desde que ella murió, siendo los mellizos casi niños, siempre
teníamos noticias de dificultades entre el viejo y el joven Anse, con
Virginius, el otro mellizo, actuando como mediador y recibiendo en pago de sus
afanes las maldiciones de padre y hermano. Virginius era así. El joven Anse
también tenía sus cosas, y poco antes de cumplir veinte años huyó de la casa
paterna y no volvió en diez años. Cuando volvió, él y su hermano eran mayores
de edad, y Anse, a fin de recibir su parte, solicitó formalmente a su padre la
división de las tierras que, según se enteraba ahora, este tenía solamente en
custodia. El viejo Anselm rehusó violentamente. Sin duda, la solicitud había
sido hecha con igual violencia, ya que ambos, el viejo y el joven Anse, eran
tan parecidos. Oímos decir que, por extraño que parezca, Virginius se había
puesto de parte de su padre. Lo oímos decir, eso es todo. Pero la tierra quedó
intacta; y oímos decir cómo, en una escena de violencia inusitada aun para
ellos, una escena de tal violencia que los sirvientes negros huyeron de la casa
y se dispersaron hasta la mañana siguiente, el joven Anse partió, llevando
consigo el par de mulas que le pertenecía; y desde aquel día hasta el día de la
muerte de su padre, aun después de que Virginius se viera a su vez obligado a
abandonar el hogar paterno, Anse no volvió a hablar a su padre y a su hermano.
Pero esta vez no salió del distrito, sin embargo. Se trasladó simplemente a las
colinas, desde donde "podía ver qué hacían el viejo y Virginius"
(según decíamos algunos de nosotros y lo pensaban todos). Y durante los quince
años siguientes vivió solo en una choza de dos habitaciones, como un ermitaño,
preparando sus comidas y yendo al pueblo con su par de mulas no más de cuatro
veces por año. Algún tiempo antes lo habían arrestado y juzgado por destilar
whisky. No se defendió, se negó a alegar en contra o en favor de la acusación;
se le impuso una multa tanto por su delito como por haber desafiado a la
justicia; y cuando Virginius se ofreció a pagarla, tuvo un acceso de ira
exactamente igual a los de su padre. Trató de agredir a Virginius en la sala de
audiencias, y por propia solicitud fue a la penitenciaría; lo indultaron ocho
meses más tarde por su buen comportamiento, y volvió a su choza ese hombre
moreno, silencioso, de rasgos aquilinos, a quien tanto vecinos como extraños
dejaban severamente solo.
El otro mellizo, Virginius, permaneció en la propiedad,
cultivando las tierras a las cuales su padre nunca había hecho justicia
mientras vivió. Se decía, en verdad, que el viejo Anse, viniera de donde
viniese y como quiera que hubiese sido educado, no lo había sido para
agricultor. En vista de ello, solíamos decirnos, convencidos de estar en lo
cierto: "Esa es la dificultad entre él y el joven Anse: ver a su padre
maltratar la tierra que su madre había destinado para él y Virginius."
Pero Virginius se quedó. Sin embargo, no podía pasar una vida muy agradable.
Más tarde comentamos que Virginius debió prever que semejante arreglo no
perduraría. Y aun más tarde dijimos: "Quizás lo sabía en realidad."
Porque así era Virginius. Nunca se sabía, en ningún momento, en qué estaba
pensando. El viejo y el joven Anse eran como el agua. Agua turbia, tal vez;
pero todos conocían sus intenciones. En cambio, nadie sabía de antemano en qué
pensaba o qué haría Virginius. No sabíamos siquiera qué había ocurrido en
aquella oportunidad en que Virginius, que lo soportaba todo solo, mientras el
joven Anse estuvo lejos, fue por fin expulsado del hogar. No lo dijo a nadie,
probablemente ni a Granby Dodge. Pero conocíamos al viejo Anse y también a
Virginius, de modo que podíamos imaginar algo como lo que sigue:
Durante el año siguiente a la partida del joven Anse con sus
dos mulas hacia las colinas, contemplamos la furia del viejo Anse. Por fin un
día se produjo el estallido. Probablemente, de la siguiente manera:
-Crees que ahora que se ha ido tu hermano podrás quedarte
simplemente, y guardártelo todo, ¿no?
-No quiero todo -habría dicho Virginius-. Solo quiero mi
parte.
-¡Ah! Querrías que se dividiese ahora mismo, ¿no?
¡Recriminarme, como él, porque no se hubiese dividido cuando ustedes fueron
mayores de edad!
-Preferiría tener una pequeña parte de la tierra y
explotarla bien, a verla como está ahora -habría respondido Virginius, siempre
ecuánime, siempre sereno; pues nadie en el distrito vio nunca a Virginius
perder la compostura, o siquiera alterarse, ni aun cuando Anse intentó
agredirlo en la sala de audiencias, en oportunidad de aquella multa.
-Querrías eso, ¿no? Aunque haya sido yo quien la ha
mantenido todos estos años, pagando los impuestos, mientras tú y tu hermano
ahorraban dinero año tras año, libres de impuestos.
-Sabes muy bien que Anse nunca ahorró nada en toda su vida
-decía Virginius-. Di lo que quieras de él, pero no lo acuses de avaricia.
-¡Tienes razón! Fue bastante hombre como para venir aquí y
exigirme lo que consideraba suyo, y para irse cuando no lo obtuvo. En cambio
tú... tú te quedas aquí, esperando que me muera, con esa maldita boca de
aserrín que tienes. Págame los impuestos de tu mitad desde el día que murió tu
madre, y es tuya.
-No -decía Virginius-. No pagaré.
-No. Naturalmente que no. ¿Para qué gastar tu dinero en la
mitad de la tierra cuando algún día la tendrás toda sin poner un centavo?
A continuación veíamos mentalmente al viejo Anse, con su
cabeza hirsuta y sus pobladas cejas, poniéndose bruscamente de pie, pues hasta
ahora los habíamos imaginado conversando sentados, como dos hombres
civilizados.
-¡Vete de mi casa! -y Virginius, sin moverse, de pie,
observaba a su padre, mientras el viejo Anse iba hacia él con el puño
levantado-. ¡Vete! ¡Fuera de mi casa! ¡Mira que te...!
Y entonces Virginius se fue. No se apresuró, ni corrió.
Preparó todo lo que le pertenecía, mucho más de lo que llevara Anse. Bastantes
cosas; y partió a cuatro o cinco millas de distancia, a vivir con un primo,
hijo de una parienta lejana de su madre. El primo vivía solo, y en una buena
granja, aunque abrumada de hipotecas; pues tampoco él era agricultor, sino mitad
comerciante de caballos y mulas y mitad predicador; un hombre pequeño, rubio,
sin ningún rasgo definido, a quien nadie podría recordar un minuto después de
haber dejado de mirarlo, y probablemente no más eficiente en esas sus
actividades que en la agricultura. Sin prisa se fue, pues, Virginius, y sin la
inmensa y violenta decisión de su hermano; pero, por extraño que parezca,
aunque fuera violento y lo mostrara, no teníamos en menos al joven Anse. En
realidad, siempre miramos también a Virginius con cierta desconfianza; tenía
demasiado dominio de sí mismo. Y es propio de la naturaleza humana confiar
antes en quienes no saben depender de sí mismos.
Llamábamos a Virginius hombre reconcentrado; no nos
sorprendió, pues, enterarnos de la forma en que había usado sus ahorros para
levantar la hipoteca de la granja de su primo. Tampoco nos sorprendió cuando,
un año más tarde, supimos que el viejo Anse se negaba a pagar los impuestos
sobre su tierra y que, dos días antes de expirar el plazo, el oficial de
justicia había recibido por correo y en forma anónima una suma en efectivo que
saldaba la deuda de Holland hasta el último centavo.
-¡Siempre este Virginius! -dijimos, puesto que, según
creíamos, el dinero no necesitaba ir acompañado por el nombre del remitente. El
oficial de justicia había notificado al viejo Anse.
-¡Sáquela a la venta y váyase al diablo! -dijo el viejo
Anse-. ¡Si cree que solo tiene que sentarse a esperar, esa maldita cría que
tengo...!
El oficial hizo avisar al joven Anse.
-La tierra no es mía -repuso este.
A continuación notificó a Virginius, y este vino al pueblo y
examinó las planillas de impuestos con sus propios ojos.
-Traigo todo aquello de que puedo disponer en este momento
-dijo-. Por supuesto, si él la abandona, espero poder obtenerla. Pero, no sé.
Una buena granja como esa no durará mucho ni se desvalorizará.
Y eso fue todo. Ni enojo, ni asombro, ni sentimiento. Pero
Virginius era muy reconcentrado; no nos sorprendimos al saber que el oficial de
justicia había recibido un paquete de dinero con la siguiente nota anónima:
Importe de los impuestos de la granja de Anselm Holland. Enviar recibos a
Anselm Holland, padre.
-¡Este Virginius...! -comentamos. Durante el año siguiente
pensamos mucho en Virginius, solo en una granja ajena, cultivando tierras
ajenas, contemplando la ruina progresiva de la granja y de la casa donde había
nacido y que por derecho eran suyas. En efecto, el viejo las estaba abandonando
totalmente, ahora: año tras año los anchos campos se cubrían otra vez de maleza
y de zanjas, a pesar de que cada año el oficial de justicia recibía
invariablemente aquel dinero anónimo y enviaba el recibo al viejo Anse; porque
ya este había dejado de venir al pueblo, la casa misma se derrumbaba sobre su
cabeza, y nadie, salvo Virginius, se detenía ya frente a ella. Cinco o seis
veces por año Virginius solía llegar cabalgando hasta la galería del frente, y
el viejo salía y le gritaba salvajes y violentos improperios, mientras
Virginius permanecía tranquilo, conversando con los pocos negros que quedaban;
y luego de comprobar con sus propios ojos que su padre estaba bien, se alejaba
nuevamente. Pero nadie más se detenía allí, a pesar de que, de vez en cuando,
desde lejos, alguien veía al viejo recorriendo los campos desolados y cubiertos
de maleza, en el viejo caballo blanco que habría de matarlo.
Por fin, el verano pasado nos enteramos de que estaba
excavando las tumbas en el bosquecillo de cedros donde descansaban cinco
generaciones de familiares de su mujer. Un negro mencionó el hecho, y el
funcionario de sanidad del distrito fue hacia allí y halló el caballo blanco
atado a un árbol, y al viejo saliendo del bosquecillo con una escopeta. El
funcionario regresó, y dos días más tarde un oficial de la policía fue a su vez
y halló al viejo tendido junto al caballo, un pie trabado en el estribo, y
sobre el anca del animal las marcas terribles del palo; no una correa, sino un
palo, con que lo había golpeado una y otra vez.
Lo enterraron entre las tumbas que profanó. Virginius y su
primo asistieron al entierro. En realidad, formaban toda la concurrencia,
porque el joven Anse no estuvo presente. Ni tampoco se acercó al lugar, a pesar
de que Virginius permaneció en la casa el tiempo suficiente para cerrarla y
despedir a los negros. Después regresó a casa de su primo, y oportunamente se
presentó el testamento del viejo Anse al juez Dukinfield para su legalización.
La esencia del testamento no era un secreto para nadie: todos nos enteramos de
ella. Todo estaba en regla, y no nos sorprendió su regularidad, su contenido,
ni su expresión... con excepción de aquellos dos legados: ...dejo y confiero mi
propiedad a mi hijo mayor Virginius, siempre que pruebe a satisfacción del
magistrado... que fue el antedicho Virginius quien ha estado pagando los
impuestos de mis tierras... debiendo ser el magistrado el juez exclusivo e
indisputado de dicha prueba.
Los otros dos legados eran:
A mi hijo menor Ame... dejo dos juegos completos de arneses
para mulas... con la condición de que Amelm utilice estos arneses para hacer
una visita a mi tumba. De lo contrario, dichos arneses pasarán definitivamente
a formar parte... de mis bienes, arriba señalados.
A mi primo político Granby Dodge dejo... un dólar en
efectivo que deberá utilizar para la compra de un libro o libros de himnos
religiosos, como testimonio de mi gratitud por haber alimentado y alojado a mi
hijo Virginius desde que... Virginius abandonó mi techo.
Este era el testamento. Y nos mantuvimos a la expectativa
para ver u oír qué haría o diría el joven Anse. No vimos ni oímos nada. Luego
esperamos ver qué haría Virginius. Y este tampoco hizo nada. No sabíamos, en
fin, qué hacía ni qué pensaba. Pero Virginius era así. De todas maneras, todo
había terminado. Todo lo que debía hacerse era esperar que el juez Dukinfield
legalizase el testamento. Luego Virginius entregaría a Anse su mitad, si en
verdad pensaba hacerlo. Sobre este punto las opiniones divergían. "Él y
Anse nunca tuvieron diferencias", decían algunos. "Virginius nunca
tuvo dificultades con nadie", decían otros. "Si te apoyas en eso,
tendría que dividir la granja con todo el distrito." "Pero fue
Virginius quien quiso pagar la multa que…", decían los primeros.
"También fue Virginius quien se puso de parte de su padre cuando el joven
Anse pidió la división de la tierra", argumentaban los segundos.
Así, pues, esperamos y observamos. Ahora observábamos,
asimismo, al juez Dukinfield: de pronto, fue como si todo el asunto estuviese
en sus manos, como si estuviese sentado como un dios sobre la risa vengativa y
burlona de aquel viejo que aun después de muerto y enterrado se resistía a
morir, y sobre aquellos dos hermanos irreconciliables que durante quince años
parecían haber estado muertos el uno para el otro. No obstante ello, pensábamos
que, en su último golpe, el viejo Anse había desvirtuado sus fines; que al
designar al juez Dukinfield, la furia de Holland lo había derrotado porque en
la persona del juez Dukinfield considerábamos que el viejo Anse había elegido
al único entre todos nosotros con probidad, honor y sentido común suficientes;
con ese tipo de honor y sentido común que nunca ha tenido tiempo de confundirse
ni dudar de sí mismo por excesivo conocimiento de la ley. El hecho mismo de que
la legalización de un documento tan sencillo le llevase aparentemente tanto
tiempo era para nosotros prueba adicional de que el juez Dukinfield era el
único entre todos que creía que la justicia es cincuenta por ciento de
conocimiento legal y cincuenta por ciento de serenidad y de confianza en sí
mismo y en Dios.
A medida que se aproximaba el fin del plazo legal,
observábamos al juez Dukinfield recorrer diariamente el trayecto entre su casa
y su oficina, situada en el Ayuntamiento. Se movía lentamente, sin prisa, aquel
viudo de sesenta años o más, majestuoso, de cabellos blancos, con ese porte
erguido y altivo que los negros llaman "echado para atrás".
Poseía pocos conocimientos de la ley y un sólido sentido
común; durante trece años y hasta la fecha no había tenido contrincantes para
las elecciones; y aun aquellos que más se enfurecían por su aire de
condescendencia serena y afable votaban por él cuando llegaba la ocasión, con
una especie de confianza y fe infantiles. Lo observábamos, por lo tanto, con
impaciencia, sabiendo que lo que hiciera finalmente estaría bien, no porque lo
hiciera él, sino porque nunca permitiría a nadie, ni a sí mismo, hacer nada
hasta que estuviera bien. Y todas las mañanas lo veíamos cruzar la plaza a las
ocho y diez exactamente, y entrar en el edificio donde estaba su oficina, en la
cual su sirviente negro lo había precedido exactamente diez minutos antes, con
la precisión cronométrica con que la señal anuncia la llegada de un tren, a fin
de abrir la oficina para la jornada. El juez entraba en la oficina, y el negro
ocupaba una vez más su sitio en una silla de tijera remendada con alambre, en
el corredor embaldosado que separaba la oficina del resto del edificio, y allí
permanecía sentado, dormitando, todo el día, como lo hiciera durante diecisiete
años. Luego, a las cinco de la tarde, el negro se despertaba y entraba en la
oficina, quizás para despertar al juez, quien había vivido lo suficiente para
saber que el apremio de cualquier actividad existe tan solo en la mente de
ciertos teóricos que no tienen actividades propias; finalmente, veíamos a ambos
cruzando la plaza, en fila india, siguiendo la calle que conducía a su casa;
los dos con la mirada al frente, y separados unos metros, caminando tan
erguidos que las dos levitas confeccionadas por el mismo sastre a la medida del
juez caían de los dos pares de hombros en un solo plano, como una tabla, sin
insinuación de cintura ni caderas.
Una tarde, poco después de las cinco, la gente empezó de
pronto a correr a través de la plaza en dirección al Ayuntamiento. Otras
personas vieron esto y corrieron a su vez, con sus pesados pasos resonantes
sobre el pavimento, entre carros y automóviles, las voces tensas, insistentes:
¿Qué? ¿Qué pasa...? ¡El juez Dukinfield!, corría la voz; y todos siguieron
corriendo hasta llegar al corredor embaldosado entre el edificio y la oficina,
donde el viejo negro, con su casaca heredada, estaba de pie agitando las manos
en el aire. Pasaron junto a él y entraron rápidamente en la oficina. Detrás de
su mesa estaba sentado el juez, echado algo hacia atrás en su asiento, muy
cómodo. Tenía los ojos abiertos y un balazo exactamente sobre el puente de la
nariz, de modo que parecía tener tres ojos en hilera. Era un balazo, sí, pero a
pesar de ello nadie había oído ningún ruido en todo el día: ni la gente en la
plaza, ni el viejo negro sentado en su silla en el corredor.
Aquel día Gavin Stevens estuvo ocupado mucho tiempo: Gavin,
con su pequeña caja de bronce. En efecto, al principio el jurado no comprendía
adónde quería llegar; si en verdad había en el recinto quien lo comprendiera,
entre el jurado, los dos hermanos, el primo y el viejo negro. Por fin, el
presidente del jurado le preguntó inopinadamente:
-¿Afirma usted, señor Gavin, que hay una conexión entre el
testamento del señor Holland y el asesinato del juez Dukinfield?
-Sí -repuso el fiscal del distrito-. Y afirmaré más que eso.
Todos se miraron: el jurado, los dos hermanos. Solo el viejo
negro y el primo no levantaron la cabeza. En la última semana el negro había
envejecido aparentemente cincuenta años. Su función pública databa del mismo
día que la del juez; en verdad, era consecuencia del nombramiento del juez, a quien
había servido durante tanto tiempo, que ya nadie recordaba cuánto. Era mayor
que el juez, si bien hasta aquella tarde de una semana atrás siempre aparentó
tener cuarenta años menos: una figura esmirriada, deforme con su voluminosa
levita, que llegaba a la oficina diez minutos antes que el juez, y la abría y
barría y quitaba el polvo de la mesa de trabajo sin mover un solo objeto, con
experta prolijidad, fruto de diecisiete años de práctica, y por fin se
instalaba a dormitar en la silla remendada con alambre en medio del corredor.
Aparentaba dormir, en realidad. La otra forma de llegar a la oficina era por la
estrecha escalera privada que comunicaba con la sala de audiencias, utilizada
solamente por el juez cuando presidía el tribunal durante el período de
sesiones. Aun entonces debía cruzar el corredor y pasar a menos de dos metros
de la silla del negro, a menos que siguiese el corredor hasta donde formaba una
L, debajo de la única ventana de la oficina, y trepase por ella. En realidad,
ningún hombre ni mujer había pasado nunca cerca de aquella silla sin ver
abrirse instantáneamente los rugosos párpados del negro, y descubrir los ojos
castaños sin iris, propios de la vejez. De vez en cuando nos deteníamos a
conversar con él, para oír su voz, vertida en la elocuente pero defectuosa
pronunciación de la fraseología legal, rotunda, sin sentido, que había
adquirido inconscientemente, como quien recoge gérmenes de enfermedades, y que
reproducía con aquella profundidad ex cathedra que, a más de uno de nosotros, nos
hacía escuchar al juez con afectuoso regocijo. Pero a pesar de todo era muy
viejo; a veces olvidaba nuestros nombres y nos confundía mutuamente; y al
confundir nuestros rostros y también nuestras generaciones, solía despertar de
su ligero sueño para llamar a visitantes que no estaban presentes, que habían
muerto hacía muchos años. Aun así, no se sabía de nadie que hubiese logrado
pasar inadvertido junto a él.
Pero el resto de los presentes observaba a Stevens: el
jurado cerca de la mesa, los dos hermanos sentados en los extremos opuestos del
banco, con sus rostros morenos, aquilinos, idénticos, los brazos cruzados en
gestos idénticos.
-¿Afirma usted que el asesino del juez Dukinfield está
presente? -preguntó el presidente del jurado.
El fiscal del distrito miró a todos los rostros que lo
contemplaban.
-Estoy dispuesto a afirmar más que eso -dijo.
-¿Afirmar? -repitió Anselm, el mellizo más joven. Estaba
sentado solo, en un extremo del banco, con toda la extensión de este entre él y
su hermano, a quien no había dirigido la palabra en quince años, mientras
observaba a Stevens con una mirada dura, furiosa, sin pestañear.
-Sí -dijo Stevens.
De pie junto a un extremo de la mesa, comenzó a hablar, sin
dirigirse a nadie en particular, con un tono ligero y anecdótico, refiriendo lo
que ya sabíamos, y dirigiéndose de vez en cuando al otro mellizo, Virginius,
como buscando corroboración. Habló acerca del joven Anse y su padre. Su tono
era imparcial y agradable. Parecía estar preparando la defensa de los sobrevivientes.
Relató cómo el joven Anse había abandonado el hogar en medio de una disputa,
enojado, con un enojo natural frente a la forma en que su padre trataba la
tierra que había sido de su madre y cuya mitad era en aquel momento
legítimamente suya. Su tono era tranquilo, conciso, sincero; en todo caso,
levemente parcial hacia el joven Anselm; eso es. Debido a esta aparente
parcialidad, comenzó a surgir una imagen del joven Anselm que lo condenaba por
algo a la sazón ignorado; lo condenaba en virtud de aquel mismo deseo de
justicia y de aquel afecto por su difunta madre, malogrado por la violencia
heredada del mismo ser que lo había agraviado. Y allí estaban sentados los dos
hermanos, con un espacio de tabla, gastada por el uso, entre ellos; el menor,
contemplando a Stevens con aquella mirada reprimida, intensa; el mayor, con
igual intensidad, pero el rostro inescrutable. A continuación Stevens contó
cómo el joven Anselm, enojado, había abandonado el hogar, y cómo, un año más
tarde, Virginius, el más tranquilo, el que siempre trataba de mantener la paz
entre ellos, había sido expulsado a su vez. Y nuevamente pintó Stevens un
cuadro plausible y franco de los dos hermanos separados no por el padre vivo,
sino por lo que cada uno había heredado de él, y atraídos, alimentados, por
aquella tierra que no solo era legítimamente suya, sino donde además yacían los
huesos de la madre.
-Y allí estaban ambos -prosiguió diciendo Stevens
contemplando desde lejos la ruina gradual de aquellas buenas tierras, el
derrumbe de la casa donde nacieron y donde nació su madre, por culpa de un
viejo trastornado que, no pudiendo hacerles otra cosa, había intentado al fin
privarlos definitivamente de su patrimonio, negándose a pagar los impuestos y
exponiendo la propiedad a la subasta. Pero alguien lo derrotó en este punto;
alguien con previsión y dominio de sí mismo suficientes como para callar acerca
de algo que, de todos modos, a nadie incumbía, en tanto se pagasen los
impuestos. Así, pues, todo lo que debió hacer fue esperar hasta que muriese el
viejo. Era viejo, no hay que olvidarlo. Y aun cuando hubiese sido joven, la
espera no habría sido dura para un hombre con dominio de sí mismo. Lo habría
sido, en cambio, para un hombre violento y rápido de genio, especialmente si
ocurría que aquel hombre violento conocía o sospechaba la esencia del
testamento, y estaba además convencido, más aún, seguro, de haber sido
irrevocablemente agraviado y despojado de su ciudadanía y su buen nombre por
quien ya le había robado sus bienes, obligándolo a vivir como un ermitaño en
una choza entre los montes. Un hombre así no habría tenido tiempo ni
inclinación para preocuparse mucho, ni para esperar o dejar de esperar algo.
Los dos hermanos lo miraron. Parecían tallados en piedra,
salvo los ojos de Anselm. Stevens hablaba serenamente, sin dirigirse a nadie en
particular. Había sido fiscal del distrito tanto tiempo como el juez Dukinfield
fuera magistrado. Era egresado de Harvard: un hombre desgarbado, con una mata
de rebeldes cabellos de color gris acero, capaz de discutir la teoría de
Einstein con profesores universitarios y de pasar tardes enteras entre los
hombres que se instalaban junto a los rincones del almacén de ramos generales,
conversando en el mismo idioma de ellos. Llamaba a esto sus vacaciones.
-Luego murió el padre, como lo habría previsto cualquier
hombre poseedor de previsión y dominio de sí mismo. Y se presentó su testamento
para su legalización, y hasta los habitantes de las colinas más apartadas se
enteraron de su contenido: se enteraron de cómo, por fin, aquella tierra
maltratada pasaría a su legítimo dueño o dueños; pues Anse Holland sabe tan
bien como todos nosotros que Virge nunca aceptaría ahora más de la mitad que le
corresponde, con o sin testamento; como no lo aceptó cuando su padre le dio
oportunidad para ello. Porque si bien ambos eran hijos de Anselm Holland,
también lo eran de Cornelia Mardis. Pero aunque Anselm no supiese ni creyese
esto, habría sabido que la tierra que había sido de su madre y en la cual
yacían sus huesos sería bien tratada ahora. Por ello, quizás, la noche en que
se enteró de la muerte de su padre, quizás por primera vez desde niño, desde
antes de morir su madre tal vez, cuando ella subía a su habitación durante la
noche, lo miraba mientras dormía, y se retiraba luego nuevamente, quizás por
primera vez desde entonces, Anse durmió. Todo estaba vengado ahora: el ultraje,
la injusticia, el buen nombre perdido, y la mancha de su condena, todo había
pasado como en un sueño. Un sueño que era menester olvidar ahora, porque todo
estaba bien. Para aquella época, como imaginarán ustedes, Anse estaba ya
habituado a ser un ermitaño, a vivir solo; no podría cambiar al cabo de tanto
tiempo. Vivía más feliz donde estaba, solo en aquel paraje alejado. Le bastaba
saber que todo yacía en el pasado como un mal sueño, y que la tierra, la tierra
de su madre, su patrimonio y su mausoleo, estaban ahora en manos del único
hombre en quien podía confiar, y confiaría, aun cuando no se hablaran entre
ellos. ¿Comprenden?
Lo miramos, sentados en torno de la mesa, intacta desde que
murió el juez Dukinfield, sobre la cual estaban todavía los objetos que, aparte
del cañón de la pistola, había contemplado en sus últimos instantes; los cuales
nos eran a todos familiares desde hacía muchos años: los papeles, el tintero
sucio, la lapicera roída a la cual se aferrara el juez, la pequeña caja de
bronce que fue su superfluo pisapapeles. Desde sus extremos opuestos en el
banco, los mellizos observaban a Stevens, inmóviles, absortos.
-No, no comprendemos -dijo el presidente del jurado-.
¿Adónde quiere ir a parar? ¿Qué relación tiene todo esto con el juez
Dukinfield?
-Lo siguiente: el juez Dukinfield debía legalizar el
testamento, y entonces fue asesinado. Era un testamento extraño; pero todos
esperábamos eso del señor Holland. Todo estaba en regla, y los herederos
satisfechos; todos sabemos que la mitad de la tierra es de Anse en el momento
en que la solicite. Así, pues, el testamento está bien. Su legalización debió
ser una simple formalidad. A pesar de ello, el juez Dukinfield pospuso su
decisión durante más de dos semanas, y entonces se produjo su muerte. Y así el
hombre que creyó que todo lo que debía hacer era esperar...
-¿Qué hombre? -preguntó el presidente.
-Espere -dijo Stevens-. Todo lo que debía hacer el hombre
era esperar. Pero no era la espera lo que preocupaba a quien había esperado ya
quince años. Era algo más, que descubrió, o recordó, demasiado tarde. Algo que
nunca debió haber olvidado, porque se trata de un hombre perspicaz, un hombre
con dominio de sí mismo y previsión; un hombre con suficiente dominio como para
esperar su oportunidad durante diez años, y con previsión suficiente como para
haber previsto todas las contingencias, salvo una: su propia memoria. Y cuando
era demasiado tarde, recordó que otro hombre sabía también lo que él había
olvidado. Y este hombre que también lo sabía era el juez Dukinfield, y lo que
el juez sabía era que aquel caballo nunca pudo haber matado al señor Holland.
Cuando calló la voz de Stevens, no se oyó un rumor en la
sala. El jurado seguía sentado en torno de la mesa, los ojos fijos en Stevens.
Anselm volvió su rostro hosco y torturado, miró a su hermano, y luego a Stevens
nuevamente, y se inclinó hacia adelante. Virginius no se había movido, ni se
observaba ningún cambio en su expresión grave, absorta. Entre él y la pared
estaba sentado el primo, con las manos sobre las rodillas y la cabeza baja,
como si estuviese en la iglesia. Solo sabíamos de él que era una especie de
predicador ambulante, y que, de vez en cuando, reunía tropillas de mulas y
caballos estropeados y los llevaba a alguna parte para venderlos o cambiarlos.
Como era hombre de pocas palabras, que en su trato con los hombres evidenciaba
una timidez y falta de confianza lamentables, lo compadecíamos con esa especie
de disgusto compasivo que inspira un gusano maltrecho, y hasta nos resistíamos
a someterlo a la agonía de responder afirmativa o negativamente a una pregunta.
No obstante ello, habíamos oído decir que los domingos, en el púlpito de las iglesias
rurales, se transformaba en otro hombre, cambiaba; su voz era entonces bien
timbrada, conmovedora y firme, y fuera de toda proporción con sus
características y actitud habituales.
-Ahora imaginen ustedes la espera -dijo Stevens- con este
hombre sabedor de lo que ocurriría antes de que hubiese ocurrido, sabedor por
fin de que la razón por la cual nada había ocurrido, por la que el testamento
había desaparecido aparentemente de este mundo y del conocimiento de los
hombres, era su olvido de algo que nunca debió olvidar. Y ello era que el juez
Dukinfield sabía que el señor Holland no era quien había golpeado al caballo.
Sabía que el juez Dukinfield sabía que el hombre que había golpeado al caballo
con el palo hasta dejar marcas en su lomo era el hombre que primero mató al
señor Holland, y luego trabó su pie en uno de los estribos y golpeó al caballo
con el palo para que se espantase. Pero el caballo no se espantó; el hombre lo
sabía de antemano, lo sabía desde hacía años, pero lo había olvidado. Porque cuando
aquel animal era todavía un potrillo lo castigaron tan severamente en una
oportunidad, que desde entonces, al ver simplemente una correa en manos del
jinete, se echaba al suelo, como bien lo sabía el señor Holland y como lo
sabían los más allegados a la familia. El caballo se echó, pues, simplemente
sobre el cuerpo del señor Holland. Y al principio, eso vino muy bien. Es lo que
creyó el hombre durante una o dos semanas, acostado de noche en su cama y
esperando, luego de haber esperado quince años. Porque era entonces, cuando era
ya demasiado tarde y adivinó haber cometido un error, no recordó tampoco lo que
nunca debió haber olvidado. Y recordó esto por fin, cuando era demasiado tarde,
una vez descubiertos el cadáver y las marcas del palo sobre el caballo, marcas
que fueron objeto de comentarios, y era demasiado tarde para borrarlas.
Probablemente habían desaparecido ya para esa fecha, de todos modos. En cambio,
tenía solo un instrumento para borrarlas de la memoria de la gente. Imaginemos,
pues, a este hombre; su terror, su furia, su sensación de haber sido objeto de
una treta para la que no había represalias: ese furioso deseo de hacer
retroceder el tiempo un minuto siquiera, para deshacer o completar algo cuando
es ya demasiado tarde. Porque lo último que recordó cuando era ya demasiado
tarde fue que el señor Holland había adquirido el caballo del juez Dukinfield,
del hombre que estaba sentado en un estrado, dispuesto a decidir la validez del
testamento por el cual se conferían dos mil acres de las mejores tierras del
distrito. Y esperó, puesto que disponía de un solo instrumento para borrar las
marcas, y no ocurrió nada. No ocurrió nada, y él sabía por qué. Y esperó tanto
como se atrevía a esperar, hasta llegar a la conclusión de que estaba en juego algo
más que unas cuantas varas y acres de tierra. En consecuencia, ¿qué otra cosa
pudo hacer que lo que hizo?
Apenas cesó de oírse la voz, cuando habló Anselm. Su voz era
áspera, hostil.
-Está equivocado -dijo.
Como una sola persona, todos lo miramos: inclinado sobre el
banco, con las botas embarradas y las raídas ropas de trabajo, miraba a
Stevens. Hasta Virginius se volvió y lo miró un instante. Solo el primo y e!
viejo negro no se movieron. Aparentemente no prestaban atención.
-¿En qué estoy equivocado? -preguntó Stevens. Anselm no
repuso. Miró a Stevens con odio.
-¿Le corresponderá la propiedad a Virginius si... si...?
-¿Si qué? -repitió Stevens.
-Si... él...
-¿Si él... hubiera sido asesinado?
-Sí.
-Sí. Usted y Virginius recibirán la tierra sea o no válido
el testamento, siempre que Virginius la divida con usted. Pero el hombre que
mató a su padre no estaba seguro de ello, y no se atrevía a averiguarlo. Porque
no deseaba esa solución. Quería que Virginius la tuviese toda. Por ello deseaba
que el testamento fuese legalizado.
-Está equivocado -dijo Anselm, con su tono áspero y brusco-.
Yo lo maté. Pero no fue por la maldita tierra. Ahora, llame al sheriff.
Y entonces fue Stevens quien, mirando fijamente el rostro
furioso de Anselm, dijo en voz baja:
-Y yo afirmo que es usted quien se equivoca, Anse.
Durante unos instantes los que observábamos y escuchábamos
permanecimos, en medio de esta inesperada revelación, en un estado de ensueño
en el que se nos antojaba saber de antemano qué ocurriría, y conscientes a la
vez de que no tenía importancia, porque pronto nos despertaríamos. Era como si
estuviésemos fuera del tiempo, contemplando los acontecimientos desde afuera,
siempre afuera y más allá del tiempo, desde aquel primer instante en que
miramos nuevamente a Anselm como si no lo hubiéramos visto nunca. Se oyó un
rumor, un rumor leve como un suspiro, un susurro, quizás de alivio: algo, en
fin. Tal vez todos estábamos pensando que por fin había terminado la pesadilla
de Anselm; era como si también nosotros hubiésemos retrocedido de pronto al
punto donde, niño una vez más, Anselm estaba en la cama, y su madre, quien,
según decían, lo prefería, cuya herencia él había perdido y cuyas cenizas,
largo tiempo dormidas, fueron profanadas en su lugar de reposo, entrase una vez
más a contemplarlo antes de partir de nuevo. Muy lejos estaba aquello en aquel
tiempo, pero el camino era recto. Y recto como era este camino del tiempo, el
niño que durmió tranquilamente en aquella cama se había perdido en él, como nos
ocurre a todos, como es inevitable que nos ocurra siempre; aquel niño estaba
tan muerto como cualquier otro de su sangre en el bosquecillo de cedros
profanado, y cuando mirábamos a ese hombre a través de aquel abismo insalvable,
lo mirábamos con compasión, tal vez, pero no con misericordia. Por ello el
sentido de las palabras de Stevens tardó tanto en penetrar en nuestras mentes
como en la de Anse, y Stevens mismo debió repetir:
-Yo afirmo que está equivocado, Anse.
-¿Qué? -dijo Anse. Y entonces se movió. No se levantó, y sin
embargo pareció lanzarse de pronto hacia adelante, violentamente-. ¡Miente!
Usted...
-Se equivoca, Anse. Usted no mató a su padre. El hombre que
mató a su padre es el hombre que pudo planear y concebir el asesinato del
anciano que se sentaba aquí, detrás de esta mesa, día tras día, hasta que
entraba el viejo negro, lo despertaba y le decía que era hora de regresar a
casa; un hombre que nunca hizo sino bien a hombres, mujeres y niños, como él
creía que Dios lo quería. No fue usted quien mató a su padre. Usted exigió de
él lo que consideraba suyo; y cuando él se negó a dárselo, se fue, se alejó y
nunca más le habló. Se enteró de cómo estaba maltratando la propiedad, pero no
dijo nada, porque para usted era simplemente "la maldita tierra".
Calló hasta que se enteró de que un hombre trastornado estaba excavando las
tumbas donde reposaban la carne y la sangre de su madre y la suya propia.
Entonces, solo entonces, se acercó a su padre para recriminarlo. Pero nunca
sirvió usted para protestar, y él, por su parte, no era hombre de escuchar a
nadie. Y lo encontró allá, en el bosquecillo, con la escopeta. Me imagino que
no hizo mucho caso de ella: supongo que se la arrebató, simplemente; luego lo
castigó con sus propias manos, y lo dejó junto a su caballo, creyendo tal vez
que estaba muerto. Entonces ocurrió que alguien pasó por allí, una vez que
usted se fue, y lo encontró; puede que ese alguien haya estado allí todo el
tiempo, acechando. Alguien que también deseaba su muerte. No por enojo ni por
sentimientos ultrajados, sino por cálculo, o bien por deseo de lucrarse a
través de un testamento. Este hombre llegó, pues, allí y vio lo que usted había
dejado, y terminó la obra: enganchó el pie de su padre en el estribo y trató de
espantar al caballo golpeándolo; pero, en su apuro, olvidó lo que no debió
haber olvidado nunca. No, no fue usted. Porque usted regresó a casa, y cuando
se enteró de que lo habían encontrado, no dijo nada. Y en aquel momento pensó algo
que no se atrevió a decirse ni usted mismo. Cuando se enteró del contenido del
testamento, creyó conocer la verdad. Y se sintió satisfecho. Había vivido tanto
tiempo solo, que había perdido su juventud y todo deseo de poseer bienes: solo
quería vivir tranquilo, y que las cenizas de su madre reposasen en paz. Y
luego, ¿qué significaban la tierra y la posición para un hombre sin ciudadanía
y con un nombre deshonrado?
Escuchamos en silencio, mientras el eco de la voz de Stevens
moría lentamente en los ámbitos del pequeño recinto, en el cual nunca corría
una brisa ni una ráfaga de aire, debido a su posición dentro del edificio.
-No fue usted quien mató a su padre y al juez Dukinfield,
Anse. Porque si el hombre que mató a su padre hubiera recordado a tiempo que en
una época el juez Dukinfield fue propietario de ese caballo, el juez Dukinfield
estaría vivo hoy.
Respirábamos quedo, sentados junto a la mesa detrás de la
cual estuvo también sentado el juez Dukinfield cuando se vio frente al cañón de
la pistola. La mesa estaba intacta. Todavía reposaban allí los papeles, la
lapicera, el tintero, la pequeña caja de bronce curiosamente tallada que le
trajo su hija de Europa doce años atrás; con qué objeto, ni ella ni el juez lo
sabían, ya que habría servido solamente para guardar sales de baño o tabaco, y
el juez no usaba ninguno de esos dos artículos. Por ello la había conservado
como pisapapeles, uso también superfluo allí donde nunca soplaba una corriente
de aire. Con todo, el juez la tenía sobre la mesa; todos nosotros la conocíamos
y lo habíamos visto jugar con ella mientras conversaba: abriéndola y observando
cómo se cerraba bruscamente la tapa de resorte al menor roce.
Cuando pienso en todo ello retrospectivamente, veo que el
resto no debió llevarnos tanto tiempo. Siento ahora que debimos saberlo en
seguida, y aún siento, asimismo, esa especie de disgusto sin piedad, que,
después de todo, hace las veces de compasión; como cuando contemplamos un
gusano blando traspasado por un alfiler y sentimos esa náusea de repulsión,
mientras, como fascinados, nos disponemos a apretarlo con la palma de la mano,
simplemente, pensando: "¡Vamos! Aplástalo. ¡Deshazlo de una vez!"
Pero no era este el plan de Stevens. Porque tenía un plan, y más tarde nos
dimos cuenta de que, no pudiendo condenar al culpable, este tendría que
condenarse a sí mismo. El modo cómo lo logró fue muy tortuoso: nosotros se lo
dijimos después.
-¡Ah! -dijo entonces-. ¿Acaso la justicia no es injusta
siempre? ¿No se compone siempre de injusticia, suerte y lugares comunes en
partes desiguales?
Sea como fuere, no advertimos en el momento adónde se
dirigía, cuando comenzó a hablar nuevamente en aquel tono fácil, anecdótico, la
mano apoyada ahora en la caja de bronce. Lo que ocurre es que los hombres son
movidos siempre, en buena parte, por ideas preconcebidas. No son las realidades
ni las circunstancias las que nos sorprenden; sino el choque de lo que debimos
haber sabido, si no hubiésemos estado tan absortos en la creencia de lo que,
más tarde, descubrimos haber tomado por verdad, sin otra base que el haberlo
creído así en aquel momento.
Stevens estaba hablando una vez más del hábito de fumar: de
cómo la gente no disfruta verdaderamente del tabaco hasta que comienza a creer
que le hace daño, y cómo los no fumadores pierden una de las experiencias más
gratas de la vida para un hombre sensible: la convicción de estar sucumbiendo a
un vicio que solo lo puede dañar a él.
-¿Fuma usted, Anse? -preguntó.
-No -repuso este.
-Usted tampoco, ¿no, Virge?
-No -repuso Virginius-. Ninguno de nosotros fumó nunca: ni
mi padre, ni Anse, ni yo. Ha de ser de familia.
-Un rasgo familiar -comentó Stevens-. ¿Aparece también en la
familia de su madre? ¿En su familia, Granby?
El primo miró a Stevens durante una fracción de segundo, y
aunque no se movió, pareció que se retorcía lentamente, dentro de su traje
ordinario pero aliñado.
-No, señor. Yo nunca he fumado.
-Quizás por ser predicador -observó Stevens. El primo no
repuso, sino que miró nuevamente a Stevens con su rostro benigno, tranquilo,
desesperadamente tímido.
-Yo siempre he fumado -dijo Stevens-, siempre, desde que me
repuse de una intoxicación de tabaco a los catorce años. Es mucho tiempo, el
suficiente para haberme hecho exigente en materia de tabaco. Pero la mayoría de
los fumadores son exigentes, a pesar de los psicólogos y de que se ha
uniformado la calidad de los tabacos. O quizás sean los cigarrillos los que han
sido uniformados. O quizás parezcan todos iguales a los legos, a los no
fumadores. He notado, en efecto, que los no fumadores suelen marearse al oler
tabaco, así como el resto de nosotros sentimos lo mismo frente a algo que no
acostumbramos usar, que no nos es familiar. Y esto, porque el hombre es movido
por sus ideas preconcebidas o, mejor dicho, tal vez, por sus prejuicios.
Tenemos así a un hombre que vende tabaco, aunque él no fuma; que ve a un
cliente tras otro abrir el paquete y encender un cigarrillo del otro lado del
mostrador. Le preguntamos si todo tabaco huele igual, si no le es posible
distinguir uno de otro por el aroma. O quizás por la forma, o el color del
paquete; pues ni siquiera los psicólogos han podido decirnos exactamente dónde
cesa la visión y comienza el olfato, o dónde cesa el oído y comienza la visión.
Cualquier abogado puede corroborar esto.
Nuevamente lo interrumpió el presidente del jurado. Nosotros
lo habíamos escuchado en el mayor silencio, pero creo que todos conveníamos en
que una cosa era mantener desorientado al asesino, y otra a nosotros y al
jurado.
-Debió hacer todas esas indagaciones antes de convocarnos
-dijo el presidente-. Aun cuando se trate de pruebas, ¿para qué sirven si no
capturamos al asesino? Están muy bien las conjeturas, pero...
-Bien -dijo Stevens-. Permítanme hacer otras más, y si ven
que no estoy avanzando, me lo dirán y yo desistiré de mi sistema y aceptaré el
que me indiquen. Creo que al principio considerarán ustedes que me tomo
demasiadas libertades, hasta en el uso de la conjetura. Pero encontramos al
juez Dukinfield muerto, con un balazo entre los ojos, sentado en esta silla,
detrás de esta mesa. Esto no es conjetura. Y el tío Job estuvo todo el día
sentado en el corredor, donde cualquiera que entrase en esta habitación, salvo
que utilizase la escalera privada de la sala de audiencias y luego la ventana,
tendría que haber pasado a menos de un metro de distancia de él. Y nadie que
nosotros conozcamos ha pasado nunca inadvertido junto a la silla del tío Job,
en diecisiete años. Esto no es conjetura.
-Pero, ¿cuál es su conjetura?
Stevens estaba hablando de tabaco una vez más, del hábito de
fumar.
-La semana pasada me detuve a comprar tabaco en la farmacia
de West, y este me habló de un individuo que también era exigente en materia de
tabaco. Mientras sacaba el tabaco que yo fumo de un cajón, tomó una caja de
cigarrillos y me la dio. Estaba polvorienta, desteñida, como si hiciera mucho
tiempo que la tenía, y me contó que un viajante la había dejado hacía dos años.
"¿Los ha fumado alguna vez?", me preguntó. "No -repuse-; han de
ser cigarrillos de ciudad." A continuación West comentó haber vendido el otro
paquete pocos días atrás. Estaba detrás del mostrador, con el diario abierto
sobre la mesa; por momentos leía, pero a la vez atendía el comercio, pues el
empleado había salido a almorzar. Dice que no vio ni oyó al hombre hasta que
estuvo junto al mostrador, tan cerca de él que por poco lo hizo saltar con el
susto. Un hombre menudo, con ropas de ciudad, según dice West, que quería una
marca de cigarrillos de la cual él nunca había oído hablar. "No tengo esa
marca", dijo West. "No trabajo con ella." "¿Por qué?"
"Porque no tiene venta aquí", repuso West. Me describió luego al
hombre de la ciudad, cuyo rostro parecía el de un muñeco lampiño, con ojos que
miraban fijamente y una voz de timbre monótono. Dice West que cuando se fijó en
los ojos del hombre y vio las aletas de su nariz comprendió lo que ocurría. En
ese momento el hombre estaba ya intoxicado con drogas. "Nadie los
pide", dijo, pues, West. "¿Y qué hago yo ahora?", preguntó el
hombre. "¿Tratar de venderle papel cazamoscas?" En seguida el hombre
compró el otro paquete de cigarrillos y se fue. Y dice West que él, por su
parte, estaba enojado y con el rostro cubierto de sudor, como con deseos de
vomitar. A mi me dijo: "Si hubiese algo malo que no me atreviese a hacer
por mi mismo, ¿sabes que haría? Le daría diez dólares a ese individuo, le
indicaría dónde está el objeto de la mala acción y le diría que nunca más me
dirigiera la palabra. Cuando salió sentí exactamente esa sensación. Como si
estuviese por vomitar."
Stevens miró a su alrededor, hizo una pausa. Todos lo
observábamos atentamente.
-Vino en un automóvil, un gran convertible, ese hombre de la
ciudad. El hombre de la ciudad que se quedó sin cigarrillos de su marca
habitual.
Una vez más se detuvo, y luego volvió la cabeza lentamente y
miró a Virginius Holland. Transcurrió un minuto, y vimos como ambos se miraron
fijamente.
-Y me dijo un negro que el automóvil estuvo detenido en el
establo de Virginius Holland la noche que mataron al juez Dukinfield.
Durante otro intervalo observamos a ambos mientras se
miraban mutuamente, sin el menor cambio de expresión en sus rostros. Stevens
hablaba con tono tranquilo, especulativo, casi un murmullo.
-Alguien trató de impedir que viniese aquí con el automóvil,
ese vehículo tan grande, que cualquiera que lo viese una vez lo recordaría y
reconocería. Tal vez ese alguien intentó impedirle que viniese en el automóvil
y lo amenazó. Solo que el hombre de la ciudad a quien el licenciado West vendió
los cigarrillos no era persona de soportar amenazas.
-Y al decir alguien, se refiere usted a mí -dijo Virginius.
No se movió, ni volvió la cabeza, ni desvió la mirada, fija
en el rostro de Stevens. Pero Anselm, en cambio, se movió. Dio vuelta la cabeza
y miró a su hermano. Reinaba un profundo silencio, y a pesar de ello, cuando
habló el primo no lo oímos ni lo reconocimos inmediatamente; desde que habíamos
entrado en la habitación y Stevens cerró la puerta, había hablado solo unja
vez. Su voz era débil; de nuevo, sin moverse, pareció retorcerse dentro de sus
propias ropas. Hablaba con aquel susurro tímido, aquel desgarrador deseo de
anonimato que nos eran tan familiares.
-El hombre de quien habla vino a verme -dijo Dodge-. Se
detuvo a verme a mí. Se detuvo en la casa al oscurecer, aquella noche, y dijo
que buscaba caballos pequeños para utilizar en ese juego… ese juego…
-¿El polo?- dijo Stevens.
El primo no había mirado a nadie mientras hablaba; era como
si se dirigiera a sus manos, que movía lentamente sobre sus rodillas.
-Sí, señor. Virginius estaba presente. Hablábamos de
caballos. Al día siguiente sacó su automóvil y partió. Yo no tenía nada que le
conviniese. No sé de dónde vino ni adónde fue.
-Ni a quién más vino a ver -observó Stevens-. Ni qué más
vino a hacer. No puede decirnos nada.
Dodge no repuso. No era necesario, y una vez más se refugió
bajo el caparazón de su timidez, como un animal salvaje débil y pequeño que se
mete en su cueva.
-Esa es mi conjetura -dijo Stevens.
En aquel instante debimos haberlo adivinado. Estaba allí,
visible como una mano desnuda. Debimos de haberlo sentido: a ese alguien
presente en la habitación, que sentía que Stevens había provocado la aparición
de ese horror, de aquella indignación, de aquel furioso deseo de hacer
retroceder el tiempo un segundo, de desdecir, de deshacer. Pero quizás aquel
alguien no lo había advertido todavía, no había sentido el golpe, el choque,
así como durante un segundo o dos un hombre no sabe que ha sido herido de bala.
Porque ahora fue Virge quién habló, brusca, ásperamente:
-¿Cómo va a probar eso?
-¿Probar qué, Virge? -dijo Stevens. Nuevamente se miraron
mudos, rígidos o, por lo menos, como hombres armados de pistolas-. ¿Quién
contrató a ese gorila, a ese matón que vino aquí desde Memfis? No tengo que probarlo.
Él lo confesó. En el camino de regreso a Memfis atropelló a un niño cerca de
Battenburg, pues todavía estaba bajo los efectos de una droga, y seguramente se
había inyectado otra dosis cuando terminó su trabajo aquí. Lo atraparon y lo
detuvieron. Y cuando comenzaron a pasar los efectos de la droga, dijo dónde
había estado, a quién había visto: todo ello sentado en la celda de la cárcel,
entre sacudidas y gruñidos, una vez que le quitaron la pistola con silenciador.
-¡Ah! -dijo Virginius-. ¡Muy bien! ¡Conque todo lo que debe
probar es que estuvo en esta habitación aquel día! ¿Y cómo lo probará? ¿Dando
otro dólar al negro para que recuerde otra vez?
Pero aparentemente Stevens ya no escuchaba. Estaba de pie
junto a un extremo de la mesa, entre los dos grupos, y mientras hablaba tenía
la caja de bronce en una mano, y la volvía, examinándola, mientras hablaba con
tono tranquilo y reflexivo.
-Todos ustedes conocen las características especiales de
esta habitación. En ella nunca sopla una corriente de aire. Cuando alguien fuma
aquí el sábado, digamos, el humo perdura hasta el lunes por la mañana, cuando
el tío Job abre la puerta, y lo vemos apoyado contra el zócalo como un perro
dormido. Todos lo han visto.
Como Anse, estábamos todos inclinados hacia adelante,
contemplando a Stevens.
-Sí -dijo el presidente-. Lo hemos visto.
-En efecto -dijo Stevens, como si todavía no escuchase a
nadie, en tanto daba vueltas repetidamente a la caja entre sus manos-. Ustedes
me preguntaron cuál era mi conjetura. Hela aquí. Pero para llegar a ella es
necesario un hombre inclinado a las conjeturas, un hombre capaz de acercarse a
un comerciante de pie detrás de su mostrador, con un ojo en el diario que está
leyendo y otro en la puerta, a la espera de parroquianos, antes de que éste
advierta que ha entrado. Un hombre, en fin, de la ciudad, que quería
cigarrillos de ciudad. Así, pues, este hombre salió del comercio y se dirigió
al Ayuntamiento, entró y subió como lo habría hecho cualquiera. Quizás lo
vieron una docena de personas. Quizás el doble de ese número no lo miró
siquiera, ya que hay dos sitios donde los hombres no se miran las caras: en los
santuarios de la ley civil y en los baños públicos. El hombre entró en la sala
de audiencias, bajó por la escalera privada hasta el corredor, y vio al tío Job
dormido en su silla. Probablemente avanzó por el corredor y entró por la
ventana a espaldas del juez Dukinfield. O bien, quizás, pasó delante del tío
Job, acercándose desde atrás, como ven ustedes. Pasar a dos metros de un hombre
dormido en una silla no pudo ser muy difícil para quien podía acercarse
inadvertido a un hombre apoyado en el mostrador de su propio comercio.
Probablemente hasta encendió un cigarrillo del paquete que le vendió West,
antes de que el juez Dukinfield advirtiese su presencia. O bien tal vez el juez
estuviera dormido en su sillón, como ocurría a veces. Y quizás el hombre
permaneció inmóvil y terminó su cigarrillo, contemplando el humo que se
esparcía lentamente sobre la mesa y se arremolinaba lentamente contra la pared,
y pensando en la ganancia fácil, en la simpleza de la gente de campo, aun antes
de extraer la pistola. Y esta hizo menos ruido que el fósforo con que encendió
su cigarrillo, porque al protegerse tanto contra el ruido, había olvidado el
silencio. Por fin se fue como había venido, y una docena de hombres lo vio, y
dos docenas no lo vieron, y a las cinco de la tarde el tío Job fue a despertar
al juez y a decirle que era hora de volver a casa. ¿No es así, tío Job?
El viejo negro levantó la vista.
-Yo lo cuidaba, como le prometí hacerlo a la niña. Y me
preocupaba por él, como le prometí a la niña. Entré aquí y primero creí que
dormía, como a veces...
-Un momento -interrumpió Stevens-. Usted llegó y lo vio en
el sillón, como siempre, y notó el humo contra la pared, detrás de la mesa, al
acercarse. ¿No es eso lo que me dijo?
Sentado en su silla remendada, el negro comenzó a llorar.
Parecía un mono viejo, llorando quedamente con lágrimas negras, enjugando su
rostro con el dorso de la mano nudosa, temblorosa de vejez o de otra cosa.
-Todas las mañanas iba yo allí a limpiar. Solía estar allí
el humo, y él, que nunca en su vida fumó, entraba y olfateaba con esa nariz
levantada que tenía, y decía: "La verdad, Job, es que anoche casi
espantamos con humo a ese individuo del corpus juris."
-Bueno -dijo Stevens-. Cuéntenos acerca del humo que había
allí aquella tarde, cuando fue a despertarlo para volver a casa, cuando nadie
había entrado en la oficina, salvo Virge Holland, aquí presente. Y el señor
Virge no fuma, y el juez tampoco fumaba. Pero el humo estaba allí; cuente lo
que me dijo.
-Estaba allí. Y yo creí que estaba dormido como siempre, y
fui a despertarlo, y...
-Y esta cajita estaba en el borde de la mesa, donde el juez
jugaba con ella mientras conversaba con el señor Virge, y cuando usted extendió
la mano para despertarlo...
-Sí, señor. Saltó de la mesa. Y yo creía que estaba
dormido...
-La caja saltó de la mesa. Hizo ruido, y usted se preguntó
por qué no había despertado al juez; y al mirar la caja caída en el suelo, en
medio del humo, con la tapa abierta, creyó que estaba rota. Y estiró el brazo
para levantarla, pues el juez la apreciaba mucho por habérsela traído la
señorita Emma de Europa, a pesar de que no hacía falta un pisapapeles en la
oficina. Usted cerró la tapa y colocó nuevamente la caja sobre la mesa. Y
entonces descubrió que el juez estaba más que dormido.
Stevens se detuvo. Apenas respirábamos, pero oíamos nuestra
respiración. Stevens aparentaba estudiarse la mano mientras jugaba lentamente
con la caja. Se había alejado ligeramente de la mesa al dirigirse al negro, de
modo que ahora miraba el banco en lugar de mirar al jurado.
-El tío Job llama a esto la caja de oro, lo cual es tan
apropiado como cualquier otro nombre. Mejor que muchos. Porque todos los
metales son más o menos iguales: lo que ocurre es que la gente desea algunos
más que otros. Pero todos tienen ciertos atributos, ciertas semejanzas. Uno de
ellos es que aquello que se encierra en una caja de metal permanecerá
inalterable más tiempo que en una caja de madera o de cartón. Podemos guardar
humo, por ejemplo, en una caja de metal con una tapa ajustada como esta; y una
semana más tarde todavía estará dentro. Y no solo eso, sino que un químico o un
vendedor de tabacos, como el licenciado West, podrá decir qué provocó el humo,
qué clase de tabaco, especialmente si se trata de una marca especial, de un
tipo que no se vende en Jefferson, del cual tenía sólo dos paquetes, y recuerda
a quién vendió uno de ellos.
Nadie se movió. Estábamos allí sentados, y oímos entonces
los pasos presurosos del hombre, que avanzó torpemente, antes de arrebatar la
caja de manos de Stevens. Pero no lo miramos a él, especialmente. Como él,
vimos que la caja caía en dos trozos al romperse la tapa, y salían de ella unas
volutas perezosas que se disiparon lentamente. Simultáneamente nos inclinamos
todos sobre el borde de la mesa, y vimos la desteñida, la desesperanzada
mediocridad que era Granby Dodge mientras, de rodillas en el suelo, batía el
humo ya esparcido con ambas manos.
-Pero todavía no entiendo -dijo Virginius. Estábamos afuera,
en el patio del Ayuntamiento, los cinco, mirándonos algo atontados, como si
acabásemos de salir de una caverna.
-Usted ha hecho testamento, ¿no? -dijo Stevens. Virginius se
quedó inmóvil, mirándolo.
-¡Ah! -dijo
por fin.
-Uno de esos testamentos de beneficio mutuo que cualquiera
de los dos socios puede aprovechar -añadió Stevens-. Usted y Granby,
beneficiarios y albaceas a la vez, en sentido recíproco, para la protección
mutua de los bienes comunes. Es natural. Probablemente fue Granby quien lo
propuso, diciéndole que lo había nombrado su heredero. Es mejor, pues, que
rompa su propia copia. Si desea hacer testamento, nombre heredero a Anse.
-No tendrá que esperar eso -dijo Virginius-. La mitad de la
tierra es suya.
FIN
"Smoke",
1932
Biblioteca
Digital Ciudad Seva
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